16 julio, 2010

El falso idiota


Bramaba en un lenguaje ininteligible mientras agitaba el platillo para la recolección de las monedas. Vagamente una de sus letanías bestiales se asemejaba a un clamor por alimento, algo así como “tengo hambre”. En cualquier caso, el tono era desesperado y llamaba a la misericordia a los transeúntes. Su estudiada actuación lograba despertar, más que la compasión por su existencia desdichada, una sensación de culpa respecto de los propios privilegios. Ante los paroxismos del enfermo mental, su profuso babeo y su discurso indescifrable, las almas se estremecían y obligaban a los cuerpos a rastrojear los bolsillos en busca de monedas. Cada cierto tiempo el idiota, cerciorándose de que nadie lo estuviera vigilando, limpiaba la escudilla para regresarla a un estado de escualidez que fomentara la caridad. Cuando vi lleno el receptáculo y advertí que se preparaba a descargarlo, me acerqué con rapidez a su puesto y lo limpié con destreza inigualable. Escapé de allí muerto de risa, oyendo sus insultos y maldiciones pronunciados claramente, sin defectos.

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