29 marzo, 2014
22 marzo, 2014
El fisicoculturista obseso
Como suele ocurrir con los
cambios más perturbadores, éste comenzó de manera inocente, inocua,
aparentemente intrascendente. Un día un poco, al día siguiente algo más, y así.
Por fin evolucionó a una situación que rondaba el límite de lo imposible.
Impedido de dedicar más tiempo
a sus ejercicios, comenzó a integrarlos en otras actividades. Aquí transgredió el límite de la
razonabilidad de manera flagrante. Comía con una mano y con la otra movía una
mancuerna. Leía sus apuntes corriendo sobre la trotadora. Incluso al baño
entraba provisto de pesas, resortes o
cintas elásticas. El computador o el televisor los observaba desde la bicicleta
gracias una enorme pantalla de cristal líquido.
Fue convirtiéndose en una
compacta masa de músculos que hacía caso omiso de razones. Su cerebro se
convirtió en un músculo cuyo único pensamiento era la necesidad de convertir su
cuerpo en acero puro.
Al
final dormía ejercitándose. El descanso se redujo a la nada. Sus padres se resignaron
y lo conectaron a una máquina generadora de electricidad. Gracias a la venta de
energía se convirtieron en millonarios. Viajaban por el mundo mientras su
obsesionado vástago producía megavatios para mover miles de industrias. Y
fueron felices, aunque no para siempre.
13 marzo, 2014
Asuntos computacionales
Tenía la calva completamente cubierta de
teclas. La tecla $ no funcionaba, por más que la hundiera. Deseaba sentirse
menos abrumado y apretó el botón para aumentar el brillo. Detestó el rápido e inexorable transcurso del tiempo
y puso el índice sobre pausa. Se aburrió de esperar y dio avance
página. Añoró olvidarlo todo y presionó
suprimir. Hizo una reflexión terrible y oprimió ingreso.
Sintió abandono y de un tirón arrancó la tecla &. Aplastó el signo
de interrogación. El escape no funcionó. Quiso un
final definitivo y apretó control
alt suprimir.
03 marzo, 2014
Antiutopía 2
Despertó
desprovisto de ganas de vivir. Salió del compartimiento de hibernación y
comprobó que había dormido por 72 horas. Necesitaba salir en busca de alimento:
la máquina lo había reanimado cuando alcanzó el límite máximo señalado para
nutrirse. Se enfundó la mascarilla y le cargó una gragea de oxígeno sólido.
Comprobó que le quedaban solo cinco; tendría que conseguir más para seguir
viviendo. Salió al mundo exterior. Como siempre estaba gris y desolado. Entre
sus sombras vagaban criaturas tanto o más peligrosas que él. De pronto vio al
perro; estaba flaco, pero poseía suficiente carne para justificar una
hibernación de una semana. Le silbó, el animal se acercó, desconfiado, tal vez
con sus propios planes. Cuando estuvo cerca gruñó y le mostró los dientes.
Saltó justo sobre el cuchillo que enarboló en el momento preciso. La hoja se
hundió hasta la empuñadura. Se entretuvo en descuerarlo. Dejó la piel colgando
sobre un arbusto que en unos segundos se plagó de insectos hambrientos. Regresó
con la carne al refugio. La asó y se la comió de una sentada. Quizás la próxima
vez él sería la cena de otro. Pero ahora estaba ahíto. Sintió como el sopor se
iba apoderando de su cuerpo y su voluntad. Caminó hacia el compartimiento.
Dormiría hasta que llegara la nueva jornada.
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