31 octubre, 2009

Cuento con ogro y bruja


El ogro queda mirando muy feo a su esposa, la bruja, aunque en realidad ella sea la antiestética en cuerpo y alma. Alza el brazo como si fuese a descargarlo sobre la nariz retorcida y verrugosa, pero a última hora se arrepiente.
-Eres una bruja manipuladora, un ser horrible y pérfido. Me has hecho desdichado –concluye con tristeza.
-Todo eso lo sabías antes de casarte conmigo, estúpido –le responde con voz cascada la anciana de aliento fétido y ponzoñoso-, pero más pudo tu interés por el dinero.
-¡Qué dinero, bruja maldita, si con el precio de tus hechizos no alcanza ni para el maíz de las gallinas!
-El del tesoro que hurté a Barbanegra después de convertirlo en sapo. ¿Acaso no lo sabías…? –pregunta incrédula, abriendo todo lo que puede sus ojillos maléficos.
-No.
-¿Fue por amor entonces, bello y bobo ogro, eso quieres decir? –interroga conmovida, con los ojos llorosos- ¿Tantas vicisitudes por nada? ¿Cómo he podido hacerlo? –duda unos segundos pero finalmente toma una compleja decisión- Descorre la alfombra y levanta la trampa de madera, allí está el tesoro.
El ogro ejecuta la tarea con diligencia. Una bóveda repleta de diamantes, rubíes, esmeraldas, perlas, metales nobles. Extrae una poderosa espada de oro macizo cuyo mango está engastado con piedras preciosas.
-Ese es un regalo para ti, hermoso ogro, por tu amor –anuncia la bruja con voz musical-, fue la espada del invencible Carlomagno.
El ogro blande el arma con fiereza y decapita a su esposa con un mandoble cabal. La infernal cabeza de la hechicera rueda por el piso de piedra e intenta lanzar una maldición, pero ya es tarde: la hoja de oro ha cortado sus vínculos con el averno. La dulce elfa emerge de su escondite y tomando por los cabellos grises la testa balbuceante la arroja a las llamas de la chimenea. El alarido tapa los efectos del chisporroteo infernal. La elfa salta a los brazos del ogro para besarlo con pasión.
-Ves, querido, el amor es más fuerte. Y la paciencia una virtud poderosa. Se lo enseñaremos a nuestros hijos, ¿verdad?

25 octubre, 2009

Ciudad Nueva


La ciudad ofrece rincones nuevos por doquier, basta con disponerse a recorrerla dotados de espíritu de aventura. Caminamos por sus calles como si fuera una ciudad extranjera, atentos a las sorpresas que el azar quiera depararnos. Al comienzo lo hicimos para vencer el pantanoso tedio donde nos fuimos hundiendo. Estábamos acostumbrados a rodar por las calles de Nueva York, Buenos Aires, México, Roma. Hasta a Shangai habíamos llegado a dar con nuestras almas. Eso ocurría en la época en que el dinero sobraba, se acumulaba en montañas virtuales en la cuenta corriente. Cuando ya se formaban cordilleras, organizábamos un viaje para toda la familia: Montevideo, Sao Paulo, Montreal, San Francisco, lo que fuera. Me parece que vivíamos arriba de los aviones. Así era nuestra vida hasta que se me ocurrió cumplir cincuenta años y la empresa donde trabajaba, a modo de celebración, decidió darme de baja con honores. Salí por la puerta grande, como suele decirse. Soñaba con las nuevas oportunidades de trabajo entre las cuales tendría que optar. Haría un concienzudo análisis antes de tomar una decisión. Me sentía tranquilo, optimista; la casa estaba pagada y no tenía deudas.
Pero nunca más encontré un trabajo. Nadie necesita ancianos en sus empresas. Eso aprendí. Por suerte Mariana tiene trabajo. Con ese dinero pagamos el supermercado, el colegio de los niños, la bencina y las cuentas de la casa. Para las emergencias –arreglos propios de la casa, los regalos, las medicinas y otros imprevistos- vamos devorando mis ahorros, que con terror veo menguar, mes tras mes. Tuvimos que suspender la televisión por cable, internet, los celulares y vender el segundo auto. Recién vendimos la casa en la playa porque no podemos solventar más los dividendos; la diferencia la deposité en mi cuenta para compensar las mermas continuas. Con frecuencia despierto transpirando, agitado, convulso. Una y otra vez se repite el mismo sueño: vago por desierto sediento y agónico. El agua de mi cantimplora se va agotando y me sigue una jauría de hienas hambrientas, cuyas fauces siento aproximarse. Mariana sabe de mis sueños y trata de consolarme con sus besos. “Ya va a pasar esta mala racha” me dice.
Por cierto ya no podemos viajar a ninguna parte. Así inventé los paseos de fin de semana. Escogemos un barrio y generamos un plan para recorrerlo. Al comienzo, este trabajo inicial hacía solo, pero ahora todos participan. Afortunadamente la ciudad es grande. Todos los meses emerge un barrio nuevo, así es que jamás nos quedamos sin panorama. Tenemos el cuidado de disfrazarnos para no parecer sospechosos. Para visitar los barrios de nuevos ricos, nos vestimos con elegancia, los hombres con traje, corbata, zapatos lustrosos; las mujeres con vestidos de seda y zapatos sin talón, muy bien peinadas y maquilladas. Poseemos tenidas especiales para cada tipo de barrio: de millonarios, aristócratas, empresarios, profesionales, empleados, obreros, cesantes, vendedores. En los sectores proletarios usamos ropa vieja y destartalada, y pasamos desapercibidos acaso nos ensuciamos un poco manos y rostros y nos revolvemos el cabello. Fue difícil convencer a mis hijos, pero terminaron por acostumbrarse.
A mis antiguos amigos no los veo nunca, progresivamente dejaron de llamarnos. Los escasos parientes nos han olvidado también, en consecuencia, vivimos solos y felices, sin interrupciones. Ayudo a los niños más pequeños con sus tareas. Cuido la chacra que he ido creando en el patio; gracias a ella disfrutamos de frutas y verduras gratis. He concebido la idea de criar conejos pero me preocupa que se produzca demasiado olor y eso moleste a los vecinos. Cuando estoy por sentirme abatido, abro el mapa de la ciudad sobre la mesa del comedor y me aboco a estudiarlo. Es una urbe extraña, llena de misterios, desconocida, apasionante. Cada día me siento más extranjero en ella.

21 octubre, 2009

Entretenciones


El rinoceronte de la taquilla dio un resoplido feroz y me extendió la entrad y el vuelto con su mano de dedos cortos y torpes. Le sonreí compungido y desaparecí lo más rápidamente que pude. El gorila de uniforme azul me cortó la entrada después de inspeccionarme con una mirada penetrante. Galopé por el sendero de entrada para visitar la jaula de los humanos. Mi atracción preferida es arrojarles galletas de chocolate con crema porque combaten con fiereza, como bestias que son.

14 octubre, 2009

Ducha matinal


Ayer instaló la nueva ducha teléfono. La antigua apenas tiraba el agua y se había convertido en un tormento largo y progresivo. El baño de la mañana se convirtió en una experiencia frustrante, la peor manera de comenzar un día. Por eso decidió reemplazarla. Cuidadosamente escogió el modelo y llegó agitado a la casa dispuesto a instalarla esa misma noche para disfrutar en breve los beneficios del cambio. Durmió feliz y esperanzado.
Llegó el añorado amanecer. Caminó hacia el baño, se desnudó y abrió la llave con placer. El cálido y vigoroso chorro resultante de la conjunción de centenares de surtidores ínfimos se estrelló contra su piel. Suspiró. Mucho mejor de lo esperado. Primero sintió ardor, pronto vino el malestar y al fin el dolor. Abrió los ojos para ver su piel cayendo a la tina en jirones. El hombro y el brazo estaban descarnados y se veían los huesos a los cuales todavía se mantenían adheridos algunos desgastados tendones. Soltó la ducha y el chorro maléfico disolvió su abdomen, luego la ingle y por último las piernas. Quiso gritar, pero el chorro saltó a su rostro para borrarlo. La tina, el baño, la casa empezaron lentamente a disolverse. Sólo se oía aquel espeso borboteo del chorro.

07 octubre, 2009

Estatuas en los parques


Desde el principio de los tiempos, las estatuas fueron concebidas como torrecillas de reposo para las aves y simultáneamente como repositorios de sus desechos. A estos efectos, se escogen como modelos personajes ilustres, de preferencia gloriosos, que representan odios seculares, envidia o al menos recelos. De este modo durante los plácidos fines de semana los cínicos, los apóstatas, los ácratas y los escépticos logran reponerse de sus amarguras al pasear por los parques y las plazas.

04 octubre, 2009

Carlos Olivárez, el bebedor de cocacola


Conocí a Carlos Olivárez, el Mono para los amigos, a comienzos de la década de los 80, muy probablemente en la Casa del Escritor. Miento. La verdad es que lo conocí más de una década antes, cuando leí Concentración de bicicletas, una colección de cuentos que despertó mi vivo interés en aquel momento (siendo un quinceañero) y me conectó con los Novísimos, una generación con la que la propia –la de los 80- entabló rápidamente -cuando esto fue posible (me refiero a los efectos compartimentadores de la dictadura militar)- una conexión muy fuerte
Los Novísimos donde contamos autores relevantes como Carlos Olivárez, Poli Délano, Antonio Skármeta, Ariel Dorfman, Eugenia Echeverría, Fernando Jerez, Ramiro Rivas, Luis Domínguez y Mauricio Wacquez, enfrentaron la coyuntura social de fines de los años 60, el Gobierno Popular de Salvador Allende, la interminable dictadura militar y el retorno a la democracia. Estos son más o menos los mismos sucesos que marcaron a fuego –con un desfase generacional- a la Generación de los 80. Y eso genera un hermanamiento profundo, al cual podemos añadir otros vínculos como la influencia gravitante de otras literaturas, la norteamericana y la europea, el boom latinoamericano, los aires libertarios de la revolución de las flores, la influencia y el compromiso con las ideas revolucionarias y una larga lista de elementos históricos comunes.
De este modo resultaba inevitable el encuentro con el Mono, y eso ocurrió a comienzos de los 80, como he dicho muy posiblemente en algún rincón poco iluminado de la Casa del Escritor, y en medio del oscuro escenario de la dictadura, con persecución, censura previa y rebeldía efervescente. Cuando supe quién era aquel personaje de ojos oblicuos, pómulos salientes, ancha cabeza, pelo retinto y sonrisa fácil, apariencia por la que recibió la distinción cariñosa de Príncipe de Arauco, me di maña para iniciar una conversación con él. Y fue cosa fácil, porque él estaba bien informado –como solía estarlo de todo- acerca de las andanzas iniciáticas de nuestro “team” ochentero.
Larga charla sobre literatura chilena y universal, sobre amigos comunes como Jorge Teillier y Rolando Cárdenas, sobre los tiempos heroicos del Pedagógico (reeditados en aquellos años con la resistencia universitaria) y personajes literarios claves como algunos ya nombrados, sobre chascarros y anécdotas ocurridas en la misma sede de la Sociedad de Escritores, poblada en esos años por toda clase de seres extravagantes, ingeniosos, temerarios, dementes o geniales, así como por agentes de seguridad a la caza de alguna información. Tras una hora de conversaciones, decidimos trasladarnos a un sitio más apropiado, y eso me trajo grandes expectativas. Nos sentamos en un bar, y ante mi sorpresa, él pidió cocacola. No podía creerlo. El ídolo se venía al suelo. Yo pedí algo más serio, y él no se inmutó. Después supe que para el Mono, el trago había quedado atrás para siempre, consumida ya la dosis para una vida completa. O para varias vidas. Continuó la conversación sin límite, aquella vez y muchas veces más en el futuro. Era un escritor ocurrente, simpático, divertido, agudo, sabio, una delicia de persona. Yo pedí otro trago y él otra cocacola, inaugurando un acuerdo tácito que se prolongó en el tiempo.
Unos años después, Carlos, junto con Fernando Jerez y el entonces recién retornado Poli Délano, alentaron al Instituto Cultural Chileno-Francés para realizar un Encuentro de Narrativa llamado ENCUENTO, que provocó mucho revuelo en aquella época. Fue una especie de puesta en escena, emblema de la narrativa chilena en años difíciles, y un lanzamiento propiamente tal para muchos autores de los 80. Posteriormente, la Editorial Bruguera dirigida por Hugo Galleguillos, publicó los cuentos leídos en este evento en un volumen que forma parte de la historia literaria más relevante de aquellos años.
Fue difícil de creer al comienzo: íbamos a leer nuestros cuentos ante un masivo público ávido e inteligente, desafiando la censura. Bellos afiches, programa, luego la publicación del libro en una edición muy hermosa. Y más encima nos pagaron derechos de autor, un verdadero bautismo de fuego. Recuerdo que Carlos en una reunión nos dijo que debíamos haber enmarcado aquel primer cheque en vez de cobrarlo. Pero tras contemplar ese valioso documento, incrédulos y felices, la necesidad tuvo, como suele tener, cara de hereje. Lo cobramos y lo gastamos sin piedad al día siguiente. Eran tiempos difíciles.
En la rutina del consumo infinito de cocacolas –única bebida que aceptaba el Mono, leal hasta las últimas consecuencia, un auténtico baluarte de la fidelidad de marca- participaban muchos otros escritores, entre ellos Ramón Díaz Eterovic, Fernando Jerez, Ramiro Rivas, Poli Délano (ninguno de ellos bebedores de cocacola precisamente). Las sucesivas rondas iban tornando traposas las lenguas a medida que avanzaba la noche, y para nuestra sorpresa la lengua del Mono también se iba amodorrando al mismo ritmo. Terminábamos hermanados en una borrachera colectiva de whisky, vodka, gin o lo que fuera –nosotros los bebedores- y el abstemio consumidor de cocacolas. Ignoro si era resultado del reflejo de un bebedor jubilado, una forma de solidaridad consciente, o un efecto no catalogado aún de la gaseosa estelar.
A comienzos de los 90, época en la cual Ramón Díaz Eterovic y el que escribe estas letras, asumimos la conducción de la Sociedad de Escritores, sin más respaldo político que la absoluta orfandad y la máxima ingenuidad, amén de varios buenos amigos con buena voluntad, encontramos en Carlos Olivárez un eficaz colaborador que alentó la creación de SIMPSON 7, una revista literaria que por su calidad, dimensión y originalidad dejó huella profunda, como tantas otras aventuras que el Mono emprendió.
En aquellas numerosas horas de charla con el Mono, desfilaron centenares de historias, personajes y anécdotas memorables que darían para más de un libro. Entre ellas la engreída confesión de que -durante la época en que trabajó como redactor creativo de agendas publicitarias- había inventado el ingenioso slogan VAMOS BIEN MAÑANA MEJOR, estandarte que la dictadura enarboló en aquellos años. No sé si era un invento de su mente de fabulador, muy posible explicación, o de una realidad desafiante. Por mi parte, yo le narré como a comienzos de los 80 una turba de rebeldes derribamos, destruimos e incendiamos un letrero luminoso con el referido slogan. Lo celebró con grandes carcajadas.
A Concentración de Bicicletas sucedió –tras un largo silencio narratico- Combustión Interna, un segundo volumen de relatos de tanta importancia y valor como el primero. A sus méritos propios de cuentista, más que suficientes para recordarlo con admiración, se añade su labor periodística y cultural en La Época, su trabajo como antologista y gestor cultural. Gran escritor, hombre sencillo y práctico, pleno de talentos múltiples. Muchas veces estuve en su casa, con su mujer, la querida Sonia y sus hijos Pablo y Rodrigo, respecto a cuyos progresos y andanzas siempre se preocupaba, orgulloso, de mantenerme informado. Todo esto refleja al entrañable Mono Olivárez a quienes tuvimos la suerte de conocer, respetar, querer y -desde hace diez años- extrañar.

03 octubre, 2009

La rock star del microcuento


Para Paulina Bermúdez

Viaja por todo el mundo recorriendo congresos, seminarios, conferencias. La aplauden de pie, aúllan, baten sus palmas, la esperan gritando en los aeropuertos para escuchar. Ordena, deduce, taxonomiza, establece categorías, interpreta y las masas vibran de felicidad. Sus conferencias están siempre repletas. Las revistas donde escribe se agotan y se transan a precios astronómicos en las bosas. Abandona un país para viajar a otro. Mientras vuela escribe artículos, conferencias, reseñas. Los fanáticos organizan el recibimiento. Una microhistoria que se repite una y otra vez.
 
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