04 septiembre, 2005

Literatura, amor, erotismo


Relacionar literatura con erotismo me surge como un tema muy natural, porque desde siempre he visto en la primera los indicios del segundo, incluso desde antes de aprender a descifrar los signos escritos del lenguaje, cuando la relación con el libro era un mero hecho táctil, sensual, curioso, excitante, un roce de los dedos contra las tapas finas de los libros empastados que atraían mis dedos infantiles a la zona más prohibida de la biblioteca de mis padres. Una oportunidad de acariciarlos como forma de preparación a torturas inocentes: unas rayas de colores, unos ideogramas que puedo apreciar después de los años sobre aquellas páginas enigmáticas e indescifrables. Sin embargo operaba un magnetismo, una necesidad de contacto con los libros que era el anuncio de una pasión más salvaje y más racional que iba a devorar buena parte de mi infancia y mi adolescencia: la lectura.

Sin asomo de duda, declaro que la lectura fue mi primer amante, o digo mejor los libros, cientos miles de ellos, en un desfile de diversidad insondable, pleno de perversiones e infidelidades atroces. Saltaba de un amor a otro, sin remordimientos, con una ansia creciente, con un fervor inagotable. Quería poseer a cuanto libro se me cruzaba en el camino, me erigí en macho cabrío de la lectura. Mi madre había de ofrecer excusas a los amigos que osaban venir a buscarme para jugar, porque yo prefería quedarme botado en el lecho, enredado en las sábanas y en las piernas del amor de turno, embebido de lujuria, interrumpiendo las sesiones eróticas para la visita al colegio y para comer y beber, tareas imprescindibles que pronto aprendí a hacer mientras leía, mezclando tales goces en un solo acto mixturado, dionisíaco.

El inevitable camino del crecimiento fue poniéndome ante ciertos textos que me ofrecían misterios suculentos que estaban vedados para mis coetáneos, quienes apenas podían enarbolar groserías cuyo significado les era de verdad incomprensible. La coprolalia hacía de lo sublime un acto grosero, casi despreciable, simplificado, aberrante. El significado de lo sexual se transmite en susurros en los recreos, pleno de distorsiones, como una práctica más del rito machista de los colegios de varones, como un código de honor de caballeros brutales que poseen doncellas con arietes indomables para adormecer las avideces femeninas insaciables.
Mas en los libros yo encontré información confidencial que contradecía de manera profunda ese universo simplificado y pedestre del cual tenía que formar parte por conveniencia social. No me excluía de los juicios duros, no me restaba al lenguaje soez, por el contrario, aunque con cierta vergüenza me adherí al ejército escatológico, a la adoración de divinidades obscenas, a los propugnadores del coito bestial. En silencio, dudaba de estas prácticas, en soledad la lectura me redimía de tales pecados. La literatura me ofrecía la redención y me hacía saber de un mundo más complejo, más excitante, donde la piel podía arder al compás de la imaginación en el campo de batalla de Eros y Thanatos.

Por fin llegó a mis manos temblorosas una buena edición – quiero decir una edición no pacata – de Las Mil y una Noches, frente a cuyos encantos caí embelesado, embrujado por la fábula de un mundo donde convivían magos, princesas de formas opulentas, ogros brutales, aves gigantescas y demonios carniceros, héroes indomables y hermosos. Soñé dormido y despierto – perturbado por esta lectura prohibida - con Scherazade narrando la trama interminable a Schahriar, domeñando su sed de sangre, derrotando su convicción sangrienta de desposar cada noche una mujer que no veía la luz del amanecer siguiente, para vengar la afrenta de una infidelidad pasada, pero vigente por el dolor engendrado. Me prosterné tempranamente ante ese libro maravilloso donde la sensualidad emergía a cada paso, en una mezcla extraña de realidad y fantasía, magia y materialidad, lucha por la supervivencia y goce carnal. Me sedujo a morir esa historia con otras historias que a su vez contienen otras, es como la metáfora de la posesión inteligente.

La lucha de Schahriar contra su curiosidad insaciable se opone a la venganza implacable y eterna, y abre espacio a Scherazade a la vida a lo largo de las mil y una noches, como metáfora del amor donde la inteligencia tiene un rol que desmiente el simple culto al sexo físicoculturista. El erotismo es por esencia inteligencia aplicada al cuerpo, y no simple carnalidad desatada; el erotismo sobre todo reside en la imaginación, en la búsqueda de lo nuevo, en la sorpresa más que en el rito. Eso me enseñó ese libro, antes de tiempo en opinión de mis padres que lo requisaron sin explicaciones, obligándome a desarrollar mi primera rebelión y a adoptar mi primer clandestinaje. Mis primeros sueños sexuales fueron con Scherazade, a quien imaginaba como una morena de ojos almendrados, senos despampanantes de aguzados pezones, labios eternamente húmedos, piernas largas y bien formadas, piel suave y tibia, y vulva ansiosa de recibirme a mí y a mis propias historias. Y en mi propia imaginación, potenciada por aquellas lecturas prohibidas, eyaculé mil y una veces adornando mis sábanas de manchas sospechosas y vergonzantes.

Con el tiempo llegaron las otras lecturas obligadas: el Decamerón, los Cuentos de Canterbury, las novelas de Henry Miller, las historias de Bukowski el boca sucia, la fantasía inquietante de Norman Mailer, el frenesí intelectual de la poesía de Gonzalo Rojas, la sensualidad telúrica de Neruda, la lujuria mágica de García Márquez, el desborde de Jorge Amado… Todas ellas lecturas deliciosas, plenas de placer, donde el lenguaje juega un rol descollante como gatillador de la emoción amorosa, detonándola y desatando los engranajes de la imaginación, porque más que descripción pormenorizada lo que puede ser realmente incitante es la sugerencia.
Mi propia experiencia literaria con el erotismo y con el amor se materializan en diversas formas, desde algunos cuentos con momentos intensos donde más que arrastrar al lector por un sendero explícito prefiero optar por empujarlo a un vórtice de seducción imaginaria, hasta la novela que llamé precisamente Todo el amor en sus ojos, reuniendo bajo ese título un significante de amor por los demás, de entrega, al tiempo que de sensualidad un poco a ritmo de locura, que es como de verdad siento que debe ser la vida. Difícil me resulta distinguir entre las distintas formas del amor: la ternura, la solidaridad, el compañerismo, el encuentro de los cuerpos que se desean, todos forman parte de la diversidad que integra al ser humano en su dimensión maravillosa.

El lenguaje literario nos pone en contacto con otras épocas para descubrir que los problemas del ser humano son eternos y permanentes. El amor siempre seguirá siendo un protagonista permanente de la escritura, imperecedero como Penélope que hace y deshace su tejido sin perder la esperanza de reencontrarse con el esperado Ulises, sin desfallecer ante la insistencia ni ante la desesperanza. El amor que es también el erotismo, pero que no se reduce a éste, que asume mil formas que se encarnan en la literatura.
Una obra literaria asume corporeidad cuando un lector abre un libro y se pone en contacto con la sensibilidad del autor y recrea las imágenes y los significantes, los filtra a través de sus propias sensaciones y experiencias, interpreta, imagina y completa a partir de la sugerencia, conducido por las palabras de ese guía invisible y omnipresente que es el escritor. El texto es revivido y convocado cada vez que un lector abre el libro, en el intertanto no existe, es apenas un objeto cuya existencia material no determina nada. La lectura otorga nueva vida, por un instante se produce una suerte de encarnación a través del vínculo autor-lector, un espacio donde ambos crean e imaginan unidos por enlaces tan tenues como firmes, tan sutiles como vigorosos, y generan algo nuevo, único, irrepetible, que además puede establecer hondas raíces en una persona. Así es como uno va recogiendo frases, sensaciones, imágenes de esas historias y esos personajes de ficción que adquieren una realidad incluso más real que aquella en que vivimos.
En la lectura y en la escritura está implícito el amor en el sentido de ser otros, de vivir otras vidas con profundidad, no con la mera mirada superficial. Está implícito el respeto ante los demás, el hecho de maravillarse ante cada existencia particular como resultado de una experiencia original, construida a partir de miles, millones de hechos, sensaciones, momentos. Al leer y al escribir uno invade otros campos, otras personas, tenemos por un instante la capacidad de mirar a otros, incluso hasta la posibilidad de aproximarse tanto que se llegue a sentir ser ellos, es el voyeurismo más pleno en acción, una suma de todas las formas de amor juntas: erotismo, solidaridad, amistad, compañerismo, ternura, caricia, fraternidad, devoción, sensualidad.

Chejov, maravilloso autor de atmósferas subyugantes, expresó que “la literatura era su amante”. Me adhiero a ese concepto, fue mi primera amante y adivino también que será la última. Sin olvidarse que el tramo entre la primera y la última ha de ser alimentado de otras pasiones. Schahriar nos escucha, Scherazade nos narra. Somos el uno o el otro, unidos en el eterno círculo que nos separa de la muerte postergada con cada historia, somos el sueño de alguien que nos relata o somos los constructores del sueño. Termino con el cuento de veinticuatro siglos de Chuang Tzu, que viene a ser la mejor representación de lo dicho: Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.

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