28 junio, 2014

Capítulo 1 TODO EL AMOR EN SUS OJOS, novela publicada por LOM

CAPITULO I



—Ulises—dije —, Ulises— no sé si por Joyce, Ho­­mero o simplemente porque sonaba bien; o por las tres razones. Además qué importa, nadie me preguntó nada, ahora era Ulises y punto. Mejor dicho de­bía aprender a ser Ulises, que no era lo mis­mo que ser rey de Itaca, cegador de cíclopes, encantador de brujas, excusa de tejido, eterno esperado. Me abu­­rrí un rato escuchando la lata de alguno, me en­tre­­tuvo lo de otro. Llegó mi turno y di mi opinión mientras Rubén tomaba breves notas, mirándome ape­­nas, palabras que escribía con un lápiz Faber Nº 2 en una hoja blanca, delgada, casi transparente, comestible. Hizo una especie de asentimiento le­ve con la cabeza cuando terminé. Pensé que había ha­bla­do dos o tres minutos más de lo convenido. Sin embargo, noté que me habían escuchado con atención, con interés. Eso me tranquilizó. Miré las ideas anotadas en el papelito pequeño que habría de que­mar al término, pulverizar sus cenizas y esparcirlas en un viento que no existía en aquella pieza oscura, cerrada, llena de aire viciado y humo espeso de ciga­rrillos, donde todos hablábamos en voz bajita, casi en susurros, como en un aquelarre o misa negra o en una espectral catacumba. Me concentré con toda el alma en las piernas de Sonia. Rubén siguió su labor de anotación; siempre escribía algo. Después se refirió a las opiniones. La mía le llamó la atención, pero habló de todas. Recordaba los nombres con precisión, despejó algunas dudas, nos provocó otras terribles.
—¿Cuánto tiempo creen ustedes vamos a necesitar: uno, cinco, diez, treinta, más años?— nos pre­gun­tó mientras repartía los periódicos.
—Ah, casi se me olvida, el precio está marcado en la portada. A fin de mes me lo pagan junto a la otra plata, y sin correrse, que es importante.
Hablamos de objetivos y lugares, de tiempos y estrategias. No opiné, porque no se me ocurrió nada. Discutieron largo rato acerca de la consigna de una pintada mural. Ahí sí que intervine, debía ser una frase corta, llamativa, capaz de atraer la atención. Pro­pu­se, con falsos aires de improvisador, una que tenía en mente hace bastante tiempo. Rubén la anotó en su alargada hoja blanca. Fue aprobada con cier­­­­to entusiasmo. Después preguntaron por voluntarios para el rayado. Se requerían tres, más per­so­nas implicaba un riesgo innecesario. Me sentí obligado, pero mantuve silencio, atento a la reacción de los demás que recién venía conociendo, ima­ginando cómo sería aquel rayado nocturno en me­dio de las patrullas militares, los focos, las ben­galas, los ruidos de motor aproximándose, el furgón lentísimo a la vuelta de la rueda doblando la esquina. Sonia levantó la mano sin hablar; prácti­camente no ha­bía abierto los labios en toda la reunión. Sentí más pesa­­da la obligación de ser voluntario, y sin querer bajé la vista como cuando el profesor pre­gunta algo difícil y los alumnos agachan la cabeza hun­didos en una meditación profunda o una tarea urgente. Co­men­cé a temer que Rubén me nombrase, “Por qué no contesta usted, Valenzuela”, y yo lev­­an­tándome enrojecido de vergüenza, sin po­der ar­t­i­cular palabra. Entonces recordé que ahora era Uli­ses, que no podía hundir la mirada en el piso, que era atractivo como el canto de las sirenas, y subí los ojos.
 —Yo voy— dijo Daniel. Entonces levanté la mano derecha en la misma forma que había visto a Sonia (fue un gesto mecánico, no una imitación).
—Yo también— y quizás hablé demasiado fuerte con el nerviosismo, porque los otros dieron un res­pingo. O tal vez no esperaban que yo saliera con esa a la primera, más de uno habría pensado que después de tanto hablar resultaría difícil a la hora de asumir tareas. Me sentí bien, satisfecho de mí mismo. Daniel me bajó a la tierra con eso de “Al térmi­no nos ponemos de acuerdo en los detalles para no interrumpir la reunión”. Yo asentí y se me cru­zaron los ojos con Sonia, sonriéndose a todas luces por las pupilas, divertida con esos arranques míos un poco obvios. Huí de su mirada hasta mis apuntes y tracé un garabato que no significaba nada y me hizo sen­tir todavía más ridículo que antes. Se acordó también que Sergio y Mariel volantearan vigi­lados por Hernán. Lugares, día y hora serían entre­gados por Ru­bén, de acuerdo a un plan de acciones propa­gandísticas. Lo mismo corría para el rayado mural. Rubén miró la hora en el reloj de pulsera que había dejado sobre la mesa, de modo de poder obser­varlo en cualquier momento.
—Bien, estamos al término, yo salgo primero, des­pués los demás, con diferencias de por lo menos quince minutos. Si algunos vinieron en pareja, salgan del mismo modo para no llamar la atención. Ya tengo forma de comunicarme con ustedes. Me ve­rán sólo cuando sea preciso. Ah, perdón, nunca les dije mi nombre, soy Rubén, cuídense, chao, nos vemos —se despidió de cada uno. Un apretón de ma­nos para los hombres. A las mujeres les daba un beso en la mejilla y les tomaba el antebrazo con la mano derecha.
—Te felicito por tus opiniones compañero— me dijo —están bien, ya tendremos tiempo para conversar— y me estrujó los dedos con afecto. Me puse contento, pero después sentí vergüenza. Sonia mi­ró a través de la cortina hacia la calle antes de abrir­le la puerta. Rubén tenía un aspecto cuidado y meticuloso; su afeitada impecable y sus libros lo hacían parecer un estudiante ejemplar. Sergio y Ma­riel se fueron juntos. Dijeron que estaban apurados en lle­gar a almorzar a la casa de la madre de ella. Se fue­ron. Yo pretexté que tenía una prueba al día siguiente para no quedarme solo con Sonia y sus ojos risueños. Me despedí con un ademán de Hernán y Daniel, pero a ella tuve que besarle la mejilla en la puerta. Incluso creo haberle dicho “hasta la vista” o algo así de estúpido, antes de salir pen­sando en que merecería que me acribillaran por imbécil.


Y en cada auto estaban ellos esperándome con sus ametralladoras, y cada persona que se cruzaba conmigo adivinaba todo lo que yo hacía con sólo mi­­rarme, y se daban señales a mi espalda sobre la cual caía el sol de mediodía sin que pudiera sentir­lo mientras escapaba de mis enemigos, hundía un ma­dero aguzado en el ojo de Polifemo, asaltaba un nido de ametralladoras, seducía a Circe que era Sonia. 

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