31 marzo, 2012

Los peligros de la cotidianidad


Encontré mi auto destrozado. Alguien piadoso dijo que un mamut enloquecido lo había despatarrado. Nadie más se pronunció.

Cuando entré a la oficina del liquidador de seguros di un salto. El funcionario, correctamente vestido de cuello y corbata, tenía la cabeza de un jabalí: peluda, enorme, de larga trompa coronada por dos colmillos formidables. Me miraba con sus ojillos rojos detrás de unos lentes ridículos. Gruñó algo a manera de saludo y me extendió su pezuña con gesto displicente. Siguió emitiendo unos ruidos sordos y grotescos. Por último me informó que la compañía no pensaba cubrir los gastos del accidente y elucubró varios argumentos inaceptables. Lo contradije y aulló de furor enseñándome sus colmillos, profiriendo horribles amenazas.

Me fui de allí a la oficina estatal de reclamos. El perezoso a cargo despertó de su profundo sueño y sin contener un bostezo, me preguntó que deseaba. Mientras yo le narraba mis experiencias con el puerco de la empresa aseguradora, se subió al perchero y volvió a dormirse.

Partí a la policía. A la entrada me detuvo un robusto gorila que me preguntó con cara de pocos amigos adónde iba.

Emprendí rumbo al psiquiatra. La cebra con delantal que me franqueó la puerta relinchó que el doctor me atendería enseguida. No alcancé a sentarme, cuando me hizo pasar al despacho. Allí, tras un escritorio antiguo, me acechaba un inquieto mono araña que apenas se contenía para dar saltos. Le narré mis experiencias del día. De repente saltó sobre mi pecho, aferrándome con sus peludas manos, y me dijo: “Usted tiene problemas ideológicos, ¿me comprende?”.

Pagué y me fui a la casa. Aquí estoy. No me atrevo a salir de nuevo.

27 marzo, 2012

El mimo asesino


Se presenta en mi departamento al mejor estilo de Marcel Marceau, rostro empastado de blanco arcilloso, cejas muy altas, labios escarlata, párpados oscurecidos y esas rayas debajo y al lado de los ojos. Vestido con una suerte de malla elástica azabache, porta una negra Beretta con silenciador.
Hace una reverencia sin dejar de apuntarme con la Beretta. Me parece un exceso ridículo y se lo digo. Me mira con una mueca compasiva que reconozco como falsa. Derrama unas lágrimas que van arrastrando grumos de maquillaje. Entonces dispara y se escucha como si alguien abriera una botella de champaña. Cierro los ojos.
Cuando los abro me veo tirado en el piso, con un orificio en plena frente, muerto. Me río a gritos y escondo la Beretta dentro de mi malla. Repentinamente sé de quién debo vengarme, y salgo de allí, bailo por las calles, imito a los transeúntes, cosecho risas, aplausos y monedas. Y te busco sin descanso.

16 marzo, 2012

El torturador de muñecas

Con tremendo envión, le removió un brazo; lo contempló, satisfecho. Ella no se defendió, ni siquiera gimió. Lanzó una especie de risita gutural. Después, sin demostrar vacilación, con el pulgar le hundió uno de los redondos ojos azules repletos de aquella candidez que lo irritaba. Ella mantuvo su ahora único ojo clavado con esperanzas en el infinito y musitó algo así como gu-gu. A él esto lo enfureció, aulló embravecido y respondió extirpándole una pierna. Ella volvió a soltar una risita que ahora resonó un poco siniestra. Eso le costó que le arrancara de cuajo la rubia cabellera. Ahora ella sí que ella sollozó y llamó a su mamá. Pero nadie acudió. Entonces él la acostó a su lado y reunió las partes que le había arrancado. Entonó una canción de cuna. Bien pronto se quedó dormido.

03 marzo, 2012

Final no feliz


Sonrió. Al fin el mundo estaba en su mano: lo veía girar azul sobre su palma. Cerró sus dedos envolviéndolo y empezó a triturarlo con todas sus fuerzas.
 
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