25 septiembre, 2010

LAS CRIATURAS DEL CYBORG: INVITACIÓN Y EL PRIMER CAPÍTULO


Simplemente Editores, le invita cordialmente al lanzamiento de la novela LAS CRIATURAS DEL CYBORG del escritor Diego Muñoz Valenzuela.

La obra será presentada por la profesora Paulina Bermúdez y la editora Mónica Tejos, el viernes 1 de Octubre de 2010 a las 19:00 horas en Arzobispo Casanova 36, Providencia, Barrio Bellavista, muy cerca del Metro Salvador.

Te invitamos a compartir con nosotros este momento inolvidable. Habrá un vino de honor.

Aquí te ofrecemos el primer capítulo de esta novela. Cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia.


Capítulo 1 El emisario de la muerte

El hombre tiene los ojos oscuros, fríos, implacables; la mirada de un tiburón antes de emprender su embestida final. Bebe tragos lentos de una botella de cerveza nacional, sobre cuyo gollete se equilibra un trozo de limón, un preciosismo incongruente con el mísero negocio del barrio Estación Central donde se encuentra. No ha utilizado el vaso, seguramente por desconfianza hacia la precaria higiene del local, en cuyos rincones sombríos transitan libremente las cucarachas. Bebe con parsimonia, con la calma de quien ha perdido la esperanza de construir un mundo diferente y con la certeza de quien no ganará ni perderá nada relevante en lo que le reste de vida. Si bien al observarlo desde lejos parece inmerso en hondas cavilaciones, al acercarse es posible percibir una especie de velo impalpable sobre sus ojos, una suerte de epidermis traslúcida que otorga a su rostro un aspecto maléfico y, al mismo tiempo, extraviado y demencial. Como cualquier día de semana antes de almuerzo, los parroquianos son escasos y el hombre está solo en una mesa rústica, aparentemente sumido en tenebrosos pensamientos. No parece una persona muy distinta a las que podría uno encontrarse en un tugurio, a excepción de su mirada reptilina, cruel, exenta de sentimientos.
Lleva media hora sentado ahí, sin evidenciar la inquietud propia del que aguarda por alguien, hasta que entra un hombre de unos cincuenta años, vestido de impecable terno gris, camisa blanca y una hermosa corbata de seda con flores estampadas. Es de complexión atlética, rubio, con una barba rojiza muy bien recortada. Observa el bar con evidente decepción, aunque sin remilgos. Ve al hombre de la cerveza en su mesa arrinconada y después de examinar el local con una ojeada en redondo, rápida y precisa, se dirige hacia él. En cuanto lo divisa, el tipo con ojos de reptil se incorpora, impulsado por un mecanismo invisible, presa de una animación que rompe su imagen estática.
-Don William, gusto de verlo –a pesar de la reverencia con que trata al hombre de la barba, no deja de transmitir esa sensación fría y asesina-. Tiempo sin vernos, ¿verdad?
-Orlando, ¿cómo está? –el tono de la voz es amistoso y distante, como si hablara con un antiguo sirviente, heredado por una dinastía de señores feudales. Hay neutralidad en su timbre, un leve acento extranjero, una modulación demasiado correcta, semejante a la de un locutor internacional-. Es cierto que no nos vemos hace tiempo, ¿dos años quizás?
-Mucho más, don William, desde la época en que luchábamos juntos contra…
-No hable más, hombre, que las murallas escuchan y los tiempos han cambiado demasiado para mi gusto. Aunque pronto cambiarán otra vez, tengo esa confianza. Pero mientras tanto debemos ser prudentes, Orlando ¿me entiende?
-Sí, don William, a la orden. ¿Qué se sirve?
-Tal vez un trago largo, ya que está pasado el mediodía… Pero, perdóneme, este no es un lugar donde vaya a encontrar lo que quiero. Una cerveza como la suya estará bien.
Orlando gruñe un mandato que cumple enseguida una mujer madura, enjuta y pequeña que corre con ritmo de rata a buscar una botella y un vaso. Con otra carrera la lleva hasta la mesa donde los dos hombres conversan trivialidades. El rostro de la mujer está muy ajado; varios dientes faltan en su horrible sonrisa que emana el aliento pútrido de los alcohólicos terminales. Como nada más se ofrece por el momento a los señores, desaparece con su agilidad de laucha por donde había venido, sin dejar rastro.
-Dígame don William, ¿a qué debo el honor después de tanto tiempo? –las inflexiones de voz de Orlando sugieren una dosis de ironía o resentimiento que no deben pasar inadvertidas para su acompañante.
-Indudablemente lo necesito. Diré mejor, lo necesitamos Orlando, como en los viejos tiempos.
-Los viejos tiempos... ¡Cómo los extraño! Ahora es como si uno fuera un pelafustán cualquiera. Bueno, esa es la suerte de nosotros, los peones que no tienen donde caerse muertos. Es mi caso, don William –lo mira con sus ojos impregnados de muerte; el otro hombre sostiene su mirada con altivez, quizás con un dejo de temor muy bien disimulado-, pero usted está bien, como si el tiempo no pasara.
-El deporte, Orlando, la vida sana. Me mantengo en forma y nadie percibe que pasé la cincuentena hace un buen rato. Bueno, pero vamos a nuestro asunto. Usted se preguntará para que lo citamos aquí…
-¿Habla en plural por simple costumbre, o tiene algo entre manos con otros socios?
-Más que costumbre. La patria nos necesita de nuevo.
-No utilice conmigo esa cháchara. La patria es una mierda que no agradece lo que sacrificamos por ella. Todo lo contrario; nos castiga, nos persigue, niega lo que nos debe. En especial a quienes hicimos el trabajo sucio. ¿Ha leído el diario últimamente?
-¿Quiere decir que fueron otros quienes se enriquecieron y lucraron del gobierno? No es mi culpa la diferencia de rango, ni que usted haya dilapidado sus ganancias... que no fueron pocas según recuerdo.
-Migajas, don William, migajas, si las comparamos con la parte del león. Pero supongo que no estamos aquí para conversar sobre mis fracasos y compararlos con sus éxitos.
-Cierto. Pero modere su lengua, usted sabe que podría ser cortada –anuncia William y a manera de respuesta el hombre de la mirada de tiburón arroja un destello de furia.
-¿Qué? ¿Me amenaza? –lleva la mano derecha a un bolsillo interior de su casaca clara manchada con recuerdos de sopas y bebidas.
-No será tan ingenuo para creer que ando solo. Ni solo, ni desarmado, así que déjese de leseras y escuche lo que he venido a proponerle –el tono de voz de William denota firmeza, autoridad. Orlando se entrega y una sonrisa feroz surge en su rostro.
-Son bravatas no más, don William, sería incapaz de...
-Más bien no sería tan imbécil para hacerlo, porque aprecia su vida, a pesar de las quejas.
-No esté tan seguro, quizás tenga poco que perder…
-Tiene mucho que ganar. Orlando, ¿podemos hablar aquí?
-Sí, la dueña es mitad sorda y mitad idiota. No entiende una frase con más de tres palabras, así que tranquilo…
-Ya verá por qué tantas precauciones. ¿Sabe que hemos perdido mucha gente?
-¿Quiénes “hemos”? Me carga lenguaje misterioso. Si no me dice quiénes somos “nosotros”, no podré entender.
-Nosotros, los mismos de entonces –repone con impaciencia el hombre de la barba rojiza-, no necesito entrar en explicaciones. A buen entendedor, pocas palabras. ¿Supo el final de Bernardo Moore? ¿O la muerte de Hernán López y Alfredo Lara? ¿Y antes de eso, Roberto Torres y Manuel Garcés? Supongo que recuerda esos nombres.
-Claro, trabajé con ellos. ¿Dice usted que existe conexión entre esas muertes? Yo entiendo que el Perro Chico, quiero decir Garcés, liquidó por negocios al Perro Grande. Que se volvió loco, dicen otros. Yo creo que fue por chuecura en asuntos de plata. No eran trigos muy limpios, bueno, es una manera de decir…
-Esa es una explicación, pero también podría no serlo. En cuanto a López y Lara, se supone que murieron producto de una vendetta; su casa fue asaltada por hombres entrenados, pero jamás averiguamos quiénes lo hicieron. Un atacante murió, una mujer según el médico legista. El cuerpo estaba calcinado y no pudieron identificarlo.
-Igual que López y Lara… y sus guardias ¿no? Pudo ser un montaje. Los muertos no hablan… y calcinados menos. Tal vez ese parcito está de la mano en el Caribe, riéndose de nosotros.
-Es verdad, Orlando, pero ya contamos dos casos muy extraños.
-¿Y Moore, qué? Era un mariconcito de barrio alto incapaz de aplastar una mosca. Le dio un ataque al corazón por la baja de la Bolsa de Nueva York, murió cagado de susto.
-No tengo respuestas, Orlando, sólo preguntas. Sería bueno responderlas. López y Lara no murieron de viejos. Ese puede ser nuestro destino, si no hacemos algo. Tal vez el fin de Moore no fue casual, consideremos que falleció justo cuando atraparon la red de narcos con la que se vinculaba.
-¿Usted piensa que los comunistas han formado un escuadrón de la muerte que nos sigue la huella para ajustar cuentas? No, no, no. Están demasiado jodidos para hacer algo así. No lo creo, son huevadas, don William, no haga caso de lo que las viejas histéricas propalan en los cócteles de sociedad.
-Tengo una pista, por eso lo llamamos. Habrá una buena paga para usted si hace lo que voy a pedirle. Varios millones para empezar, aquí mismo, en este sobre –arroja un sobre café claro sobre la mesa, donde las manos de Orlando lo atrapan en un movimiento rápido y brusco que pone en descubierto sus carencias.
Orlando abre el sobre plegando las delgadas hojas de metal que atraviesan un pequeño orificio para mantenerlo cerrado. Observa el interior: billetes azules ordenados en fajos sujetos por elásticos. Sus pupilas se dilatan como si llevara largo tiempo sin ver tanto dinero junto y los tiempos malos estuvieran llegando a su fin. William le extiende otro sobre.
-Aquí va información confidencial, solamente para su consumo Orlando, no lo olvide. No debe mencionar una sola palabra acerca de nuestra charla. Ni permitir que se filtren los nombres de la lista.
-¿Nombres? ¿Lista? ¿De qué me habla?
-Una lista computacional. Personas destacadas que retornaron al país poco antes de que nuestros asuntos comenzaran a andar mal. Y otros personajes sospechosos a quienes nunca pudimos vincular a la subversión. Es lo que tenemos: una hipótesis y una lista. Pocas hebras, un punto de partida. Por eso pensamos en usted, sabemos que puede lograrlo.
-Reventar docenas de testículos… ¿Eso quiere? Que haga el trabajo sucio para… mejor no sigo. El precio lo fijaré yo esta vez, quiero reposar sobre una alfombra peluda en un buen departamento en Las Condes, don William, así que tomaré esto como un adelanto.
-Es un adelanto. Y no queremos que reviente a nadie… todavía. Lo que pretendemos –se detiene un momento-, lo que quiero, es que investigue a esas personas, y a aquellos que llamen su atención, sígalos como sabueso.
-Necesitaré ayuda, equipos, más dinero.
-Dígame cuánto, le reembolsaré lo que gaste… contra boletas, por supuesto. Y recuerde que lo estaremos vigilando –William se acerca mucho al hombre, como si quisiera enseñarle una imagen mortal impresa en su rostro teutón-, nunca lo olvide. Hay instrucciones en el sobre, sígalas, pero sea creativo.
-Sabe que el asunto está en buenas manos ¿Cómo podré ubicarlo?
-Por correo electrónico. La dirección la encontrará en una tarjeta en el sobre, junto con un manual de códigos que deberá memorizar antes de quemarlo; tiene un par de días para eso. Tome este teléfono celular. Yo lo estaré llamando. Si me necesita con urgencia, llame al teléfono almacenado en la memoria 11. Está encriptado, no intente leerlo, pero úselo sólo en caso de emergencia, ¿me comprende?
El hombre de los ojos llenos de muerte parece sonreír, como si ocultara unas cartas invencibles en la manga. Eso habría exasperado a cualquiera.
-¿Me comprende? ¿O no entiende nada de lo que le digo?
-Lo entiendo mejor de lo que parece, don William. Haré lo que me pida, pero tendrá que pagarme bien. Ya no hago sacrificios por la patria.
Orlando vuelve a abrir el sobre y extrae los billetes para contarlos con evidente ansiedad. Hay cinco millones. Abre el otro sobre. Saca un listado de computador con una cincuentena de nombres y direcciones. También hay una hoja para cada persona: fotografía, dirección, profesión, trabajos recientes, familia, bienes, impuestos. Golpea las palmas de las manos, como en los viejos tiempos, y la vieja laucha acude solícita, a toda la velocidad que le permiten sus escuálidas piernas.

19 septiembre, 2010

Otro día


Miró con pesar la orden de compra en la pantalla de su notebook. Era un tremendo negocio y su comisión sería sustanciosa. Posiblemente equivaldría a un año de sueldo: una pequeña fortuna caída del cielo. La invertiría en pagar por adelantado la hipoteca de su casa. Eso la alegró, le deba una sensación de seguridad.
Sin embargo, el malestar regresó a tomar control de su ánimo. La extensa lista señalaba tipos y modelos de armas en abultadas cantidades. Armas que destruirían vidas humanas y sumergirían a centenares de familias en un sufrimiento atroz. Ella enviaría el pedido a la fábrica y el despacho iniciaría viaje a su destino en pocos días. También la jugosa factura.
Verificó las existencias y comprobó con satisfacción que todo estaba disponible. El sistema comprobó que la suma estuviera dentro de los límites de crédito del comprador y aprobó la compra. Sólo faltaba el último golpe sobre la tecla de ingreso para desatar el infierno.
Imaginó a sus hijos bañados en sangre, mutilados, acribillados. No debió ver aquellas fotografías de la guerra en Bosnia. Oyó el tableteo de las ametralladoras y las explosiones de las bombas. Cerró los ojos. Sintió que se le llenaban de lágrimas. No pudo hacerlo. Apagó el computador y regresó corriendo a su casa. Quería cerciorarse de que las cosas marcharan bien. Mañana sería otro día.

11 septiembre, 2010

Once de Septiembre: treinta y siete años después


Ayer –en una lectura pública organizada por Letras de Chile- un amigo poeta trataba de recordar qué estaba haciendo la tarde del 10 de septiembre de 1973 y se lamentaba de no poder hacerlo. No logré comprender por qué esa carencia de memoria le preocupaba tanto, pero tampoco le pregunté el porqué. Supongo que quería reconstruir las últimas horas de la democracia en Chile, antes de que cayeran sobre nosotros diecisiete años de dictadura con su agobiante gravamen de terror, opresión, persecución y muerte.
No recuerdo qué hice la tarde anterior al fatídico Once, pero puedo suponerlo. Nada muy distinto a aquellos días grises, pesados, cargados de fatalidad. Recuerdo una atmósfera opresiva, contaminada de intolerancia, odio y soterrada violencia.
Yo –aunque apenas frisaba los diecisiete años - intuía más o menos lo que iba a acontecer. Había pasado sucesivas épocas de entusiasmo, idolatría, euforia, seguidas de dudas, decepción y al final cierta falsa neutralidad, o más bien distanciamiento de la realidad. En aquellos días postreros de la Unidad Popular me convertí en observador, renunciando a la calidad de protagonista. Imaginaba lo que iba a pasar. Y al fin pasó.
Mi sensación de aquellos últimos días de democracia es que ya no quedaba nada que hacer, sino esperar un oscuro desenlace, que finalmente resultó ser peor que cualquier pesadilla. Se manifestaba una suerte de dinámica imposible de detener, como si los dados ya hubiesen estado echados, los roles y los hechos escritos en un guión, y los focos encendidos para exhibir el último acto de una tragedia griega.
También ayer, otro amigo –ingeniero y narrador- me refería como escribía una novela donde abordaba la posibilidad de un mundo paralelo, donde el golpe no ocurría y la historia discurría de otra manera. Eso me hizo recordar las palabras de mi padre, que el 5 de septiembre de 1970 –cuando recién estaba fresco el triunfo en las urnas de Salvador Allende y un delirante optimismo reinaba entre los partidarios de la Unidad Popular- me dio una lección de lucidez política impresionante. Aunque probablemente tan impracticable como perspicaz.
Visiblemente preocupado –una actitud que contrastaba con la loca felicidad imperante- cuando le pregunté la razón de su inquietud, me refirió lo que trato de reproducir: “Diego, está por cometerse un error histórico tremendo” –me miró con sus grandes ojos severos, coronados por cejas hirsutas y prosiguió- “Si comparas el programa de Allende con el de Tomic (el candidato democratacristiano) hay muy pocas diferencias, mínimas en verdad. Habría que deponerlas e invitar a la Democracia Cristiana a integrarse al gobierno. Pero no creo que vayan a hacer esto. Y van a arrepentirse”.
Vaya si tenía razón, pienso ahora. La historia pudo escribirse de otra forma. Pero no fue así. Quizás porque no convenía a quienes manejan los hilos de la historia, aquellos que –dentro del país o fuera de él- ostentan el verdadero poder (no los cómitres, los ejecutores, los voceros). De aquellos no podemos responder quienes estamos fuera de su órbita, o en sus antípodas. Nada que hacer.
También había otros que predicaban la cantinela de avanzar sin transar, o todo el poder a…. Habría que ver dónde están ahora esos personajes. Algunos en directorios de empresas, a la cabeza de partidos moderados, o convertidos en reaccionarios tan vociferantes como acomodados. Con aquellos pecamos de ingenuidad. Exceso de confianza, candor, inocencia.
Si la historia se hubiera escrito de otra manera, por ejemplo con el triunfo del socialismo, esos mismos personajes habrían sido ministros, diputados, embajadores o jefes del servicio secreto. Ante la menor vacilación demostrada por intelectuales pequeñoburgueses, habrían desatado una persecución inclemente. Tal vez incluso una dictadura estaliniana, con campos de concentración, cárceles secretas, tortura y crímenes por encargo. El otro lado de la moneda.
O el mismo, con otro signo.
La relación con el poder siempre es equívoca, allí aguardan muchas tentaciones, muchos peligros. Los poderes ocultos –sobre todo el del dinero- se confabulan con la ambición, el tráfico de influencias y la corrupción, incluso con el crimen.
¿Qué se puede concluir?, me pregunto.
Que mi padre tenía la razón, pero que no basta tener la razón para cambiar la historia.
Que hay que desconfiar de los fundamentalismos, de los principistas a ultranza, de las palabras apasionadas.
Que hay que desconfiar de quienes nos representan en las diversas instancias de gobierno, no firmarles cheques en blanco, y exigirles día a día que hagan lo suyo con efectividad y con transparencia.
Que sobre todo debemos confiar en lo que nosotros mismos seamos capaces de pensar y hacer, lo más juntos que podamos.
Eso me respondo este Once de Septiembre, treinta y siete años después del sacrificio de Salvador Allende, a quien sigo rindiendo silencioso homenaje, año tras año, convencido de que nunca lo entendimos. Y que la historia pudo seguir otro camino.

06 septiembre, 2010

Premio Nacional de Literatura: la polémica recurrente


La polémica recurre cada dos años. Después viene el olvido hasta la ocasión siguiente. La campaña le da inicio: unos meses de candidaturas, menciones en los medios de comunicación, entrevistas. Ataques, descalificaciones, mensajes, lobby, presiones de toda clase. Se otorga el Premio y vienen las reacciones, muchas de ellas destempladas, a favor o en contra.

Para despejar la duda y sacar el asunto del foco de atención, me parece excelente que el premio lo reciba una mujer (vaya injusticia la que se aprecia en la lista de galardonados), y que sea Isabel Allende, una escritora de oficio cuyo trabajo ha tenido eco universal, qué duda cabe. El premio más importante ya se lo han dado varios millones de lectores. Hay mucho que aprender de Isabel Allende, de su profesionalismo en la escritura, merece respeto, y francamente me resultan abominables ciertas críticas que parecen emerger de la envidia y la mezquindad. Felicito a Isabel Allende por haber recibido nuestro mayor galardón literario, aunque deba reconocerse –desafortunadamente, por cierto- que también cayó en destemplanzas producto del perverso mecanismo que favorece las “campañas” de prensa, el lobby y las presiones.

Dicho esto, también hay que decir que había otros posibles premiadas y premiados, todos ellos respetabilísimos. Hay una extensa lista de no galardonados tan abundante al menos como la lista de quienes ya recibieron el codiciado Premio Nacional de Literatura.

El asunto es que en nuestro pequeño Chile hay pocos estímulos para los escritores. Es por eso que la mayoría de nuestros literatos más conocidos y exitosos viven fuera del país, o han tenido que hacerlo por largos periodos. Acá reinan la escasez, la pobreza y la mezquindad.

Peor aún, el Premio Nacional se concede cada dos años. Se ha dicho hasta el cansancio que debe volver a ser anual. Es más, propongo que se dé en forma anual y por género. Igual criterio debería emplearse para reconocer y estimular el desarrollo de otras disciplinas artísticas y científicas. De ese modo habrá más posibilidad de reconocer los méritos de entre los muchos que son merecedores del galardón por su trayectoria y su obra.

Hay muchos escritores y escritoras que lo merecen. Basta de tacañerías y mezquindades. Si de escasez de dinero se trata, el Estado gasta plata mensualmente en apenas nueve sobrevivientes premiados: Nicanor Parra (1969); Gonzalo Rojas (1992); Jorge Edwards (1994); Miguel Arteche (1996); Raúl Zurita (2000); Armando Uribe (2004); José Miguel Varas (2006); Efraín Barquero (2008); e Isabel Allende (2010).

Grandes escritores olvidados por el Premio Nacional, son muchos, entre ellos –para nombrar sólo algunos notables- María Luisa Bombal, Jorge Teillier, Enrique Lihn, Vicente Huidobro, Nicomedes Guzmán; Luis Durand, Alberto Romero, Juan Emar, Daniel Belmar, Rosamel del Valle, Oscar Castro, Fernando Alegría. La lista puede seguir engrosándose con omisiones graves.

Y expresados estas propuestas y estos votos, paso al asunto que me parece más trascendente. Aquellas prácticas que me resultan francamente abominables y las ordeno en una lista donde no hay prioridad. Todas ellas detestables, es imposible jerarquizarlas:

• ¿De dónde surge la legitimidad que faculta a los senadores y los diputados a opinar tan fundadamente sobre las virtudes literarias? Y más encima permitirse consensuar mociones congresales. Me gustaría conocer de primera mano la cantidad de libros de literatura que leen en un año y examinar su grado de conocimiento sobre la producción escritural vigente.

• Lo mismo puede decirse de la mayoría de los integrantes del jurado. El mero ejercicio de un cargo ministerial, la investidura de rector universitario, o la condición de ex Presidente o Presidenta de la República, no habilitan a una persona para discernir un premio que –creemos algunos- debiera ser cuestión de especialistas.

• El mero hecho de que se preciso hacer una presentación escrita de una candidatura formal me parece (perdónenme colegas) lesivo para el ámbito de la dignidad de los escritores. Un buen jurado no necesita candidaturas; sólo requiere conocimiento del campo literario, capacidad argumentativa y de diálogo.

• Al punto anterior agrego que me repugna toda clase de prácticas que impliquen el uso de influencias de cualquier naturaleza ajena al campo de la obra literaria. Hablo del famoso “lobby”, sea que éste se practique desenfadada o sibilinamente; en la forma de halagos a las autoridades, de presiones a través de los medios, del aprovechamiento de banderías de cualquier especie. Las insólitas e intensas campañas desarrolladas por algunos candidatos, algunas con descaro, otras solapadas, sólo pueden surtir efecto en jurados sin ninguna autoridad para resolver con justicia un asunto tan importante en el terreno literario.

Ahora –en breve- vendrán el silencio y el olvido. Y se repetirá la misma senda, los mismos episodios, las mismas distorsiones. Es lo más probable. Lo quisiera de otro modo. Pero si bien hay muchos responsables de esta situación entre los gobernantes y los congresistas, es también cierto que hay una gran responsabilidad nuestra, de los propios escritores.

Desunidos, debilitados en lo organizativo, abandonados al imperio del egocentrismo y los intereses personales, los escritores nos dejamos arrastrar –con honrosas excepciones- por la marea de un modelo que privilegia el individualismo por sobre la solidaridad.

03 septiembre, 2010

LAS CRIATURAS DEL CYBORG


Acaba de aparecer –publicado por Simplemente Editores- mi libro Las criaturas del cyborg, que es la continuación de Flores para un cyborg, una novela que lleva dos ediciones en Chile (pronto saldrá la tercera) y una en España, ganadora del Premio Mejores Obras Literarias el año 1996. Ya está en las librerías chilenas.


LAS CRIATURAS DEL CYBORG

Las criaturas del cyborg es la continuación de la celebrada novela Flores para un Cyborg, que obtuvo en 1996 el Premio del Consejo Nacional del Libro y que tuvo el mérito de ubicar nuevamente –tras un largo silencio- la ciencia ficción en el centro de la escena literaria chilena. En Las criaturas del cyborg se vuelven a combinar la ciencia ficción y el género negro en una trama delirante, donde Tom, un androide, ha traspuesto el límite que separa a máquinas y humanos, haciendo realidad el sueño de la inteligencia artificial.

Rubén Arancibia es el experto en robótica que ha construido a Tom, el cyborg. Creador y criatura, junto a una galería de personajes memorables, se involucran en una peligrosa aventura cuando un misterioso personaje regresa al país para cobrar venganza. Génesis, una organización internacional secreta que mantiene alianzas con antiguos torturadores y agentes de seguridad, espera el momento apropiado para regresar al poder. En el país aún sobreviven las heridas de una larga represión y la justicia aún está lejos de imperar a causa de fuerzas ocultas que promueven el crimen y la corrupción.

Las criaturas del cyborg, más allá del sello especial que le otorgan la ciencia ficción y la novela negra, que asegura tensión y placer a sus lectores, se entronca hondamente con aquella literatura que pone su centro en los asuntos humanos .La dimensión social es un protagonista esencial de esta novela, al igual que su prosa ágil y el sentido del humor que invitan a una lectura grata y vertiginosa.

ALGUNAS REFERENCIAS CRÍTICAS DE LA NOVELA ANTERIOR: “FLORES PARA UN CYBORG”

“Para la lectura del libro de Muñoz Valenzuela, además del ya mencionado sentido del humor que lo recorre, adquiere importancia la soltura de la prosa, la facilidad con que se avanza: no es difícil liquidar las más de 260 páginas de tirón”.
Pepe Cervera, España, 2009

“El chileno Muñoz Valenzuela combina el género ne¬gro, la ciencia ficción y la novela social en una vertiginosa novela centrada en la corrupción política y en los experimentos en torno a la inteligencia artificial”.
Revista Mercurio, febrero 2009, España

“¿Una novela de ciencia ficción ambientada en Chile? Sí pero, también y a su manera, Flores para un cyborg es una historia delirante y un thriller social que no logra acomodarse en ningún género salvo en aquel al que todos los escritores aspiran: mantener atrapado al lector desde la primera página”.
Hari Seldon, España, 2009

“Diego Muñoz, al crear esta simbiosis genérica en su relato, con elementos tan dispares como la ciencia-ficción y el realismo sociopolítico, logra una originalidad narrativa pionera en nuestro medio, superponiéndose a las restricciones que se exige al asumir lo fantástico y que supone la agresión con el mundo de lo real cotidiano.
RAMIRO RIVAS, diario El Siglo, 5 al 11 de junio de 1998

“La más reciente novela de Muñoz Valenzuela […] nos entrega un grado notable de madurez. Flores para un cyborg es un relato sorprendente, sospechoso, científico, político, tierno, divertido. Y contiene una honda reflexión sobre la condición del hombre en estos tiempos un tanto huracanados que vivimos, acercándonos al fin del milenio.
POLI DELANO Revista Milenio, México, 1998

“Texto curioso, distinto a cuanto acostumbran abordar los narradores nacionales, muestra a un autor sagaz, que arma bien sus argumentos, presenta a los personajes de manera adecuada y sustenta sólidamente en un trabajo idiomático serio. Diego Muñoz conoce las palabras, las elige, las pule y entrega al final una prosa limpia, grata de leer, efectiva en la proyección hacia el interés del lector.
ANTONIO ROJAS GOMEZ, diario El Mercurio de Valparaíso, 29 de Marzo de 1998

“La visión crítica, el humor y el delirio ficcional, con una trama que se escapa de lo convencional, hacen que la novela se lea con agrado y preocupación, que va más allá del destino de la robótica y abarca el futuro de la humanidad, a menudo carente de convicciones para seguir adelante”.
LUIS MOULIAN, revista ERCILLA, 12 de Enero de 1998

“Por sus cualidades narrativas, el relato se lee con extrema facilidad y cuesta dejarlo. Esto, obviamente, es un mérito esencial. Por una lado, entretenernos (el “placer de la lectura”) y por otro, ir descubriendo las claves de la historia, muy cercanas a la triste realidad de hace algunos años. Pero, más allá de los logros estilísticos, de la fluidez del lenguaje, de algunas situaciones inolvidables, de un diálogo ameno, sobresale – por su propia humanidad – el vínculo afectivo entre Rubén y Tom, este científico medio chalado y arrogante (como él mismo se define) y el cyborg que “da su vida” para proteger a su creador”.
EDUARDO GUERRERO, diario LA HORA, 23 de Diciembre de 1997

“En "Flores para un cyborg", Diego Muñoz Valenzuela (1956), narra la historia de un exiliado que regresa a Chile, y lo hace acompañado de un ente cibernético -ciborg- que lo ayudará a ejecutar su venganza en contra de los que en el pasado fueron sus enemigos políticos. La novela se mueve en los terrenos de la ciencia ficción y el relato policial, unión de dos géneros que se ha hecho frecuente en otros países, pero que en Chile resulta novedoso, y que por lo tanto le confiere un atractivo especial a esta novela”
RAMON DIAZ ETEROVIC, artículo “LA NARRATIVA POLICIAL CHILENA DE LOS AÑOS 80 EN ADELANTE

“Flores para un cyborg es un relato de modernidad encubierto en ropajes que camuflan sus viejos discursos de protesta y disconformidad; aunque ya no desde un proyecto colectivo, sino muy por el contrario totalmente privado. Y aun cuando preferíamos al Muñoz Valenzuela más duro, intransigente y sentimental de los 90, no se puede desconocer que la experimentación le ha permitido construir una novela diferente, por sobre todo entretenida y, fundamentalmente, coherente en términos de creencias”.
PATRICIA ESPINOSA, La Época, suplemento Literatura y Libros, domingo 8 de febrero de 1997.

La creación de un cyborg, más que la obra del doctor Frankestein, un androide superior al robot común, con destellos humanos perfectos, que sabe odiar, amar, ser que es romántico, comediante, filósofo, hasta mentiroso como suelen serlo los hombres, pese a no ser de carne y huesos, sino de complexión cibernética, lleno de tubos, alambres, termina por cautivar y entregar simpatía al lector que busca y aquí encuentra originalidad plena en esta obra literaria meritoria de Diego Muñoz Valenzuela.
ENRIQUE NEIMAN, diario VI Región, sábado 20 de diciembre de 1997

“Tal vez eso de la ternura influye en la naturaleza, por muy electrónica que sea, de este Tom capaz de desarrollar una personalidad propia. Sí, Tom resulta ser lo que llamaríamos un tipo liberado, que se independiza de su creador, como un Adán de fierro, chips y tornillos. Independencia y no rebeldía, porque Tom se aviene con su creador y lo sigue, aunque con iniciativa propia, lo que siempre es un peligro, sobre todo para el amo”.
HERNAN POBLETE VARAS, diario EL MERCURIO, suplemento LITERATURA Y LIBROS, sábado 29 de noviembre de 1997

“(Flores para un cyborg) da cuenta de una mezcla abigarrada de elementos sobre los cuales se construye una visión de mundo caótica y no tan lejana; con rasgos que resultan familiares, tal como en la fábula futurista de (Ridley) Scott.
MAURICIO ILLANES, diario EL MERCURIO, cuerpo A, domingo 14 de diciembre de 1998

“Muñoz Valenzuela ha publicado una curiosa obra de género bastante indefinido. Tiene de ciencia-ficción, por una parte, en la propuesta de creación de un cyborg, expresión que designa a un androide dotado de inteligencia; en otras palabras, lo que los fanáticos de Blade Runner llamarían un replicante. Y por otro lado aborda la novela política, en una trama marcada por el castigo a los culpables de violaciones de los derechos humanos en un país innominado…”.
RODRIGO PINTO, revista Caras, año 10, No. 257, 6 de febrero de 1998

02 septiembre, 2010

Adiós a Guillermo Blanco


Excelente escritor, intelectual consistente y persona extraordinaria. Tres cualidades difíciles de encontrar en un mismo hombre. Y por cierto que podrían agregarse muchas otras. Estoy seguro de que si Guillermo Blanco leyera estas palabras, movería la cabeza y me reprendería con alguna de sus hábiles estocadas humorísticas. La sencillez y la modestia le hacían ser de aquella manera francamente entrañable.
Mi primer conocimiento de Guillermo Blanco fue a través de la lectura, como ha ocurrido con la mayoría de los escritores con quienes he construido alguna amistad, que la verdad no son demasiados. Lo primero que llegó a mis manos fueron sus cuentos. Un ejemplar de Adiós a Ruibarbo, que me sedujo por la exquisitez de la prosa. El cuento que da título al volumen tiene por personajes a un niño –un testigo impoluto y frágil de la injusticia del mundo humano-, a un viejo caballo, y por escenario al campo de nuestra zona central. Ese campo de callejuelas polvorientas, casas de adobe, carretas con bueyes cargadas hasta el tope, y las gentes sencillas que lo conforman. Aquel campo que conforma nuestros orígenes, nuestra historia y nuestra razón de ser; así lo creen muchos, entre ellos el cineasta Raúl Ruiz. Ahí está la esencia de la chilenidad. Lo que somos y lo que cada día –desafortunadamente- vamos dejando de ser.
Tal es el objeto de la escritura de Guillermo Blanco. Y siempre constituirá el sentido profundo de la gran literatura: la aventura de reflejar la complejidad del alma humana, sus enormes y sorprendentes contradicciones, la convivencia entre la pureza y la maldad, la imperiosa necesidad de sobrevivir que coexiste con la solidaridad, la generosidad y la avaricia, las pasiones enloquecedoras y los delirios de toda especie.
A mi modo de ver, literatura y humanidad son dos caras de la misma moneda. La literatura no es un constructo frío, inteligente, racional; como tampoco puede reducirse a un perfecto entramado técnico de palabras destinado a producir un significado y un efecto estético. La literatura es mucho más que lo mencionado. Hay un misterio subyacente, incomprensible, y esto es palpable sobre todo en el cuento: un género difícil, arisco, que se resiste a las manipulaciones de cualquier orden.
Vuelvo a Adiós a Ruibarbo. Debo haber tenido trece o catorce años cuando lo leí. Ya lo he dicho: disfruté la prosa, sus descripciones precisas, impregnadas de poesía, que me trasportaron al sitio de mi propia infancia: el campo chileno de la zona central, una realidad profusamente reflejada en la producción literaria de una galería de autores notable: Mariano Latorre, Luis Durand, Rafael Maluenda, Federico Gana, Marta Brunet.
Imposible soslayar la conexión con otro cuento magnífico, leído en su oportunidad apenas unas semanas antes: Lucero del gran Oscar Castro, otro escritor que se abocó al retrato de nuestra auténtica chilenidad. En ambos cuentos ocupa un lugar protagónico el caballo, el leal compañero de los hombres del campo chileno. En Lucero aparece un arriero, y en Adiós a Ruibarbo un niño; ambos personajes hermanados por el amor a bestias con las que comparten su vida. Ambos enfrentados a la tragedia que aguarda emboscada en el sendero de la vida; el momento en que enfrentan sentimientos y creencias con la cruda realidad. Allí surge lo mejor y lo peor del ser humano, enseñanza de los grandes maestros rusos, cuyo rumbo Guillermo Blanco supo seguir con talento e innovación.
No contaré más acerca de la historia de Adiós a Ruibarbo. Es un cuento tan conmovedor y brillante como breve: merece ser leído por todos. Si no tienen el libro, Internet hará el milagro. Y sigan con otros cuentos maestros de Guillermo Blanco, Misa de Réquiem, o La espera. Luego, cuando se hayan convencido de la fina maestría del autor, lean todos sus cuentos y sigan con sus novelas. Aprenderán más de la naturaleza humana y más acerca de nuestra idiosincrasia –eso que llamamos chilenidad- que en mil manuales o cien cursos.
Durante la dictadura militar, Guillermo Blanco ejerció con notable coraje su oficio de periodista. No vaciló en defender con los hechos la libertad de prensa que ejerció siempre en sus crónicas, en las épocas más difíciles, cuando el peligro era una sombra que se cernía amenazante sobre quienes osaban defender las libertades públicas.
Aun mayor mérito reviste su decidida acción opositora a la dictadura, considerando su tendencia a mantenerse alejado de los escenarios y las actividades masivas. Bajo perfil, se diría ahora. Yo prefiero decir sencillez, modestia auténtica, sabiduría, generosidad.
Recuerdo que a mediados de los 80 –difíciles años de censura y oscurantismo- leí con emoción una reseña de mi primer libro de cuentos. Tras unas líneas alentadoras y generosas, hallé la firma de Guillermo Blanco. Lo conocí unos años después, en diversos encuentros a propósito de la narrativa, y siempre fueron ocasiones agradables y fructíferas. Era un maestro nato, enseñaba sin querer, encantando a quienes estaban con él.
En los últimos años tuve el gusto de encontrarlo en la casa de su hija Pilar y Claudio, ambos queridísimos amigos. Allí nos poníamos al día sobre los asuntos que nos interesan a los escritores y a muy pocos más. Y las bromas iban y venían. Recordábamos a mi padre, también escritor, con quien mantuvo una amistad que traspuso las dos décadas de adelanto que le llevaba. Los hermanaba el crisol de la literatura que pone el acento en los temas humanos más profundos y emocionantes.
A sus virtudes se agregaba el fino humor con que acompañaba la destreza y la elegancia del lenguaje. Un apasionado de la forma y el fondo, completamente ajeno a las exasperaciones, a los desbordes del temperamento y a los excesos lingüísticos. No necesitaba levantar la voz para hacerse escuchar.
Se cuenta que en su casa había un mapa de América del Sur rotulado como “Talca y sus alrededores”, fina muestra de su sentido del humor y de su amor por la tierra que lo vio nacer.
Miro a través de la empañada ventana de mi biblioteca. Imagino al niño de Adiós a Ruibarbo y elucubro posibles destinos del caballo. Y me siento un poco más solo que antes.

Septiembre de 2010

Diego Muñoz Valenzuela
 
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