04 agosto, 2018

ENTRENIEBLAS, por Fernando Moreno (U. Poitoiers)


Presentación de Entrenieblas, de Diego Muñoz Valenzuela (Santiago: Vicio Impune, 2017)

Es más que conocida la constancia con la cual el elemento histórico participa en la constitución de los discursos literarios en nuestro país y en el continente, un hecho que se ha desarrollado y consolidado en las últimas décadas por el número creciente de escritores se han abocado a la reescritura de capítulos y personajes considerados fundamentales en la Historia pretérita del país. Y sobre todo por la actividad de aquellos autores que se han volcado sobre su Historia reciente, aquella de la dictadura y de la posdictadura. Asumiendo un código estético realista, en sentido lato y, por lo mismo, con la presencia de muchos matices tonales, decenas y decenas de novelas hacen suyas temáticas referidas a distintos aspectos y problemas que han afectado y afectan la sociedad chilena, su política, su evolución. Las referencialidades que allí emergen son, consecuentemente, varias y variadas. Hay textos que nos hablan del golpe de estado, de su brutalidad y de sus consecuencias inmediatas (A partir del fin de Hernán Valdés, Milico de José Miguel Varas), del ambiente tenebroso, temor e indefensión durante el período del gobierno militar (La burla del tiempo de Mauricio Electorat, Cátedras paralelas de Andrés Gallardo); de los centros de detención, de la crueldad y la tortura ejercidas por los esbirros del poder (Carne de perra de Fátima Sime, Coral de guerra), de los avatares de la resistencia, sus heroísmos y traiciones (El informe Mancini, Todos los días un circo, ambas de Francisco Rivas), de la caras del exilio y los reveses del desexilio (Cobro revertido de José Leandro Urbina, Bosque quemado de Roberto Brodsky, Una casa vacía de Carlos Cerda), de las relaciones entre cultura y barbarie (Estrella distante y Nocturno de Chile, de Roberto Bolaño), del existir y de la sobrevivencia en el periodo de la llamada transición a la democracia, donde prima el orden económico y social impuesto por la dictadura y el liberalismo a ultranza (Mano de obra de Damiela Eltit, La patria de Marcelo Leonart). Y muchos otros.
Esta tematización y ficcionalización de la historia se concreta bajo diversas modalidades y formulaciones. Así, en relación con el grado de referencialidad, los acontecimientos históricos pueden allí aparecer de modo explícito, directo, sin tapujos, o bien de manera oblicua, sesgada, distorsionada, también hipotética o imaginada, de modo que la temporalidad referida puede ser precisa, difusa, genérica o proyectada hacia el futuro e incluso pos apocalíptica (El insoportable paso del tiempo, de Francisco Rivas), o que permita establecer puentes entre pasado y presente (Marcelo Mellado, La batalla de Placilla). Los escritores recurren a diferentes formatos y estructuras. Por ejemplo, el del testimonio como el José Miguel Carrera en Somos tranquilos, pero nunca tanto; el del neo policial (Sin redención de Miguel del Campo; Será de madrugada de Eduardo Contreras, además de las muy conocidas de Ramón Díaz Eterovic); de la crónica y la entrevista, (Alfredo Sepúlveda, Virginia Water), el de la novela de aventuras (Ricardo Candia Cares, Operación Cavancha, Jorge Molina Sanhueza, Asesinato en el estado mayor), el modelo de la confesión (Arturo Fontaine, La vida doble); del folletín historiográfico, como en Mapocho de Nona Fernández, de la ciencia ficción (Jorge Baradit, Lluscuma), y a proyecciones y orientaciones disímiles, tales como la paródica, la alegórica, la mítica, la meta discursiva o la didáctica, y que pueden funcionar de modo excluyente o aunado.
Este es el contexto en el que se inserta Entrenieblas, la reciente novela de Diego Muñoz Valenzuela que se presenta hoy. Se trata de una obra que comparte muchos rasgos y enfoques con aquel corpus. Pero lo que interesa destacar aquí, me parece, son más bien sus diferencias, todo aquello que establece su singularidad, su personalidad podría decirse, y que, por lo mismo, amerita nuestra atención.
En este sentido, por ejemplo, habría que considerar, lo que dice relación con la perspectiva del hablante, lo que se podría considerar como su disolución que es, al mismo tiempo, su duplicación. Digo esto porque el texto viene precedido por un “Prefacio” en el que el autor explica la génesis del libro, se refiere a su título, reflexiona sobre sus objetivos, insistiendo en su experiencia personal, en su afán por elaborar un testimonio literario en el que prevalezca el deber de memoria. Pero, al leer la novela nos encontramos, no con una narración estrictamente personal, la de un sujeto que recuerda, sino más bien la de un personaje que recuerda “a través de”, es decir a través de un narrador externo, en tercera persona como se dice desde hace mucho, el que sigue paso a paso los gestos, actos del protagonista y externaliza sus pensamientos. Pero, al mismo tiempo, se constata que la narración se dispone según el modo de un “Diario de vida”, que es una de las concreciones más frecuentes de los relatos autobiográficos, de las escrituras del “yo”. Hay entonces esa doble perspectiva, o esas perspectivas que se contraponen y complementan, donde la asunción de lo personal parece que no puede hacerse sino a través de la búsqueda y del establecimiento de una distancia, de un desdoblamiento explicable quizás por el deseo de racionalizar, de ordenar y también de exorcizar demonios personales e históricos.
Se trata de un “Diario de vida” que comienza relatando lo sucedido, el 11 de septiembre de 1973 a las cinco de la mañana, se precisa en el texto, y que termina el 10 de septiembre de 1975. Son entonces dos años de la existencia de Diógenes, el joven protagonista –que en esa primera fecha está terminando sus estudios secundarios y que posteriormente ingresará en la universidad–, los que aparecen allí evocados selectivamente y con mayor o menor detalle, según el grado de conocimiento y de importancia que el narrador posee o le atribuye a lo sucedido.
Surge así, desde la óptica de ese joven ilusionado y comprometido con la política de cambios impulsada por Salvador Allende, y a partir del momento del violento quiebre de ese programa, todo un conjunto de reminiscencias que abarcan múltiples aspectos de su ser íntimo y de su ser social. De modo que el narrador dará cuenta de la sensibilidad y también de la juiciosa emotividad con la que Diógenes encara o elude las nuevas condiciones de vida impuestas por los militares, cómo reacciona frente a las situaciones de violencia y terrorismo de estado, transmitirá sus percepciones en relación con los avatares de su familia, y de las a veces muy trágicas consecuencias que trae consigo, en el ámbito educacional, laboral, y relacional, el orden del terror instaurado por la dictadura. Pero también la reacción de quienes se atreven a oponerse, y sus consecuencias.
Acertado me parece el título escogido por Diego Muñoz para su obra. Y él, en el citado “Prefacio”, lo explica así: Entrenieblas “fue la sensación que mejor describe mi experiencia. Es una memoria borrosa: como si la historia se observara a través de una ventana empañada por un largo invierno. O desde unos ojos inundados por las lágrimas, O desde una ciudad inundada por una niebla densa y persistente”(7). Y tiene razón, cómo no habría de tenerla. Pero me parece que junto con esto, ese título sugiere además de las ideas de incertidumbre, confusión, desencanto, esos sentimientos en los que, frente a los hechos, el protagonista se ve envuelto y, yendo todavía algo más allá, orienta hacia la caracterización del universo representado como un mundo de tinieblas, de sombra, de oscuridad, de tenebrosidad, en suma, como un infierno. Nieblas y tinieblas que son sin embargo referidas con un discurso transparente, ágil, fluido, directo, eficaz, consecuente con el propósito de objetivación verosímil de una conciencia que se mueve entre el desaliento y el denuedo, en un constante vaivén en el que van sucediéndose o alternando, aventuras y desventuras, esperanzas y decepciones, alegrías y tristezas, sosiegos e inquietudes, aprensión y coraje, actuación e impotencia, lealtades y falsías.
Se destaca, además, ese retrato que se va configurando del personaje central, ese adolescente –lector impenitente, estudiante responsable, autocrítico, emocional y reflexivo– apabullado por la Historia, abrumado por el peso que cada acción puede significar, confundido, aturdido frente a callejones sin salida aparente, turbado por las vicisitudes de una vida desquiciada y que se pregunta y se cuestiona por su presente y su porvenir: “Sigo vivo nada más por temor instinto. Sin ninguna justificación real. Soporto el horror y el abuso a costa de la ignominia. Cada día traiciono, reniego, abomino, me muerdo la lengua sólo para continuar respirando. ¿Qué clase de vida tengo? ¿Qué futuro surgirá de este caldo abominable?” (140).
Y es que Diógenes quisiera poder hacer honor a su nombre, tener la posibilidad de asumir una idea radical de libertad y de desparpajo, poder ejercer una autonomía en opiniones y comportamientos, pero al igual que sus padres, que sus pares, que sus amigos, y que todos los que piensan como él, ha sido sacudido y vapuleado por aquella intervención militar que termina por instaurar “los tiempos del ogro”, para aludir a otro de los títulos de Diego Muñoz. Sin ánimo de hacer malos juegos de palabras ni humor negro, o moreno, que me va mejor, Diógenes, nuestro Diógenes, podría exclamar como César, Vallejo claro, el de Los Heraldos negros, aunque con las diferencias que se imponen, “Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!” y continuar con aquellos versos que dicen “Y el hombre... Pobre... ¡pobre! Vuelve los ojos, como / cuando por sobre el hombro nos llama una palmada; / vuelve los ojos locos, y todo lo vivido / se empoza, como charco de culpa, en la mirada”. Ante la tragedia, el hombre se siente culpable, piensa que la esa circunstancia es producto de su actuar, se siente responsable y se instala en la incertidumbre y el dolor. Pero el personaje tomará las decisiones que le permitirán, se supone, atenuar la angustia, contrarrestar ese infortunio causado por otros hombres, ir más allá del constatar hechos,  sensaciones o estados de ánimo, y comprometerse para participar de manera enfática y no sólo circunstancialmente, en actividades de impugnación y resistencia.
Con experiencia privada y experiencia social entretejidas, con la manifestación de lo fáctico visto a través del prisma del mundo sensible, por medio de los avatares de la subjetividad engarzados a la Historia, proporcionando los materiales discursivos para pensar y analizar las presencias y sentidos del pasado, Entrenieblas evoca los sueños truncados por un despertar de botas y por sus consecuencias de todo tipo, esas que transformaron la nación en una consternación. De este modo, se propone una ficción como un envolvente lugar de interrogación de los marcos de la experiencia individual e histórica y la pone al servicio de un pensamiento y de una actividad de recuperación y transmisión de la memoria.
Mucho más podría decirse sobre este hábil y bien concretado ejercicio literario. Se podría hablar de las anécdotas que contiene, y de la representación que hace el narrador de  cómo se viven los afectos, de cómo se sobrevive en medio del sistema represivo, de cómo se va construyendo la fotografía de una época, por ejemplo. Y de cómo se despliegan las múltiples facetas del texto, que hacen de él simultáneamente un testimonio, una saga familiar, una diario de vida, una novela de aventuras y de formación. Todo eso lo descubrirán sus ávidos lectores. Pero no quisiera olvidar algo que también me parece significativo y que tiene ver con la realización y la recepción de esta obra. Porque las motivaciones de la escritura y acogida de los virtuales destinatarios hacen que aquí el texto se perciba como un espacio para conocerse y reconocerse, y dando la vuelta al esquema, para que la literatura se convierta en mundo y vía de conocimiento y de autoconocimiento. No es éste el menor de los méritos de Entrenieblas.

Fernando Moreno

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