30 agosto, 2020

 


El tiempo del ogro

 (DEL VOLUMEN HOMÓNIMO PUBLICADO EN 2018 POR SIMPLEMENTE EDITORES)

A todos aquellos que nos extraviamos en la neblina densa y terrible

del tiempo del ogro, en especial a Remigio y Héctor que permanecerán

en este texto un tiempo más y ojalá –no pierdo la esperanza- para siempre

 

Se encontraron a unos escasos metros del fragor de la avenida Irarrázaval a fines de aquel año tan intenso en tristezas y terrores. De ese modo, constituía una inmensa alegría cruzarse con alguien conocido allí, constatar que la vida seguía irradiándolo con su milagro. Remigio le dejó caer sus ojos achinados y pícaros, destilando la felicidad de verlo y Héctor le devolvió la mirada desesperanzada de un muerto en vida. Aquello puso en alerta a Remigio: algo no andaba bien.  Venían caminando en sentido opuesto y por mero instinto aminoraron el paso imperceptiblemente, como si quisieran despistar a un observador invisible.

A partir de ese momento, todo transcurrió en cámara lenta y comenzó a grabarse de manera indeleble en la memoria de Remigio. Imágenes que iban a acompañarlo durante su vida, a insertarse en sus sueños, regresar súbitamente a su rutina en los momentos felices, como para resquebrajarlos.

Héctor dio un paso y le ofreció sus grandes y cansados ojos de borrego triste. Estaba exhausto de sufrir: eso le dijeron aquellos ojos a Remigio y no fue necesario que describiera los espantos a los que había sido sometido. Aquella mirada tenía la elocuencia de un relato extenso y vigoroso. Héctor denegó con el rostro varias veces mientras elaboraba un nuevo paso, levantando una pierna que pesaba media tonelada.

Le cuesta caminar, pensó Remigio, como si transportara el mundo completo sobre sus espaldas. Tan afligido, tan exhausto, tan vencido, eso concluyó Remigio. Sin embargo, aún se da maña para advertirme. Para salvar mi vida. Aquello meditó Remigio mientras daba su propio paso hacia Héctor, uno que acortaba aquella enorme distancia entre ambos, aunque quedaban apenas unos metros para que se cruzaran por última vez.

Héctor movía los labios y emitía mensajes inaudibles que Remigio tuvo que descifrar o imaginar, combinando ambas habilidades. Aquellos movimientos le revelaron el horror oculto detrás de los parabrisas reflectantes, las ventanas cerradas a machote, los sótanos inaccesibles donde reinaba la noche eterna.

Ambos dieron sendos pasos para acercarse, aunque la distancia entre ellos se tornara imposible de transitar. Remigio recordó que Héctor había cumplido dieciocho años unos días atrás; se llevaban apenas unos meses. No era una edad para vivir esta clase de cosas –esa idea le vino a la mente- pero ¿qué más podían hacer? Ellos no habían escogido el camino a seguir. Y cada vez que la vida les ofreció una disyuntiva nueva en aquellos tres acelerados años, escogieron en conciencia.

Sólo les quedaba seguir caminando. Eso lo sabían ambos. Lo tenían perfectamente claro. No había alternativa. Y aspiraron el aire de aquella mañana fresca para inflar sus pulmones con oxígeno y seguir viviendo la clase de vida que les correspondió. De modo que avanzaron; ahora estaban apenas a un par de metros. Podían verse muy bien.

Héctor no se había afeitado en varios días y las ojeras delataban sus padecimientos. No obstante, le sonrió. Era una sonrisa amarga y tierna, cargada de amor, pero sobre todo de coraje. A Remigio el corazón le saltó dentro del pecho: una emoción sorda, ciega y violenta comenzó a nacer en su interior. No podía ser que las cosas fueran así. Era inaceptable: era preciso hacer algo.

Sin borrar aquella sonrisa de su rostro, Héctor volvió a denegar mientras daba otro paso, uno que los dejó a escasos centímetros. A Remigio le pareció que podía sentir la respiración acezante de su amigo; entonces vinieron las palabras susurradas.

“Me siguen, me tienen, me usan como cebo. Salen a pasearme, pero van de cacería. Vete del país en cuanto puedas. Mañana mismo”. Eso escuchó Remigio, alelado, con la piel de gallina, mientras daba el paso final, aquel que terminaba ese encuentro fortuito.

No osó darse vuelta para observar a su amigo alejarse camino de la muerte. No fue capaz, porque una suma de miedos se apoderó de él: que Héctor fuera a correr y lo mataran en ese mismo instante, que de la camioneta de vidrios oscuros que avanzaba a vuelta de rueda se bajaran los agentes para apresarlo, que a él le diera por ponerse a gritar que alguien los salvara, a gritar sus nombres para que se supiera qué había pasado. Pero nada podía cambiar la condena que pesaba sobre Héctor. Y lloró mientras caminaba alejándose de su amigo. Sus lágrimas caían en gruesos chorros mientras se aproximaba a la avenida, los ojos se le iban poniendo muy rojos y el sollozo le convulsionaba el tórax. Por suerte los hombres del furgón de inteligencia no percibieron su estado, ocupados como estaban de no perder de vista a Héctor.

Remigio caminó y caminó y caminó, hasta que salió del país, huyendo de aquella muerte implacable, hasta que llegó a París y luego a Marsella, donde se estableció y formó una familia. De allí vino de regreso a Chile un día caluroso de febrero, cuando nos contó esta historia terrible una larga noche, mientras esperábamos el auto que iba a llevarlo al aeropuerto de vuelta a Marsella.

Dijo que no reconocía al país que abandonó hacía tantos años atrás. Le respondimos que nosotros tampoco, aunque viviéramos aquí, mientras bebíamos un vino rojo y espeso. Fue como si el tiempo no hubiese transcurrido jamás y fuéramos los mismos adolescentes plenos de sueños y largas cabelleras desplegadas al viento.

Un día alguien contó que, tras vivir un tiempo solo en París, Remigio se había suicidado, sin dejar explicaciones. Nos quedamos helados. O más bien congelados por el dolor, súbito, intenso, desesperado. Sin embargo, seguimos caminando. Dando pasos, adonde sea. No sé si huyendo o avanzando. Quisiera creer que alejándome del sufrimiento o de la fatalidad o de la muerte. También quisiera creer que acercándome a ellos: a Héctor y Remigio. Pero no lo sé. Sólo seguimos, sigo, caminando.

 

18 agosto, 2020

EL TIEMPO DEL OGRO: la visión de Cristian Montes

El tiempo del ogro de Diego Muñoz Valenzuela: una inserción en los submundos del horror dictatorial.

Según afirma el filósofo alemán Georg  Gadamer,  un buen título  condensa siempre un mensaje último y anticipa “un significado concreto y una cierta comprensión” de lo narrado.  Es lo que ocurre en el caso de la novela de Diego Muñoz donde el texto completo explaya las posibilidades y ángulos del significante ogro.

Cabe recordar que un ogro es generalmente una entidad no humana y horrenda que está presente en la mitología de muchos países. Una coincidencia que se observa en estas representaciones es que los ogros son por naturaleza crueles y muchos de ellos  trabajan para los dioses de la oscuridad.

Por otro lado,  suele nominarse como ogro al ser humano que tiene problemas para socializar y que exhibe comportamientos alejados de las costumbres y normas aceptadas por la comunidad.

I--En El tiempo del ogro esta figura encarna  lo que Chile vivió en tiempos de la dictadura militar chilena.  El ogro es por ello, y en una primera instancia una suerte de rencarnación del Mal

Es importante señalar que el Mal puede, en determinados contextos especiales, aflorar de manera descontrolada y bajo la forma de una violencia extrema.  Una coincidencia importante entre los filósofos actuales que se han enfocado en el estudio del mal (Sichère, Argullol, Baudrillard, entre otros)  es que su principal fuente es la negación radical del otro. Dicha forma de anulación del sujeto alcanza, según ellos,  su máxima expresión durante la segunda guerra mundial y tuvo su momento culminante en  la experiencia del nazismo, ejemplo rotundo de la barbarie colectiva y la degradación sistemática del ser humano.

Lo que se propone aquí es que en el caso de los cuentos de El tiempo del ogro el mal tiene que ver justamente con esta idea  de la negación del otro, “de que el otro no existe, no piensa, no siente, y hacerle daño. Destruir dentro de uno mismo, consciente o inconscientemente, toda atadura moral y ética, creer que todo vale” (González 28). 

II- Un segundo tema transversal en El tiempo del ogro, ligado y entretejido con el del mal, es sin duda el de la violencia, dispositivo infernal que actúa como eje de significación preponderante en la representación de mundo. Ello se traduce en que la globalidad de los personajes atraídos  se ven involucrados, de alguna forma, en alguna de las modalidades de  violencia que los textos registran. En este sentido, se evidencia en el libro una condición estructural del fenómeno de la violencia, esta es, que “El exceso no es un espectáculo para un público mudo que contempla la escena desde una distancia segura. El movimiento de la violencia tiene un alcance muy largo, abraza a todos lo que se encuentran cerca. No tolera testigos neutrales, sólo conoce víctimas, cómplices o enemigos” (Safoski 2004:31)

El ejercicio y la imposición de la violencia permite apreciar como en El tiempo del ogro se activa el deseo de eliminar al otro, al disidente,  aquél que el poder dictatorial considera una enfermedad que hay que extirpar. Y ello deberá hacerse con fuerza desmedida.

 Es interesante advertir que la raíz de la palabra violencia (violentia) está emparentada con la raíz de la palabra violación (violatio). El término latino viol proviene, a su vez de vis, de fuerza. La semejanza idiomática es sugerente y permite suponer un uso original en que la violencia es asimilada a la violación como acto de fuerza. Se viola por ejemplo un secreto, un armisticio, un acuerdo (Estrella 147). En los cuentos de Diego Muñoz  lo violado en el actuar de la violencia de Estado  no es solo la intimidad da cada uno de los personajes, sino la cotidianeidad del país entero. 

III- Un tercer ámbito temático que articula los mundos  representados en El tiempo del ogro es el tema del trauma. Debe recordarse que, en nomenclatura psicoanalítica, el trauma se entiende como una instancia de irrupción que no parece depender de ningún tipo de mediaciones. Dicha irrupción violenta el inconsciente y se ofrece como algo que, a pesar de ser real no es simbolizable. El trauma deja una huella que no logra ser procesada, ya que no puede ser significado (el trauma) ni elaborado por la subjetividad individual o colectiva. Por esta razón  deviene paradoja al inscribirse como un vacío que pide ser llenado, pero que nunca logra alcanzar aquello que ha dejado huella por su ausencia. La constante petición del consciente por la significación del trauma, da origen a la pulsión que reclama siempre la necesidad de llenar dicho vacío simbólico (Caruth 59).

Llevar a cabo el trabajo del duelo presupone, entonces, la capacidad de contar una historia sobre el pasado. Es fundamental para ello tener la posibilidad de armar un relato que haga posible la comunicación y la transmisión del recuerdo. De esta forma la experiencia individual podrá incorporarse a la memoria colectiva de una comunidad. En otras palabras, en el acto narrativo compartido la experiencia individual del rememorar construirá comunidad justamente en el acto de la comunicación.

En los cuentos de El mundo del ogro se observa justamente, a nivel de la autoría implícita de los textos, la necesidad y el imperativo por llevar a la escritura lo ocurrido en los tiempos del horror, donde se generó el trauma que vivió y vive todavía la sociedad chilena.  

IV- Otro tema relevante que se enlaza a los anteriores es el tema del miedo. En los cuentos de El tiempo del ogro el miedo está instalado en el centro mismo de la representación de mundo, en cada uno de los personajes, en cada conciencia narrativa. Según el sociólogo Norbert Lechner, en su artículo titulado “Nuestros miedos”,  la dictadura generó distintos tipos de miedo, los que trascendieron en el tiempo y se observan activos en tiempos de la transición democrática.  En el caso de El tiempo del ogro, la principal forma de miedo que se observa es lo que Lechner define como el miedo al otro, quien pasa   a ser visto como un potencial enemigo o agresor.   Desde la perspectiva de Lechner, el miedo generalizado al otro  no se limita al orden de una eventual violencia física, sino también a una amenaza que gravita en la cotidianeidad de una sociedad altamente competitiva.  El miedo al otro y la falta de confianza revela a su vez la fragilidad del tejido social y revela que la modernización incrementa por un lado diversos tipos de transacciones, pero no logra generar lazos sociales.  La mercantilización  operando en todos los planos de la sociedad moderna  y especialmente por los circuitos de la globalización no posibilita el aquilatamiento de identidades colectivas. 

Es interesante apreciar cómo estas reflexiones de Lechner son absolutamente pertinentes para los efectos de analizar los cuentos de El tiempo del ogro. En varios de los relatos se observa, por ejemplo, la sospecha de que el otro puede traicionar y que cualquiera puede ser un esbirro  de la dictadura que se ha inventado una determinada identidad. Se observa así un tejido social herido,  donde más que proyectos de vida lo que se predomina es el sentimiento de culpa y el temor a haber traicionado a alguien  y no haber hecho lo suficiente por los otros. Como afirma el amigo del narrador de uno de los cuentos: “Si sobrevivimos es porque en algún momento cometimos una traición, por insignificante que sea! (…)  “La sensación de haber traicionado algo, en algún momento, para seguir viviendo”

 

Algunas palabras sobre cada uno de los cuentos:

Esperándolo: El terrorismo de estado y la represión colándose por todos lados, por las calles, la plaza y los espacios de intimidad, como las casas. Casa como lugar expropiado. Temor generalizado en las familias, el miedo de perder al Otro. Los sueños elaboran  justamente el miedo, sueño no como especio de liberación ya sea del deseo, sino como episodio de extensión del horror, el miedo.

El hombre frente a la máquina: motivo de la casa  tomada (como en Cortázar) pero aquí la causa es la represión dictatorial. Casa tomada, casa violada, casa violentada.

Perros: Puede leerse como cuento fantástico o no. Relato sobre una subjetividad delirante, obsesiva, limítrofe.  La dictadura enfermó a la gente.

Bajo el bosque: Dimensión poética del lenguaje, prosa poética, para realizar una denuncia del desaparecimiento y crimen de un amigo.  Se denuncia la crueldad de la  tortura y lo que ello genera. La puesta en valor del sentimiento de amor profundo por el Otro.  Sentimiento que conecta con lo positivo y lo puro del ser.  El relato trata de entregarle al amigo desaparecido todo lo que la muerte y el crimen le negó.

Auschwitz: Cuento fantástico.  Repercusión del pasado en el presente.  La circularidad de la historia y el genocidio. La posibilidad de exterminar a los seres humanos, por pensar distinto, no solo en la imaginación literaria, sino también en el orden de la representación.

La hora del recogimiento: Otro cuento fantástico. Un hombre atrapado por una experiencia delirante.

El vínculo: Cuento que relata las formas en que los resistentes al sistema debían juntarse clandestinamente para resistir en tiempos de dictadura. Estrategias, tácticas. Se da cuenta de la tensión que todo ello implicaba en la cotidianeidad. Se reflexiona a la vez respecto a cómo en medio del horror  podían generarse situaciones llenas de humanidad, humor y vitalidad.

El visitante: El amor en tiempos de represión: “Cuando se sabe con plena certeza que uno no está solo, cuando se descubre de pronto tanto amor oculto debajo de los rostros”. El amor por el otro es amor también por un proyecto de sociedad integrativo, donde la amistad, el respeto eran las vías por donde se expresaba el deseo genuino de comunidad espiritual.

Peatón en la esquina: La persecución constante y la vigilancia que existía en esos días. Cualquiera podía ser un vigilante. Se observan  tipos que matan, se disfrazan, mutan, están en todos lados; la ubicuidad del mal. Persecutores “ávidos de sangre”. Vigilancia que penetra en los espacios íntimos, incluso en los sueños de los personajes. Lo vivido en dictadura fue un infierno. Pregunta relevante: ¿Cómo sobrevivir?  Lo que quedará inscrita en el texto será la figura del sobreviviente. Cuento donde se observa nítidamente la oposición que existía entre la generosidad de quienes luchaban por la libertad y el odio y la crueldad de los represores.

Nunca dejarás: Nuevamente aparece la experiencia de soñar. Sueño como espacio de revelación.  Después de sobrevivir a la muerte se puede comenzar a sobrevivir de otras maneras.

Lugares secretos: Toque de queda: momento de la aparición de monstruos: “ese monstruo es verdadero, que vigila desde las sombras con sus ojos crueles y sus garras de miedo…”. La palabra pesadilla se repite en más de un cuento. Así como la infancia se experimenta como lugar de cobijo, como la etapa del amor familiar, del amor, del deseo sexual, de la expectativas, el presente de la dictadura  se vivencia como lo absolutamente opuesto, esto es, como la anulación de todo la preciado de la infancia, un presente signado por la desesperanza en el futuro y por la sensación de estar ante “las cenizas de una posibilidad definitivamente destruida”

Estás cayendo: Se recupera la etapa de la infancia y la conciencia social que podía tener un niño ante las injusticias. El presente de la dictadura es también el tiempo de la resistencia, de la protesta,  de “los que habíamos escogido el campo de batalla de las ideas libertarias”  de quienes  lucha por la libertad.  La efervescencia de la Resistencia: “la interminable lista de hitos de la lucha en contra del horror”.

Foto de portada: También hay humor en alguno de los cuentos como en el caso de Foto de portada. Hay también  acceso al goce, al sexo,  pero, por supuesto,  todo en el marco de la experiencia de la dictadura.

Luz y sombra: cuento que se focaliza en el  día del plebiscito. Cuento con carácter testimonial “la gente volcó a las calles y yo fui uno más de esa multitud”. De eso es lo que quiero hablar”.

Después de treinta años: Oposición entre el pasado /y el presente desde el cual se narra. Por un lado están los que fueron jóvenes en los años 70, en   tiempos de candidez política donde sí era posible encontrar “corazones llenos de fuego y de poesía”. En el presente, en cambio, lo que se busca es la mera complacencia, el ascenso social, metas inalcanzables.  Expresión de lo que Erich Fromm definía como el Homo Consumans.

El hombre indistinguible: El castigo social de quienes formaron parte pasiva de la represión aunque no hayan sido criminales pero son cómplices silenciosos. Cada uno con su propio castigo social.

Yesterday: Cuento de amor. El otro siempre como un misterio, una plenitud inalcanzable,  amor en medio de la lucha clandestina,  Las relaciones amorosas están cruzadas por lo que sucede en dictadura. Es una relación donde está el pulso de la ciudad. Es la época de enamoramiento; en tiempos de dictadura todo se vuelve confuso; la felicidad solo como instantes efímeros.  El escepticismo como la posición más verdadera.

Ojos un poco perdidos: Se ve el estado de ánimo que quedó en el presente de la generación postdictadura: “saudades, arrepentimientos, frustraciones, soledad, vacío, urgencia, tristeza, nostalgia, rebeldía vana, carencias subterráneas, miedo”. Se visualiza un presente sin esperanzas de futuro: “Se ama en medio de una humanidad demasiado cargada de odios; caminando sin esperanzas, no porque no las tengan, sino porque no las hay”

El tiempo del ogro: Cuento que da el título al libro y que condensa todas las líneas narrativas presentes en los diversos cuentos. Se reflexiona sobre las maracas que dejó la tortura en muchos de los compañeros de lucha- Muchos jamás pudieron recuperarse de la experiencia vivida, otros se suicidaron. Se plantea el dolor que significó para algunos sentir que  no había luchado con más fuerza para salvar a un amigo. Se experimenta una sensación de derrota generalizada y en un tiempo presente donde el pasado tiene a diluirse en pos de un hedonismo fácil y despolitizado.

Conclusiones:

El tiempo del ogro es un libro donde pasado y presente se articulan de manera que se hace muy difícil imaginar una idea de futuro.  A nivel del discurso de las ideas del libro el futuro no asoma como una posibilidad cierta, como si no existiese un rostro que pudiese  capturarlo a través de la imaginación narrativa. Se advierte en este sentido como una especie de clausura simbólica y  la inscripción en la textualidad de un profundo sentimiento de decepción no solo respecto a lo sucedido en el pasado, sino también en lo relativo al presente desde el cual se narra, un tiempo donde han desaparecido las utopías, los ideales y donde lo único que se advierte es un pragmatismo a ultranza, el cálculo y, tal como afirma el narrador de uno de los cuentos, el “predominio de la lógica de los intereses, aquella que ha impulsado la historia humana pisoteando los ideales, reiterando el ciclo de desesperanza y decepción”.  Lo que se perfila de esta manera es una forma de sobrevivencia que oscurece cualquier proyecto vital. Es elocuente que en varios de los cuentos sea gravitante la compleja figura del sobreviviente, la que porta  en su significado la sensación de miedo al futuro y, especialmente, la pulverización de los sueños colectivos. Es pertinente aquí la reflexión de Ana Longoni, que afirma que “el sobreviviente aparece como portavoz de un reconocimiento que todavía hoy no puede ser escuchado por muchos: el proyecto revolucionario sufrió una derrota en esas miles de vidas y en el terror que con la represión de Estado se impuso en la sociedad” (Longoni 297).

Sin embargo, en El tiempo del ogro, puede advertirse, en el discurso de ideas de los diversos cuentos, que a pesar de todo, todavía sigue siendo posible recuperar algo de lo perdido en el pasado. Según el narrador de el cuento que da título al libro, ello es pensable: “porque todavía allí adentro moran los espectros de los sueños, en un lugar inalcanzable para los pragmatismos. Ahí en lo más profundo de nosotros mismos hay un sitio donde residen los mayores anhelos que tuvimos alguna vez”.  Esta dicotomía, de sesgo benjaminiano,  neutraliza de alguna manera el tono desesperanzado del libro, y posibilita, oblicuamente, por cierto, percibir una cierta esperanza en el futuro.

El tiempo del ogro de Diego Muñoz es un libro donde los temas de la memoria, el trauma social, el pasado y  el duelo colectivo  se articulan en una visión de mundo donde es develado, desde diversos ángulos,  el complejo ideologema de la dictadura.  Puede afirmarse –sin temor a exagerar- que  no se ha escrito en Chile otro libro que haya logrado esto antes y que lo haya hecho con la misma contundencia que se observa en este último libro de Diego Muñoz Valenzuela.

Cristian Montes

 

14 agosto, 2020

Taller de Inicio al Cuento, 1 septiembre 2020

Tengo previsto iniciar un nuevo taller de inicio al cuento el próximo martes 1 de septiembre, a las 19 horas. Si te interesa, favor escribir a mi correo dmunoz@surlatina.cl para consultar privadamente. También les pido difundir entre posibles interesados, un cordial saludo

Diego Muñoz Valenzuela


10 agosto, 2020

Cuento corto: mi relación con el microcuento

 Cuento corto: mi relación con el microcuento

 Por Diego Muñoz Valenzuela

La idea de estas líneas es referirme a mi relación personal con el microcuento. Se trata de ese terreno fangoso, impreciso, etéreo, al que aludimos mediante denominaciones como microcuento, minificción, microficción, ficción súbita. Sea lo que sea, este género procura escapar a las definiciones académicas. La fascinación que ejerció sobre mí esta clase de miniatura literaria -desde el primer contacto- fue decisiva, ponzoñosa, casi letal. Hasta la fecha me siento felizmente contaminado por el virus de la minificción; es como un espíritu travieso soplándome al oído que no me extienda demasiado, que juegue con el lenguaje y sugiera el máximo con el mínimo de palabras.

Evidentemente un fantasma como éste resulta indeseable a la hora de la escritura de una novela, cuyo tamaño puede superar las sesenta mil palabras, o sea, más de un millar de veces el tamaño de un micro-relato. La rigurosidad y la creatividad requeridas para dar a luz un buen microcuento alcanzan, en mi opinión, niveles de exigencia bastante altos.  Quiero decir, microcuenteros hay miles, pero microcuentistas muy pocos. Múltiples trampas acechan al escritor de minificciones: no se trata de escribir un cuento pequeñito y ya está. Tampoco basta con armar una historia económica, contada a la ligera. Existe una compleja unidad entre lenguaje, historia, personajes, narrador, lector; una estructura que debe ser coherente, integral, armónica.

Por ejemplo, resulta muy tentador creer que un chiste puede convertirse en microcuento. El facilismo es la primera emboscada que debe evitarse a todo dar. No pretendo excluir el humor; es más: para mí su presencia viene a formar parte de mis expectativas esenciales frente a cualquier creación literaria. Lo que quiero destacar es que el propósito de un microcuento es ante todo estético; luego puede ser satírico, trágico, humorístico, filosófico, lo que venga en gana. Los chistes entendidos como textos cuyo único objetivo es humorístico, pertenecen a otra estirpe, que separo de la literatura. El chiste se agota después de la primera lectura, pero la minificción no, porque juega con la polisemia; el lector enriquece el texto con cada nueva lectura. Y se enriquece él mismo, aunque sobre decirlo.

A un narrador le hace bien escribir minificciones, porque permite mantener viva la importancia de cada palabra, que es una de  las claves del oficio de escritor. Después de escribir novela, es llamativo despreciar a estas pequeñas obras, observarlas desde las alturas. “Recuerda que eres mortal”, le decía cada cincuenta metros al general victorioso el esclavo que sostenía sobre su cabeza la corona, mientras entraba a Roma en su carro arrastrado por caballos blancos, aclamado por el pueblo. Memento mori, es lo que nos sopla sabiamente al oído una buena minificción. En resumen, el microcuento viene a ser el extracto, la esencia de lo no-dicho; y su destinatario principal es el lector activo, o el lector cómplice, parafraseando a Cortázar.

En el apogeo de la dictadura chilena, a mediados de los 70, cuando el sátrapa Pinochet gobernaba a su amaño y bastaba un mero ademán suyo para que una jauría de sicarios se dejara caer sobre la víctima señalada, los incipientes escritores rebeldes de mi generación nos quebrábamos la cabeza buscando modos de alinear nuestros textos con la lucha libertaria. Como todos nuestros predecesores, finalmente entendimos que bastaba con escribir; había que arrollar cualquier intencionalidad y abrir espacio a la creación. Lo demás vendría solo, sin fórceps, sin fórmulas, sin obligaciones estentóreas. Cuando lograba apoderarme de un asiento, comencé a escribir en los viajes de ida y vuelta a la universidad; o sea en las “micros”, la abreviatura con que designamos los chilenos a los microbuses de transporte urbano. Garabateados entre saltos debidos a los baches del pavimento, frenazos horribles que derribaban a la mitad de los pasajeros, empujado y medio asfixiado por la masa a presión, si es que no agredido por los gustos musicales del conductor, escribí mis primeros cuentos brevísimos. Cuando acumulé varios, intuí que estaba ante una clase especial de textos que bauticé microcuentos, o sea, cuentos escritos en una micro. Como soy lento de pensamiento, no advertí de inmediato el doble juego de esta denominación, que alude a la pequeñez, al mundo de lo microscópico.

El descubrimiento de la brevedad tuvo bastante más relevancia, porque me llevó a publicar mis primeros textos: cuatro o cinco microcuentos, en una revista literaria semiclandestina de la Facultad. Después vinieron otros. Empezaron a poblar los diarios murales, conviviendo con listas de notas y anuncios académicos. Algunos lectores activos los leían con esperanza: a buen entendedor pocas palabras. La brevedad permitía múltiples interpretaciones; la ambigüedad, la sugerencia y la imaginación hacían su trabajo. Y, lo mejor de todo,  nadie podía acusarme de subversión. Poco tiempo después adquirí el privilegio de leer microcuentos en las primeras peñas y expresiones artísticas de la disidencia.  Leí junto con los poetas, a quienes se les otorgaba el privilegio de un espacio menor hecho en medio de una larga secuencia de músicos y cantantes. Los estudiantes se asustaron cuando se anunció la intervención de un cuentista, pero antes de que alcanzaran a abrocharse las zapatillas para escapar a toda velocidad, les espeté un cuentecillo. Entonces se aliviaron, exhalaron un suspiro y decidieron quedarse para escuchar otro.

La brevedad y la emergencia se llevaban bien. Después, años después, ya en democracia, me dio por elucubrar que la vida acelerada del presente tendría que llevarse naturalmente bien con el cuento, y más todavía con el microcuento. Con el escaso tiempo disponible que dejan el trabajo y los traslados de un lugar a otro, la menor extensión se convierte en una característica ideal. Pero los editores insisten en mirar con indiferencia, si es que no con franca repugnancia, los volúmenes de cuentos que los narradores les ofrecemos. Suelen preguntar acaso estamos escribiendo una novela mientras nos devuelven el original, como si estuviera infectado de peste negra. “La gente quiere leer novelas”, afirman. Y ahí estamos...

Siempre he tenido una tendencia fuerte a incursionar en los bordes: literatura fantástica, cuentos de horror, ciencia ficción, microcuento. De alguna manera esto en Chile –hasta hace poco más de una década- ha implicado una trasgresión seria. Por ejemplo, la ciencia ficción recién viene a salir del tocador, después de casi cuarenta años de total silencio. Los escritores chilenos que la han cultivado en los últimos años con obra publicada apenas pueden contarse con los dedos de las manos. ¿Será una manifestación de rebeldía trasladada al terreno de la literatura? A medio camino entre géneros o quizás qué clase de categorías, con un juego que se desarrolla propiamente en el territorio de lo experimental, el microcuento tiene aires de vanguardia a pesar de su modesta estatura.

En algún momento más intenso de locura se me enquistó en la cabeza–y no sé de dónde demonios surgió- una especie de utopía estúpida. Pienso que si todo el mundo leyera buena literatura, las cosas andarían mucho mejor. Quiero decir que te subes a un carro del metro y ves que la señora del lado ya va concluyendo el Quijote; que no puedo atisbarle los calzones a la muchacha con minifalda del frente, pues me lo impide el despliegue de “El llano en llamas”; que un señor de pie me pega en la cabeza con la portada de las “Crónicas Marcianas”, y así, todos leyendo algo mientras van al trabajo o regresan a su casa. Me cuesta imaginar que un lector ilustrado vaya a salir diciendo babosadas en frase corta, al más puro estilo Bush, incitando al exterminio del mal por obra de los mercenarios del bien. En fin, idioteces que se me ocurren.

Un último asunto. Hay una perfecta correlación entre la red global de internet y el microcuento. Podemos apreciar el texto completo en una pantalla y leerlo antes de que el desprevenido lector se alerte. Quizás nuestro navegante cibernético haga un descubrimiento y por esa ventana  ingrese al mundo de la literatura. El atractivo, la potencia del microcuento le permiten moverse en la frontera entre la poesía y la narrativa. De la poesía toma la densidad del significado, la preocupación por cada palabra, el equilibrio y la armonía de la estructura. De la narrativa toma el ritmo, la intensidad, la acción, la sorpresa. A este pequeñito que cabe en un dedal hay que tratarlo con respeto, pues quizás sea un género con formidable futuro. El Pulgarcito de la literatura se las gasta.

Hace unos buenos veinte años, una colega escritora me refirió haber visto en Estados Unidos una tesis de doctorado donde se analizaban tres microcuentos, que sumados no alcanzaban a una página. La memoria tenía más de doscientas páginas y apuntaba a demostrar que estos Pulgarcitos eran cuentos hechos y derechos. Sin comentarios, un fenómeno interesante, una página que se multiplica por doscientos; ojalá con el alimento, con la amistad y con la justicia pudiera hacerse el mismo milagro.

 
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