24 marzo, 2006

Cumpliendo cincuenta años

(esto es lo que dije el sábado 18 de marzo de 2005 a los amigos que me acompañaron en este trance una tarde de sábado en Michoacán, la casa donde Delia del Carril vivió más allá de los cien años)

Los cumpleaños tienen esa cualidad implacable de ir sucediéndose sin consideración alguna hacia el depositario de la cifra resultante del inventario. Cincuenta ciclos en torno a esa estrella que nos regala la vida es un guarismo respetable, pero me temo que todavía exiguo. Algunos respaldarán con entusiasmo estas reflexiones, aquellos que me llevan la delantera, y otros sonreirán melifluamente, para sus adentros, pensando que medio siglo no deja ser lo que es: una montonera de años. Sospecho que la ha de ser proporcional a aquella distante dimensión de la vida que tan equivocadamente denominamos juventud. Como si la juventud fuera un atributo de la cortedad de los años.

¿Adónde irá Diego con estas reflexiones tan indignas y lamentables? se preguntarán algunos. Quizás hubiera sido mejor que se quedara calladito con su medio siglo, discreto, compuesto, decoroso, bajo perfil diría un político avezado. A lo mejor así pasaba piola, pero no, vamos produciendo ruido. Es que me siento muy orgulloso de mis cincuenta años, de cada uno de ellos, cero rollo. Aunque eso implique una renuncia terrible al ideario que abracé a fines de los añorados sesenta, cuando las calles de París ardieron de barricadas iluminadas por nuevas ideas de libertad. Entonces aprendimos a desconfiar de todo aquel que se empinara demasiado en la veintena, pues la edad era un indicativo de asimilación al sistema, de renuncia a los ideales, de acomodo. Quizás había razón en ello, pero como traspuse con mucho la edad límite, tuve que buscar una justificación. Igual que buena parte de la humanidad.

Mas tengo que confesarles con una extraña mezcla de vergüenza y soberbia que no me siento muy distinto de ese lejano chascón adolescente que apenas empinado sobre la docena de años tamborileaba ritmos de Carlos Santana en su pupitre del liceo, leía el diario del Ché para llorar de rabia e imaginar mundos mejores. El mismo que apenas entendía una pendeja palabra de los libros de Marcuse y Sartre, que estaban de moda. El que estudiaba materialismo dialéctico con el texto de Otto Kussinen y materialismo histórico con el manual de Marta Harnecker, una revolucionaria que además tenía buenas piernas. Así deben haber sido la Natalia Krupskaia y la Rosa Luxemburgo con toda seguridad. El mismo que tomaba pisco a pico de botella en las noches de fogata, el que pintaba el nombre de Allende por las calles de Santiago con la Ramona Parra, el que encendía un pitillo para disfrutar más la guitarra de Hendrix o la de Jim Morrison, el que con infinita paciencia esperaba los lentos en las fiestas para prenderse de la Dulcinea de turno.

¡Puta madre!, si es cierto que soy el mismo, significa que algo así como treinta y ocho años han pasado en balde. Esa sería la conclusión. Es verdad, en esencia soy el mismo de entonces. Un adulto es un niño inflado por la edad, aseveraba visionariamente Simone de Beauvoir. El mismo, con algunas diferencias, claro está, a la vista algunas, canas, kilos, arrugas, esa clase de evidencia. Otro ejemplo: los anteojos. De pronto los impresores se pusieron idiotas y comenzaron a utilizar unas letras minúsculas, ilegibles, borrosas para las tarjetas de visitas. El voltaje de la red eléctrica disminuyó a niveles intolerables y una ampolleta de cien watts terminó por iluminar como un pálido candelabro. Y más encima mis brazos se acortaron, se convirtieron en tentáculos, mínimos apéndices incapaces de alejar los textos a la distancia requerida para leerlos. Entonces se me ocurrió ir al oculista y de allí salí con estos artefactos. Y otras cositas, para qué vamos a mencionarlas. Hay que preservar la dignidad en algún grado. Se dice que después de los cuarenta si te despiertas y no te duele nada, es que estás muerto.

Años atrás, sin quererlo, torturaba a Alexis, mi compañera, dudando que pudiera trasponer la extrema barrera de los 35. Muy pronto extendí el plazo hasta los 40, porque el tiempo –como sabemos- corre a una velocidad extraordinaria. Después mejor me quedé callado, dejé de realizar vaticinios de esta especie. Ahora con gigantesca desvergüenza, me apresto a vivir otros cincuenta años. ¡Qué voltereta! Pobre Alexis, ahora la angustia de aquellos primeros vaticinios se irá trocando en terror y en desesperanza.

No hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague. Ya ven que es cierto. El plazo se cumplió, aquí estoy (estamos podría decir, al que le venga el sayo que se le ponga). Este es el regalo que quise hacerme yo mismo, estar una tarde con la gente que más quiero. Algunos en apariencia faltan, fueron partiendo en el camino, pero como los recuerdo con el mismo amor de siempre, están aquí. Otros andan por el mundo, a miles de kilómetros, pero siempre nos mandamos trocitos de corazón por mail o por teléfono, así que bienvenidos. Y ustedes, mis seres queridos fundamentales, madre, esposa, hijos, amigas, amigos. Gracias por todo lo que les debo. Sobre todo si se tratara de dinero, porque les advierto que no pienso devolvérselos, pierdan de una vez por todas las esperanzas. Pero hay la verdadera deuda, aquella que reconozco por sobre cualquier otra. Hablo de la deuda mutua que resulta del ejercicio del tiempo compartido, y se integra de cariño, de trabajo conjunto, de momentos gratos y difíciles: locura, peligro, pesar, miedo, arrojo, risa, borrachera, reposo, delirio, cuidado, respeto, apoyo, sueños, utopías. Todo eso me lo han regalado ustedes, por eso las ganas de verlos, de abrazarlos y decirles lo mucho que los quiero.

Los quiero porque siguen siendo ustedes, porque no se dejan arrastrar por la vorágine, porque NO renuncian a los sueños y resisten. Soñar es resistir. Leer es resistir. Pensar con autonomía es resistir. Escribir es resistir. Juntarse y solidarizar es resistir. Querer a los demás es resistir. En esta casa vivió Delia del Carril, la Hormiguita, que fue joven hasta después de los cien años. Sus ojos brillaban de amor, de luz, de juventud, de rebeldía. Y por eso me atrevo a pedirles esto, aunque les deba tantísimo. Nunca dejen ser quienes son. Esfuércense, síganse esforzando. Jamás traicionen al niño y al adolescente que llevan dentro. El fuego interior. El alma. La imaginación. El buen humor. La insurrección. Como quiera que se llame esa maravilla que tienen dentro. Reforcémosla ahora a la usanza de los antiguos griegos, escanciando una copa de vino para brindar por el milagro de la vida. Gracias por haberme acompañado siempre.

03 marzo, 2006

Drácula


El conde Drácula no soporta más el dolor de muelas y decide ir a tratarse con un especialista. Consulta la guía telefónica y disca un número tras otro, hasta ubicar un odontólogo noctámbulo. Establece una cita para la noche siguiente. Asiste. Porta gafas oscuras para ocultar sus ojos hipnóticos, inyectados en sangre. El dentista también usa lentes de color. Lo examina, mueve la cabeza negativamente. Anuncia que el tratamiento va a ser doloroso, que es conveniente emplear anestesia. El vampiro acepta, se deja inyectar, siente un sopor agradable, va hundiéndose en el sueño y, en forma simultánea, escucha el lejano zumbido de un taladro.

Despierta. Enfrente de él hay un espejo de agua, donde sí puede reflejarse; allí ve su imagen, sonríe, pero su risa se transforma en una mueca grotesca, porque en el lugar donde debieran estar sus colmillos hay dos espacios sangrientos. A su lado, el odontólogo -que es el doctor Van Helsing- lo observa divertido mientras juguetea con los larguísimos colmillos, arrojándolos una y otra vez al aire, como si fuese un malabarista.
 
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