26 mayo, 2007

Un nuevo libro de cuentos: DE MONSTRUOS Y BELLEZAS

El microrrelato ha ido ganando adeptos entre lectores y autores en los últimos años. Diego Muñoz Valenzuela es uno de sus tempranos cultores en Chile, desde la década de los 70, lo cual se ha reflejado en su primer libro de cuentos “Nada ha terminado” (1984) y luego en “Ángeles y verdugos” (2002), celebrada colección de microcuentos.

“(el autor) nos ofrece la visión de una ciudad fría e implacable de poderes corruptos con un tono mordaz y un humor desgarrado y cruel. Con cuentos en los que perviven la tradición, las raíces precolombinas, el autor tiene como tema al hombre con sus fantasmas, sus fatuidades, el amor, la vejez, las fronteras entre la realidad y el sueño”. AMALIA VILCHES, profesora UNED, Cádiz, España.

“el microrrelato encuentra en la figura de Diego Muñoz Valenzuela a uno de los cultores más interesantes en el espectro de la narrativa chilena” EDDIE MORALES PIÑA, profesor, Universidad de Playa Ancha.

“El autor perpetra su búsqueda con una imaginación notable. Inventa pequeñas fábulas con un lenguaje somero, sin aspavientos, cuyo punto culminante (como debe ser) es un final imprevisto. Se conjugan así perplejidad y crueldad, en una visión del mundo que no puede sino dejarnos trémulos” IVAN QUEZADA, crítico.

Fomento de la lectura: mucho ruido, pocas nueces

Desde la recuperación de la democracia en Chile se viene hablando sobre la importancia de fomentar el libro y la lectura, tal vez como homenaje al progresismo desarrollista, o por efecto de una bendita inercia, quizás para compensar al gremio de los escritores que desafió como pocos a la dictadura, o simplemente para simular una preocupación auténtica por la cultura.
Al observar la realidad lo único que advierto –y creo no estar solo en esta convicción- es el fracaso sistemático, la insuficiencia o la futilidad de los esfuerzos, la irritante verborrea del marketing político, la escenografía burocrática que huele a fuego de artificio. No quiero desconocer los esfuerzos desplegados o reducirlos a la nada, pero la complacencia me parece detestable, execrable a estas alturas. Más allá de la creación del Consejo del Libro y sus programas de fondos concursables, y de los esfuerzos de la DIBAM por surtir mejor a las bibliotecas públicas y darles vida, poco ha ocurrido en Chile en estos años.

Empeño no es lo mismo que desempeño. Mucho ruido, pocas nueces. Bonitas frases, pero resultados deficientes. La complacencia carece de fundamento, sin embargo nadie le pone el cascabel al gato. Muchas autoridades han tendido a sacar cuentas alegres y siguen avivando su propia cueca, sin asumir la necesidad de cambios estructurales.

Tenemos menos de una librería cada 100.000 habitantes, y debiéramos tener diez. Usamos un promedio de 600 palabras para expresarnos. En las bibliotecas públicas menos de medio libro per capita; debiéramos tener 10 veces más. Un 60% de la población no leyó nada el año pasado. Dos tercios de los gerentes y directivos entiende poco y nada de lo que lee; ¿qué podemos exigirle a los estudiantes universitarios, básicos y medios? Las pruebas aplicadas hablan por sí solas del fracaso. Los tirajes de las ediciones locales bajan y el libro se convierte en un artículo escaso más que suntuoso. Suma y sigue. Mejor detenerse. ¿Cómo sacar cuentas alegres si prevalecen estos hechos?

No estamos haciendo nada significativo como país en cuanto al fomento del libro y la lectura. Es lo único que puedo concluir, y es lamentable. Quizás algunos dirán, “ése es un flagelante”, y seguramente serán los portavoces de la complacencia.

El foco en el asistencialismo (conste que escribo estas líneas antes de que se conozcan los resultados de los concursos de proyectos, sin saber si será beneficiado algún proyecto de mi interés, precisamente para actuar con independencia, y no bajo el influjo del éxito o el fracaso), más allá de sus efectos inmediatos, ha hecho perder el foco. Perfeccionar, ampliar, transparentar (al menos en la intención), los sistemas de concursos se ha convertido en una obsesión que obnubila al Consejo del Libro, y lo priva de ejercer una acción directa, efectiva y concreta. Podría objetarse que sea esta institución quién realice tal acción, argumentando definiciones y restricciones legales, pero los resultados son elocuentes. Alguien tiene que hacerse cargo y ese alguien se llama Estado o Gobierno.

Sea el Consejo del Libro, el Ministerio de Cultura, o el Ministerio de Educación, o todos ellos, pero alguien debe hacerse cargo de proponer, conducir y generar un vasto plan inteligente que nos permita salir, como país, del devastador estado en que se encuentra la lectura en Chile. Es una tarea urgente, patriótica y de inconmensurable efecto en el futuro. Esto, sin embargo, requiere de una voluntad política expresada en la forma de un plan ambicioso y un presupuesto de acuerdo a la magnitud de la tarea. No es un objetivo menor, uno más entre muchos otros, pues se vincula a la educación y la cultura de un país cuyas pretensiones de desarrollo permanecerán estáticas, en calidad de aspiraciones inalcanzables, mientras no se reviertan las alarmantes tendencias bosquejadas.

05 mayo, 2007

LUCES DE NEON


Despertó mientras avanzaba abriéndose paso entre centenares de personas ansiosas por llegar a su destino lo más pronto posible. Lo estrellaban con los hombros, con bolsos, con maletines. El presentía alguna malignidad en esas colisiones aparentemente casuales. Atardecía ya, y los letreros de neón comenzaban a destellar sobre las paredes de los enormes edificios. Los rostros de los pálidos transeúntes se iluminaban con aquellas trémulas luces de colores. Los automóviles hacían sonar sus bocinas y rugir sus motores, y los conductores solían abrir las ventanillas para insultar a alguien. Esto fue lo primero que vio al despertar como de un largo sueño del que había regresado desprovisto de recuerdos. Al pasar por una tienda de periódicos, supo que allí se vendían diarios, revistas, pudo comprender las palabras de los encabezados, aunque sin encontrar sentido a las noticias, pues carecía de referentes contra los cuales compararlas. No podía establecer si alguna noticia era disparatada o cuerda, por ejemplo. Sin embargo, esto dejó de interesarlo casi instantáneamente. Más atraía su atención la divertida premura que parecía animar aquellas legiones de caminantes con rostros centelleando en lila, verde, amarillo. Muchos de ellos portaban paquetes envueltos en papel. Adivinó que se trataba de comida para calentar en esos hornos especiales. Los anuncios de una fuente de soda ofrecían una hamburguesa y un jugo de frutas por un precio aparentemente irrisorio. Recordó la sensación del hambre y después vino el asombro de no experimentarla. Siguió caminando por lo que identificó como una avenida inundada de vitrinas de artículos electrónicos, ropas, muebles, alimentos, licores, discos, plantas, alfombras, libros, frutas. A medida que avanzaba por la avenida iba identificando el contenido de cada vitrina, sin saber siquiera si eran objetos o alimentos que le hubieran pertenecido alguna vez. Supo que las manzanas eran aquellas frutas rojas y redondas, que eran dulces y carnosas, pero le fue imposible recordar si las había probado alguna vez. Se respondía a sí mismo que debía haber comido manzanas pero ¿qué era eso de dulces? Lo dulce es placentero. Lo dulce es lo contrario de amargo. Las manzanas son dulces. Debe ser agradable comer una manzana. Para comer es preciso tener hambre. El hambre es un ardor en la boca del estómago. El hambre es sólo una palabra como la manzana. No siente hambre. Jamás ha sentido hambre. Jamás ha comido una manzana. ¿Pero cómo puede saber todas estas cosas si no puede recordarlas?

Cuando llegó a una esquina pensó que debía atravesarla por las líneas amarillas cuando los coches estuvieran detenidos ante una luz roja. Casi instantáneamente evocó la remota necesidad de poseer alguna identidad. Cada uno de esos seres a su alrededor poseía un nombre, un domicilio, un trabajo, una historia detrás. El apuro tenía relación directa con su identidad. Posiblemente volvían a casa de sus trabajos, llevaban comida para calentar mientras encienden el televisor, quizás daban un beso en la frente de sus hijos dormidos, tal vez tenían invitados a cenar. Quiso rememorar un nombre para sí, y escuchó en su interior una lista interminable y carente de sentido. Ningún nombre que viniera a su mente tenía el más mínimo significado. Comenzó a pronunciarlos en voz alta: acaso de ese modo cierta sonoridad retumbara en su conciencia oculta y removiera los engranajes de la memoria. A su alrededor la gente iba disminuyendo junto con la penumbra. Una anciana de gruesos lentes lo escrutó mientras agitaba la cabeza horizontalmente, compadeciéndolo. Un pequeño lo indicó a su madre entre ráfagas de risas. Pensó que estaba hablando en voz muy alta, casi gritando. Alcanzó también a sorprender sus propias manos gesticulando con vigor demencial. Estaba protagonizando un verdadero espectáculo. Hundió las manos en los bolsillos de la chaqueta y la mirada en las baldosas de la calle para seguir avanzando hacia ninguna parte. Estaba casi completamente oscuro y las luces de neón reverberaban en sus pupilas cuando alzó la mirada hacia los gigantescos edificios. Imaginó que sus pasos lo llevaban por instinto hacia el lugar donde su cuerpo acostumbraba descansar, pero pronto desechó esta posibilidad al percibir que le daba exactamente igual caminar en cualquier sentido. Retrocedió y no sintió nada especial ni siquiera después de varias cuadras. Dobló a la izquierda y nada. Todo lo que le rodeaba parecía familiar y extraño a la vez: conocía los nombres de las cosas, recordaba su utilidad, sus propiedades, sus variantes posibles, mas no había en él una mísera huella de pasado en relación con ellas. Peor aún, el pasado definitivamente no existía, a no ser aquel instante del atardecer en que se encontró a sí mismo hormigueando entre miríadas de transeúntes. Sonrió de pronto al descubrir que se trataba de una angustiosa pesadilla de la cual despertaría en cuanto se lo propusiese de verdad. Era curioso, eso sí, que no sintiera mayor angustia por los hechos. Desde ese punto de vista no parecía tratarse de una pesadilla. Bueno, un sueño entonces, y recordó eso de pellizcarse. Dudó por algunos instantes sintiéndose algo absurdo. Finalmente se detuvo junto a una vitrina de quesos y retorció con disimulo la piel de su muslo derecho. Cerró los párpados para percibir el dolor con más intensidad. Algo ardía y punzaba allá abajo. Casi disfrutó el padecimiento mientras imaginaba despertar en una alcoba que variaba en una suerte de infinita secuencia de diapositivas. Abrió los ojos cuando un muchacho moreno sacudía su hombro preguntándole si le pasaba algo malo. La luz de la vitrina de los quesos brillaba en sus pupilas negrísimas en tanto le ofrecía ir por un médico, una medicina, un vaso de agua. El lo miraba como atontado, sin saber qué decirle. Por último atinó a asegurarle que no tenía nada grave, que gracias y que siguiera su camino. Así lo hizo el muchacho, pero notó que se alejaba como a regañadientes, viéndolo de reojo quedarse parado allí junto a la tienda de los quesos. Entonces no era un sueño. Le asombró no sentir pavor o ansiedad. ¿Lo esperarían en alguno de esos millones de departamentos? ¿Tendría familia, amigos que se preocuparan de su desaparición? Claro que nadie podría inquietarse hasta tarde, llamarían a la policía, a los hospitales, a la morgue, al trabajo. Entre tanto, él vagaría amnésico por la ciudad interminable. De repente se puso a hurgar los bolsillos de su ropa, ¡qué tonto no haberlo intentado antes!, allí debería estar su identificación, dirección, edad, fotografía, todo. Encontró unas monedas, un pañuelo, una billetera con una suma que reconoció como alta, pero ningún papel que tuviera identificación alguna. Tampoco llaves, tarjeta de crédito, agenda. Nada, absolutamente nada que pudiera servirle de mínima pista. Discurrió presentarse en una estación de policía o en un hospital declarándose amnésico. Su fotografía aparecería en los noticiarios de televisión y en los periódicos. Alguien lo reconocería e iría por él. Ese sería el final de todo. Se puso a caminar de muevo, seguro de emprender la búsqueda de un policía. De pronto consideró la posibilidad de que fuese un criminal, de que su amnesia ocultaba horrendos asesinatos, aberraciones sin límite. Quizás era un peligroso demente homicida fugado de alguna clínica psiquiátrica al cual encerrarían sin piedad en una de esas piezas acolchadas. Hasta podían darle muerte antes de alcanzar a hablar. Era curioso que pudiera ser un asesino o un loco, ningún pensamiento suyo así lo indicaba, pero tampoco lo excluía de plano. Resolvió no hablar con nadie por el momento y prosiguió su deambular desprovisto de sentido.

No experimentaba fatiga aunque llevaba varias ¿horas? ¿minutos? vagando por cualquier parte. Concluyó que en algún momento retornaría su memoria de manera sorpresiva. Aspiró con fuerza el aire de la noche porque eso sería beneficioso para su organismo, para la dormida memoria que se agazapaba en algún oscuro rincón de allá adentro. Palpó su cabeza en busca de huellas de algún accidente, pero no encontró dolores ni señales en su cráneo. ¿Y si era un extranjero? Había comprendido perfectamente el idioma del muchacho, los insultos de los conductores de automóviles. Sabía que existían otros idiomas, pero ninguno de ellos acudió a su mente. Al distinguir su reflejo en la vitrina de una tienda de ropas advirtió que no pertenecía a un grupo étnico diferente a quienes se dirigían con prisa a sus lugares misteriosos y urgentes. ¿Y si no hubiese nadie esperándolo? ¿Si nadie le conociera en esa ciudad inmensa? ¿Si hubiese crecido en ella sin papeles, sin trabajo, fuera de todo orden y control? ¿Si alguien hubiese destruido su memoria, su identidad, sus posesiones, de modo que no prevaleciera ningún signo de su existencia anterior? Sería una especie de crimen, sólo que sin muerte física de por medio. Le habrían arrojado a la calle con una suma de dinero que le permitiera rehacer su vida de cierta forma; un gesto humanitario, sin duda. Podía tratarse también de una segunda oportunidad, después de una acción aborrecible que debía ser olvidada definitivamente, para no dar paso a la autodestrucción o a la locura. O tal vez tenía una misión especial y secreta entre estos seres apresurados y simples que la ciudad apremiaba para devorarlos en sus cubículos de metal y concreto. Eso era, él tenía una secreta misión que cumplir entre las miríadas de seres abandonados al hambre, a la fatiga, a las obligaciones absurdas, a la extravagante necesidad de buscar placeres, al irritante sometimiento de las emociones. Se sintió seguro de esta reflexión y su marcha se hizo más firme y decidida. En ese instante un furgón azul se detuvo a su lado. Bajaron de él dos hombres vestidos con buzos naranjas y provistos de gafas oscuras que ocultaban sus facciones. No percibió ninguna sensación de peligro y se quedó estático observando su accionar. Se aproximaron con naturalidad. Uno de ellos portaba una especie de detector. El más alto le dijo que estuviese tranquilo y así lo hizo. El otro le tocó con una especie de electrodo y sintió un ardor similar al de los pellizcos. No pudo moverse más después del chispazo, pero podía ver y escuchar a los hombres de buzo naranja. El pequeño se congratuló de haberlo encontrado tan pronto, pues debía cenar con la familia de su mujer esa noche y ella no le perdonaría que se tardase demasiado. El alto anunció que iría al cine a ver unas películas de terror, que eran las que más le gustaban. El pequeño acercó su mano izquierda a su pecho y abrió una especie de portezuela. El alto gruñó algunas palabras ininteligibles contra el imbécil bromista que lo había activado sin unidades de memoria completas. Vio abrir la piel de su tórax y observó los dedos del hombre pequeño girar un switch negro que apareció entre puntitos titilantes como las luces de neón de la ciudad, y de pronto ya no pudo ver ni escuchar a aquellos insulsos hombres de buzo naranja.

* este cuento pertenece al volumen LUGARES SECRETOS (Mosquito Comunicaciones, 1994), Premio Consejo del Libro al Mejor Libro de Cuentos publicado ese año.




 
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