23 octubre, 2005

El paseo matinal


Pasaba por ahí todas las mañanas, con las manos nerviosas ocultas en los bolsillos de su abrigo ya tan raído. La observaba en silencio, hasta olvidaba el hambre por momentos mientras le enviaba imágenes alegres, celos, sufrimientos. Concentrábase en ese aire altanero, en esa distancia suya, en sus ojos perdidos a lo lejos. Nunca pudo desalentarlo su indiferencia, tampoco esa distinción tan lejana a su propia miseria.

En ocasiones ella sentía la calidez de su mirada; quizás hasta alguna vez quiso responderle, sonreírle a él en especial o derramar alguna lágrima. Pero hay tantas, tantas cosas prohibidas para un maniquí encerrado en su vitrina. Aún así, él sobrevivió todo ese tiempo gracias a ella.

* Ilustración de http://kusari-blah.deviantart.com

14 octubre, 2005

El hombre de las gafas enormes

La primera vez que vi en persona a Salvador Allende fue en un mitin para las elecciones presidenciales de 1964, como candidato del FRAP (Frente de Acción Popular). Yo estaba feliz, instalado sobre los hombros de mi padre, observando a ese señor de lentes con marcos tan gruesos hablando desde una improvisada tribuna en los alrededores del Parque Forestal. Su discurso estaba lleno de pasión y aunque miraba de vez en cuando unas cuartillas invisibles para nosotros, parecía que las palabras brotaban de su corazón, y no desde una reflexión prefabricada. Yo era un niño, incapaz de vislumbrar el significado completo de su discurso, pero sí pude advertir la contagiosa emoción que emanaba ese hombre entrañable. Describía un mundo nuevo, esbozado en sus sueños, mientras flameaban estandartes azules desde donde sonreía un sol pleno de ilusión.

Como yo era un niño, no sospechaba la importancia que el hombre de profusos anteojos iba a tener en mi vida, y en la de millones de chilenos en los años venideros. Menos todavía podía adivinar los sentimientos que ahora me embargan ante la sola mención de su nombre, emociones que van intensificándose con el transcurso del tiempo. ¡Cuántas veces evité pensar en su apellido, aunque lo hubiese gritado mil veces, transmutado en consigna poderosa, aunque lo hubiese pintado en los muros de la ciudad, trasminado de lágrimas y risas! Para evitar el dolor, para enterrar ciertos sufrimientos, para vadear un terreno cenagoso, donde aguardan ciertas reflexiones con sabores amargos. Una sensación difusa, extraña, inasible; un sabor a hiel que visita la garganta. De alguna forma comprendo hoy, ahora que escribo estas líneas, que he tratado de exorcizar su nombre, aunque parezca lo contrario. Y no ha sido por cobardía, ni por vergüenza, ni por neutralidad, ni oportunismo, ni conveniencia, sino porque intuyo que entraña una reflexión pendiente para mí, para todos nosotros. No estuvimos a la altura, no estamos ahora, mucho menos...

No se confunda usted que me lee. No vaya a creer que le he arrancado el traste a la jeringa. O sea, conscientemente no. Y sin embargo, lo he hecho. Tampoco voy a avanzar demasiado en esta oportunidad, eso es lo peor. Es apenas el comienzo de una deliberación conmigo mismo. Y con ustedes. Intentaré explicarme nuevamente.

Creo que no comprendimos, no entendimos sus sueños. Ninguno de nosotros. Todavía no lo hacemos. Quizás entendimos otra cosa, algo que se asemejaba al mundo que narraba en sus palabras, pero que no era. Lo aplaudíamos y las palmas celebraban otra idea distinta, una que estaba al otro lado, más allá de, inalcanzable. La formidable distancia que a veces se da entre la racionalidad y las emociones. Tan lejos, tan cerca, Salvador Allende.

En la campaña presidencial de 1970 escribí decenas de veces su apellido en las calles de Santiago, vestido con un mameluco impregnado de pintura de todos los colores del arco iris. Escribía Allende, pero en verdad pensaba en solidaridad, en amor, en libertad, en esperanzas, en justicia; poco en mí, mucho en los demás. Yo trazaba enormes letras en el estilo del pop-ar,t y mis camaradas, delirantes chascones adolescentes, las iban rellenando con las brochas que sumergían en los tarros de pintura amarilla, verde, roja. Nuestra alma se quedaba allí, adherida a las paredes de Santiago. Pintábamos sueños, no consignas.

Cuando vivimos el interminable invierno que se extendió por diecisiete eternos años, no vaya a pensar usted que no hice nada, que me quedé con las manos en los bolsillos, esperando un milagro. Que renegué del hombre de las gafas enormes. No, no viene de allí mi amargura, no se equivoque. Es otra cosa, es algo infinitamente más complejo que cualquier escritura, que cualquier pieza de música que pudiera ejecutarse. No voy a poder decírselo, ¿me entiende? En medio de esa noche terrible escribí su apellido y agregué a su lado la palabra VIVE. No estuve solo, había muchos otros al mismo lado. También escritores y artistas. No fui un héroe, para nada, estaba muerto de miedo, con frecuencia a punto de cagarme en los pantalones. A veces pintábamos durante el toque de queda. En la noche silenciosa, interrumpida apenas por el paso ocasional de las patrullas militares, nos parecía que el sonido de las brochas superaba el despliegue atronador de las orugas de un tanque. ALLENDE VIVE, escrito en letras temblorosas, espectrales, manchadas de miedo.

El día que Salvador Allende ganó las elecciones, el 4 de septiembre de 1970, la increíble noticia recorrió el país de punta a punta. El sueño hecho realidad, al cuarto intento, contra todas las probabilidades, las estadísticas y las encuestas; contra los poderes omnímodos, los internos y los foráneos. Derribado por una gripe brutal, estuve condenado a escuchar las noticias en la vieja radio a tubos que reposaba sobre el velador de mi padre. El corazón iba dándonos vuelcos con cada cómputo. Ocurría lo imposible. Aquello que demandaban los estudiantes en el París de Mayo de 1968, estaba convirtiéndose en palpable materialidad: seamos realistas, exijamos lo imposible. Lloré de alegría junto a esa bendita radio que me traía las noticias de mis compañeros felices, diseminados por el país, por el mundo. Con cierta sensación culposa, alentados por mi pujanza, mis padres salieron a celebrar, y aunque estuve solo esa noche, mientras los demás celebraban en las calles, jamás –en el resto de mi vida- he vuelto a sentirme tan acompañado.
Después tantas cosas, tantas. Lo que algunos llaman el devenir de la historia (¡qué simple suena dicho así!). Vi muchas veces al Compañero Presidente, como lo llamábamos con auténtico cariño. En marchas, aniversarios, salones, en la televisión, con una sensación cada vez más rica en emociones. A poco andar del gobierno de la Unidad Popular, la marcha de los acontecimientos comenzó a parecerme insoportablemente morosa. Todo esfuerzo me parecía insuficiente, precario, tímido. Aunque también percibía los peligros de la desunión y los esfuerzos siniestros de la derecha fascista y los oficiales del imperio.

El cielo fue adquiriendo tonos grisáceos y la atmósfera se cargó de electricidad hasta un extremo insoportable. Recuerdo el 10 de setiembre de 1973 como un día triste, gris, tenso, pesado; el ambiente anunciaba hechos terribles. Al día siguiente, muy temprano, partí caminando desde mi casa al colegio; una distancia de por lo menos cincuenta cuadras. No había microbuses, esa era la razón de la caminata; las continuas huelgas de transportistas procuraban paralizar la actividad productiva, las clases, todo. Por eso los estudiantes que apoyábamos al gobierno de la Unidad Popular nos levantábamos de madrugada para asistir a clases; lo sentíamos nuestro deber patriótico. Nuestro profesor de matemáticas hizo lo propio ese día; antes de la hora oficial estábamos iniciando su clase con la mitad de los alumnos. Antes de las nueve de la mañana ingresó intempestivamente a la sala uno de nuestros compañeros de curso anunciando, exaltado y feliz, el golpe militar en curso. Nos miramos espantados, atónitos, aunque el suceso era más que previsible a esas alturas. Los aviones de la Fuerza Aérea comenzaban a sobrevolar la Moneda a escasos doscientos metros del colegio (era el Instituto Nacional).

Bajamos al subterráneo para organizar la resistencia. Éramos un puñado de adolescentes dispuestos a defender al gobierno del Presidente Allende hasta la última gota de sangre. Allí esperamos una hora que llegaran unas armas que jamás arribaron. El ruido de los Hawker Hunter era atronador, terrorífico. Un profesor vino a decirnos que nos fuéramos para la casa. “Nunca van a llegar esas armas, muchachos, váyanse antes que los masacren”. Nos fuimos, con los ojos rojos, llenos de lágrimas y de rabia. El bombardeo estaba próximo a iniciarse y se escuchaban ráfagas de ametralladoras por doquiera y el espantoso trepidar de los helicópteros que llevo grabado en la médula de los huesos. Milagrosamente tomé una micro aparecida como por arte de magia, tal vez la última, en silencio. Nadie hablaba. Imperaba un silencio sordo y terrible que me apretaba el estómago con su peso infinito. Todo el camino de regreso experimenté una amargura tremenda. Una vez en casa, alcancé a escuchar su discurso, antes de que los aviones derribaran la antena de la Radio Magallanes, último bastión de la libertad de prensa.

He escuchado a muchas personas referirse en términos condenatorios al suicidio de Allende: que habría podido organizarse un gobierno en el exilio, menos represión, dictadura más corta, en fin, críticas miopes e injustas. Su suicidio fue el último acto de lucidez histórica, de entrega, de sacrificio por los demás. No tuvo sentido para él vivir la derrota de su proyecto político, porque no estaba derrotado, sólo interrumpido. La vía democrática al socialismo es posible, nos quiso transmitir; ahora es imposible, pero otras personas lo lograrán en el futuro.

Éramos demasiado débiles, crueles, mezquinos, desunidos, flojos, ingenuos, siniestros, serviles, egoístas, estúpidos para que fuera posible aquel sueño. Podemos aplicar esta misma frase en presente: somos... Eso es lo que me dolió ese día, lo que me sigue doliendo, cuando recuerdo el rostro del hombre con las gafas grandes, el hombre que tantos años encarnó las esperanzas más altas del ser humano. Y que lo sigue haciendo, más allá de la muerte, con esa voz tan querida que me susurra sueños por dentro.

12 octubre, 2005

NO TE LO PIERDAS. Reproduzco este interesante artículo del periodista chileno Paul Walder acerca del farandulero medio LUN, donde el autor reflexiona con especial lucidez acerca de la estrategia del consorcio periodístico. Fue publicado originalmente en PUNTO FINAL y lo encontré en el periódico electrónico www.elclarin.cl


LUNáticos (a propósito de una carta)



escrito por Paul Walder*
miércoles, 21 de septiembre de 2005

Hacia las postrimerías del siglo XIX la familia Edwards ya escribía con sangre y fuego la historia chilena. Cuenta Jorge Edwards en El inútil de la familia que hacia 1891 la rama poderosa de la familia “estaba en la primera línea de la conspiración (de la guerra civil), y el resto de la parentela la seguía en forma incondicional”.

El relato rescatado por el novelista nos dice que el banco familiar “había contribuido poderosamente a financiar las compras de armamentos del bando revolucionario”, información que daba vueltas al mundo por aquellos años: el novelista Joseph Conrad relató a “una familia poderosa, de origen inglés instalada en Valparaíso, que financia una guerra civil a fin de apoderarse de la riqueza del salitre”. Tal vez, dice Jorge Edwards, encontremos aquí cierta exageración propia de un novelista, pero algo había vislumbrado Conrad, lo mismo que durante su infancia su tío Joaquín Edwards, el inútil de la familia.

No alcanza a pasar un siglo cuando esta familia vuelve a conspirar, hechos que ya no requieren rescatarse desde los oscuros recuerdos de un niño ni de la novela histórica. Los Edwards, esta vez desde su tribuna medial, se colocan en la primera línea de una campaña del terror, instigan a las fuerzas armadas a defender los privilegios de la oligarquía y desenlazan uno de los capítulos más bestiales de la historia. Tras el retorno a la democracia, El Mercurio se instala como un centinela que advierte a los actuales gobernantes -tal vez no con los sables, pero sí con el capital- las penas que caerán si vuelven a tocar la privada propiedad.

No ha sido suficiente para la familia tener la vigilante mirada de El Mercurio bien emplazada y a sus vigilados bien cohibidos. Un nuevo proyecto, amparado bajo la concepción de la libertad de expresión, apunta a crear una eficiente maquinaria que mantenga bajo control a la sociedad civil. Tras el fin de la censura y de las verdades impuestas por decretos, el consorcio Edwards ha puesto en marcha una estrategia medial que, muy adaptada -y también enmascarada- al terreno del (falaz) libre mercado de las ideas, busca los mismos fines que la oficina de comunicaciones de la dictadura: el desmantelamiento de las voluntades, de la capacidad de reflexión, el desarme intelectual y estructural de la sociedad civil.

El reciclaje de Las Ultimas Noticias, de ahora en adelante LUN, que ha pasado de ser un diario tradicional de información general con ciertos tintes culturales –en sus páginas escribieron reconocidas plumas- a un órgano difusor de la industria de la conciencia y los deseos, trasparenta el pragmatismo ideológico de nuestras oligarquías en el sentido que todo vale en la defensa de sus negocios, lo mismo el tráfico de armas, los golpes en el pecho o la mentira. De la insufrible liviandad de la farándula puede, si se diera el caso, echar mano nuevamente a su know-how golpista o incorporar al mercado un producto pornográfico. Si de negocios se trata, éste vende más y mejor que las estampitas de santos.

Con LUN el consorcio completa un nuevo pool de medios que funciona como gran industria del control y los deseos. Desde El Mercurio vigila la institucionalidad política y económica, las beatas de La Segunda hacen lo suyo con el imaginario cultural burgués y desde LUN se promueve la fragmentación social y la estolidez individual como valores de la libertad de acción y pensamiento. Una batería de productos culturales elaborados como eficiente barrera a la libre circulación de ideas y, a fin de cuentas, como una perfecta máquina reaccionaria para la contención.

El proyecto de LUN busca generar una sociedad de espectadores doblemente pasivos. Se trata de instalar una apatía que asimila la realidad como un espectáculo, el que no solo se apoya en el producto televisivo –que es el gran contenido del diario- sino que también en los eventos informativos, que dramatiza y personaliza en una estructura propia de la televisión, la que se eleva como lectura a todos los eventos, sean sociales, económicos, deportivos y, claro está, también políticos. Es una doble pasividad porque las informaciones de LUN cuyas fuentes no son la TV han pasado previamente por el tamiz de la pantalla. LUN interpreta la pseudo realidad de la TV; le entrega una versión políticamente filtrada e inocua a su público, que es el espectador, de bata y pantuflas, que cada noche sumerge sus frustraciones y se masturba con sus deseos ante la pantalla. El mérito de LUN es masajear y ayudar a olvidar la vacuidad personal.
LUN, aun cuando parece ser un inocente medio alimentado por la TV, cuyos contenidos amplifica, tiene una evidente línea editorial, que consiste, precisamente, en trasladar a la categoría de evento nacional situaciones menores y, en muchos casos, socialmente irrelevantes. Un ejercicio periodístico que al encubrir el conflicto social e interpretarlo como mal individual, afianza la inmovilidad y el conformismo, que es también marginación y frustración. LUN no ve causas sociales, sólo atiende a los efectos, los que son siempre individuales. Interpreta un mundo en el que la pobreza, la exclusión, la discriminación, son fenómenos que competen, exclusivamente, a los individuos. Según los criterios de LUN, la discriminación por ser pobre, negro o mapuche no son fenómenos sociales, sino simple mala suerte. No contar con salud o protección previsional no apunta a un sistema político, sino al destino individual.

Este diario no es un periódico de farándula; es un medio de información general camuflado, sí, bajo la apariencia de farándula. Y aquí radica su mayor peligro para la sociedad, que consume un producto que falsea la realidad. Bajo su apariencia inocua lo que hace es crear desquiciadas versiones informativas que al colarse como farándula ocultan lo que es: una gran mentira que tiene como objetivo adormecer y conformar. ¿A quienes? A los que no leen ni El Mercurio ni La Segunda, que son los potencialmente más peligrosos.

Los ideólogos de LUN son también maestros en la confusión. Mantienen, como en la tradicional y vieja Las Ultimas Noticias, a conspicuos columnistas, que bien pauteados y no pocas veces censurados –me consta- intentan crear un medio aparentemente abierto y pluralista. Pero es un ejercicio marginal, a pie de página, a contrapelo del público ganado (como verbo y sustantivo). Como si los pechos de silicona de sus modelos les certificaran de liberales. Son la reacción disfrazada de liviandad y libertad.

*Periodista chileno
Columna publicada en la Revista Punto Final

09 octubre, 2005

Escribir un cuento

El mecanismo de la escritura de un cuento me sigue pareciendo enigmático, y creo que entenderlo del todo –más que ser imposible – resultaría poco beneficioso, al menos para mi propia producción, dentro de los cánones estéticos que la guían. Esto básicamente porque creo – citando a Poli Délano – que uno cuenta una historia para decir otra cosa. Hay para mí una necesidad de subterráneos en la literatura; me parece imprescindible que existan capas sedimentarias en la lectura, así como en la geología, distintos lechos que hablan de distintas cosas, a propósito de una misma historia. La entretención tal vez resida en esa primera capa de significado, la más visible y evidente.

El cuento me ha venido de distintas maneras, siempre oscuras y misteriosas, sin develar hasta última hora y quizás nunca sus verdaderas intenciones. Otras voces, otras historias, otros temas anidan bajo la superficie, se deslizan entre medio de las palabras, se insertan en medio de la acción aparentemente regulada por el ritmo de una historia más o menos lineal. Como si uno fuese mediador de un mundo más complejo que el nuestro, para cuya descripción el lenguaje no es suficiente como medio de soporte, sino que debe ser el resorte de una sugerencia, una evocación oblicua de algo que queda a medio expresar y a medio comprender en nuestras conciencias.

A veces el cuento viene como una criatura completa, una sensación de entidad terminada, de un ser que debe ser vaciado al papel a la brevedad, con urgencia, de una sola vez, tal cual si fuera un alumbramiento. En estos casos el periodo de gravidez es muy variable, puede ir desde unas semanas hasta unos meses, incluso años. Incluso a veces este periodo parece no existir, pero sospecho que es porque ha ocurrido un proceso subconsciente, oculto tras las sólidas murallas de nuestra identidad profunda, que apenas se atreve a revelarnos sus auténticas aflicciones y motivaciones. La etapa de gravidez se compone en general de mínimos episodios conscientes donde van agregándose detalles a la trama, a los personajes, o definiéndose escenas o formas de expresión, sentimientos o sensaciones. Pero hay un trabajo oculto, submarino, incomprensible, que antecede esos episodios. Creo que hay un proceso de escritura que es previo a la escritura misma, al menos en estos casos.

Sin embargo, para la mí la duda surge cuando el cuento es el resultado de una improvisación, al menos de la apariencia de una improvisación, desde mi punto de vista. El cuento viene como dictado desde la nada, de una idea que aparece producto de la obligación, del enfrentamiento a la página (más bien a la pantalla) en blanco. Viene a ser como el resultado de la disciplina del escritor, de la cotidiana batalla con el oficio, sin duda un resultado que es expresión de una larga disciplina anterior: lectura, escritura, análisis, revisión, destrucción, reescritura, búsqueda, exasperación, fracaso, depresión, reflexión, renacimiento, éxtasis, redención.

Siempre viene a ser resultado de lo anterior, de la vida previa de uno, de los otros, de los que nos han precedido en el oficio. Viene a ser el resultado de ese escritor-duende que nos habita, y nos dicta aquellos sucesos que son la materia prima de los cuentos, sin que podamos comprender a cabalidad el significado de los textos que susurra al oído de nuestra conciencia. Pero a pesar de esta precariedad somos capaces de escuchar lo suficiente como para trasladar a un texto tales susurros en forma de cuento.

La morfología del cuento viene a ser otro enigma de diferente naturaleza. En el pasado he leído miríadas de textos que la tratan de develar con éxito relativo. He asistido a discusiones escritas y habladas relativas a mis propios cuentos, donde su identidad se ha visto disecada y mutilada a niveles intolerables para un creador. Mal que hablamos de una entidad muy parecida a un hijo, es doloroso ver al vástago extendido en la mesa de los científicos insensibles, provistos de bisturís teóricos implacables. ¿Será o no será un cuento? se cuestionan los sabios, fijándose más en el fin que en los medios, sin percibir que están frente a una criatura completa, integral, inclasificable. ¿Qué hace que un cuento lo sea efectivamente? Algo puede decirse sobre la extensión, la forma, la trama, pero siempre algo escapa a la definición, cada nuevo espécimen confirma o conforma una teoría y derriba otro centenar.

Con estos hijos que llamamos cuentos, también vivimos una vida conflictiva. Ciertos cuentos desarrollan con el tiempo una vida propia y tienen destinos diferentes, incluso opuestos. Unos nacen vigorosos y adquieren independencia con rapidez, otros demoran más en crecer. Algunos tienen largas etapas de silencio, donde pasan inadvertidos, hasta que algo los hace dar un salto. Otros tienen una existencia moderada y muchos parecen destinados a un anonimato que puede considerarse inclusive cruel. No siempre los predilectos alcanzan mayor éxito. Pero favoritos o no, ciertos cuentos generan un celo en el autor, ocupan mucho espacio, son citados, antologados, referidos, vueltos a publicar. Es más, uno se convierte en el autor del cuento X, y deja de ser uno mismo, lo que para el alma controvertida del escritor puede ser doloroso, aunque contenga placer. ¿Es ese cuento más importante que su autor? Definitivamente he concluido que sí, que esos hijos nuestros son más importantes y que hay que dejarlos vivir sus propias vidas en libertad. El escritor debe vivir en el silencio, en la observación, lejos de los protagonismos perversos (el éxito en su definición neoliberal). ¿Son algunos de estos cuentos superiores a otros? No lo sé, son mis hijos, mi vida se va en producirlos, en darlos a la luz, no en clasificarlos. La medida del éxito – bien lo sabemos – es subjetiva y errónea. Soy apenas un traductor de estos designios enigmáticos, de los susurros de otros seres que me habitan, que también son yo, mi trabajo es escucharlos y ser su voz. ¿Será necesario explicarlos, buscarles sentido? Tanto como a la vida, podría ser una respuesta.
 
hits Blogalaxia Top Blogs Chile