24 julio, 2010

El hombre que temía a los gatos


dedicado a la Montesorrita, Alta Comisionada de la Internacional del Microrrelato en Chile

Cuando acabó el tiempo de las exposiciones teóricas, antojadizas y disparatadas, el auditórium se iluminó gracias a la predominancia del alivio. Llegaba la esperada hora de la lectura, y los microcuentistas –estructurados en perfecto carrusel- prepararon la artillería. La expectación de los asistentes sugería –de manera insolente y descomedida- que todos los preludios habían sido estériles, superfluos.
Pues bien, los escritores esgrimieron sus armas y lanzaron inmisericordemente toda clase de ficciones mínimas sobre la muchedumbre enfervorecida: medusas, cuchillos feroces, arcanos, lobizones, oleajes.
Hacia el término de la lectura, sin romper el silencio gracias a sus patas acolchadas, un gato saltó al tablado y luego a la mesa donde los autores sujetaban sus breves historias. Convertido en un ínfimo führer, les pasó revista. Se tomaba unos segundos frente a cada cual, examinándolos con sus ojos azules.
Al final del carrusel, estaba el joven alto y moreno. Lo escogió, le clavó su mirada maléfica y halló lo que buscaba: el miedo atávico. Lo arrinconó en el escenario, como hacen los boxeadores en el round que da término a la pelea. Le lanzaba ínfimos zarpazos mientras el público aplaudía a rabiar aquella performance.
Los autores despreciados por el gato deliberaron en susurros sobre el significado de todo aquello. Yo creo que nos introdujimos en un microcuento, aseveró G. Creo que es uno mío, discurrió S. Da lo mismo quien sea el autor, no sean presumidos, rabió P. Lo único que importa es el final, advirtió L. Mejor nos vamos, propuso D. Muy bien, aceptó M, la moderadora.
Se fueron todos. El público también. Sólo permanecieron el gato y el joven escritor acorralado, atrapados en la historia inconclusa.

20 julio, 2010

La amistad (en el Día del Amigo)


Entiendo la amistad como un concepto variable, que evoluciona con uno, mutándose junto a las propias transformaciones que van arrastrándonos desde la infancia a la madurez, en ese camino enigmático que va desde el nacimiento – partiendo desde un estado de no ser – hasta la muerte – donde volvemos al no ser, esto es a nuestro estado primigenio. En ese breve paréntesis que llamamos existencia o vida – ínfima hendedura en la eternidad del tiempo - tal vez el único consuelo sea el amor al otro, al cual bien podemos denominar también amistad, la forma de trascender esa soledad tan honda que llevamos dentro desde el inicio, el abandono que rompemos por un instante para entregarnos al otro que reconocemos como un ser valioso por aquello que sea que nos proporciona: placer, risa, sabiduría, reflexión.

La amistad es una forma de amor que involucra a personas concretas. El amor puede tener por objeto una idea, una misión, un lugar, una actividad; la amistad es un círculo más estrecho y limitado que involucra a otra persona. La amistad es un acto deliberado, se escoge a los amigos, aun cuando sea el resultado de una serie de coincidencias inextricables que se aproxima bastante a un determinismo filomecanicista. No hay más remedio que ser amigos en ciertos casos, en la medida que esa entelequia que denominamos el destino se empeñe en acercarnos, la amistad ocurrirá. O bien, las razones que fundan la amistad se encargarán de juntar a dos personas de manera inevitable.

¿Por qué se es amigo de algunos, unos pocos, y no de todos? Es un misterio que persigo desde la infancia: ¿cuál es la diferencia decisiva que permite la amistad? Tal vez sea nada más la intuición de una semejanza más profunda, un ciego instinto que hace que en medio de las tinieblas nos reconozcamos los seres de una misma especie, los que tememos a las mismas tinieblas, los que adoramos a los mismos dioses, los que compartimos sueños y esperanzas difusas, los que infringimos y obedecemos leyes equivalentes, los que ponemos el pie en el mismo fango de las miserias humanas.

La amistad tiene mil barreras: el tiempo, el espacio, la edad, el género, las convicciones, la sociedad misma; de esta forma se tiende a concentrar la amistad en los coetáneos del mismo género, al menos en las generaciones emergidas hasta mediados del siglo XX, en esta parte del sur del mundo, en un mundo muy compartimentado en todo sentido, donde cada cual ha podido afiliarse a una caja y rotularse con cierta claridad que ha terminado por diluirse y demostrar su completa inutilidad; a estas alturas una lección de la historia. Pero la amistad, no sin esfuerzo, puede saltar todas estas barreras, prejuicios, leyes inmanentes, cultura o costumbres, como queramos llamar a estas limitaciones torpemente inventadas por nosotros mismos. Al menos, creo haber vencido todas esas barreras en mi propia experiencia con la amistad.

En la amistad he encontrado la justificación más importante de la existencia. Estar con los amigos – llámense padres, hijos, hermanos, compañeros, colegas, cofrades – es el momento más intenso de la vida, cuando más intensamente se sienten sus vibraciones. Tengo la suerte de ser amigo de mis padres, de mi hermana, aun cuando a ellos no podía elegirlos; eso es una suerte mayúscula que la vida me ha enseñado a apreciar. No hay pareja sin amistad y antes que nada me considero amigo de mi compañera. Creo dar amistad a mis hijos, no sólo paternidad, con su imprescindible carga de autoridad y jerarquía, y espero tener la fortaleza de persistir en esto, hasta donde me sea posible a ellos y a mí. Y creo haber tenido la suerte de encontrar a varios hermanos y hermanas de esos que llamo amigos, sin lazos sanguíneos, pero con vínculos más estrechos que la propia hermandad. La edad no ha sido obstáculo, tampoco el sexo o la extracción social; menos aún las convicciones políticas o religiosas. La amistad se ha impuesto siempre de esa manera misteriosa que tiene de marcar su presencia, sin aviso, precedida incluso de ciertos conflictos distractores no triviales, lenta en su eclosión, sembrada de dudas y desconfianza, recorriendo con pereza el sendero que se ha de continuar juntos, más allá de cualquier distancia.

Varios de mis amigos están lejos, hablo de la distancia geográfica, cada día menos importante en un mundo pleno de conexiones de voz e imagen. Cada día es menos importante donde nos encontramos para proseguir la amistad; a miles de kilómetros podemos conversar, planificar reuniones, sembrar la semilla de futuros encuentros reales y virtuales. La lejanía es algo teórico, estamos tan juntos o más que cuando compartíamos barrio y vida con la intensidad propia de la juventud más temprana. La única distancia definitiva es el no ser, la muerte, la pérdida final, aun cuando la fotografía y el alma del amigo se queden muy dentro de uno hasta el término, integrados a nosotros. Porque la amistad viene a ser una suerte de transferencia de ideas, de sentimientos, de sensaciones, de aberraciones – de todo lo luminoso y lo oscuro del ser humano – en la cual vamos entregando y recibiendo, perdiendo y ganando identidad al mismo tiempo, siendo y dejando de ser, convirtiéndonos en el otro que de alguna manera siempre hemos soñado ser, eso que algunos tratamos de alcanzar a través de la escritura literaria.

El amigo o la amiga vienen entonces a ser la oportunidad de superar esa infinita soledad que llevamos a cuestas, la posibilidad de la trascendencia más allá de la mera vida individual, la negación del egoísmo y la exaltación de lo social. Así se alcanza en plenitud una justificación de la existencia: no he encontrado otra razón más profunda que ésta. Incluso pienso que la escritura literaria, esa obsesión que nos mueve a los escritores, es también una forma de compartición, de acercamiento a otro invisible, misterioso, con quien establecemos una amistad fuera del tiempo y la geografía. La obra literaria es un medio para compartir experiencias o sensaciones con otros que probablemente jamás conoceremos, aunque se materialice ese nexo misterioso que depende de la complicidad entre el lector y el escritor. Es una hipótesis de amistad, una sonda enviada a un espacio lejano, donde será recogida y reconstruida por otros seres con los cuales existe una hermandad, una entrega mutua, más allá de las barreras espaciales y temporales donde nos movemos en nuestra existencia a la vez precaria y maravillosa.

17 julio, 2010

Premio Nacional de Literatura 2010


Como ya es costumbre, tras un largo silencio de dos años, el ambiente de las letras comienza a remecerse a medida que se aproxima el otorgamiento del Premio Nacional de Literatura. Se sale del ostracismo para dar el minuto de gloria a un elegido, así como también para decir que la literatura importa. Las candidaturas se alzan, saltan chispas, y se impone la polémica. Así ocurrirá hasta que el Premio se otorgue y venga un nuevo y largo espacio de silencio que se extenderá por otros dos años.

A menos que se restituya la esperada anualidad del Premio, proyecto que forma parte de propuestas legislativas en curso cuyo estado desconocemos.

No es, por desgracia, la frecuencia bienal el único problema que afecta al otorgamiento del Premio Nacional de Literatura. Quizás si sea el principal, porque se va engrosando la interminable lista de postergados e ignorados a la hora de las discusiones.

Por cierto que una eventual entrega anual (llevamos esperando más de veinte años) mitigará las injusticias y postergaciones, pero otra cosa son los mecanismos de elección, donde se advierte una serie de insuficiencias que ya he caracterizado en otras oportunidades. Sin embargo, vuelvo sobre tales carencias, ya que vivimos en un país que adolece de la enfermedad del olvido y la eterna postergación de los asuntos importantes.

El mecanismo impone la necesidad de levantar “candidaturas”, por ende campañas. Esto -en mi opinión- le da un toque farandulero al ambiente literario chilensis, ya afectado de manera endémica por una fuerte dosis de provincianismo.

El reglamento exige la presentación de “candidaturas” con los correspondientes respaldos institucionales y personales. Se forman bandos, comandos y tropas de activistas con medios desiguales según su acceso a los medios de comunicación o al poder político y económico.

En otras épocas era un jurado ilustrado –compuesto básicamente por escritores y estudiosos de la literatura nacional- quien decidía, con prescindencia de cualquier tipo de candidatura oficial, en función de los méritos de la obra, quiénes podían ser merecedores del galardón y después de intensas (y normales) discusiones llegaban a un acuerdo. Este hecho ha sido relegado al olvido, igual que la premiación anual.

Ahora, en el mencionado proyecto de cambio jurídico (que ya he dicho, se desliza detrás de bambalinas) se pone en discusión –por ejemplo- que el jurado deba integrarlo la Universidad de Chile, argumentando que se trata de una discriminación odiosa –un monopolio ha llegado a decirse- hacia otras casas de estudio superior. Tiemblo al pensar que terminen por llenar su cupo casas de estudio vinculadas a grupos religiosos tan poderosos como sectarios y fanáticos, como aquellas administradas por grupos económicos tremendos. Me aterra mucho más el remedio que la enfermedad.

Una de las piedras angulares reside en la composición del jurado: El Ministro de Educación, dos representantes del Consejo de Rectores (uno de ellos de la Universidad de Chile), un representante de la Academia Chilena de la Lengua, y el anterior premiado. Este año ese cupo correspondía a Efraín Barquero, quien ya ha anunciado que no asistiría por razones de salud, lo cual aumenta los niveles de incertidumbre acerca del ganador 2010.

De ese modo, tal composición asegura la presencia de un solo escritor en el jurado, a menos que los demás integrantes deleguen en un escritor, cuestión que –por desgracia- tiende a no ocurrir.

Aquí seré categórico: los premios para escritores deben ser concedidos por sus pares. Cualquier mejora en el procedimiento pasará necesariamente por el establecimiento de un jurado integrado por una mayoría de escritores, lo cual asegura un conocimiento más amplio de la creación literaria actual y una ponderación que actúe fuera de los ámbitos académicos, gubernamentales, empresariales y los efectos del marketing, el lobby y los mass media. De ese modo podía salvarse cualquier asomo de insolvencia para llevar a cabo una tarea tan especializada.

Con excepción del periodo de la dictadura militar, cuando los otorgaba una mayoría de escritores, los Premios Nacionales tendieron a darse a escritores con largueza de méritos, que por cierto suelen ser bastantes más que los premios disponibles. La lista de los premiables no galardonados es tan extensa como aquella donde figuran los laureados. El otorgamiento del Premio cada dos años no hace más que ahondar esta brecha.

Insisto en continuar proclamando que en nuestro pequeño país los estímulos para la creación literaria son menguados y cualitativamente pobres, reducidos en lo que se refiere a rango, variedad y alcance. Lo cual no implica reconocer los esfuerzos realizados por el Consejo del Libro en cuanto a premios, becas y concursos de proyectos. No obstante estamos lejos de ostentar un estado satisfactorio a este respecto: hay mucho qué decir al respecto.

Un país debiera ser algo más que una amorfa suma de individualidades hipertrofiadas. Mientras tanto se ejecutarán las campañas de rigor y se erguirán las candidaturas ilustres, aunque como país debiéramos ocuparnos en estimular el desarrollo de la creatividad, el intelecto y el goce de la lectura. Ya han hablado los expertos mundiales de la educación: lo que tienen que hacer los niños es leer, leer y leer. Para eso necesitamos buenos libros y muchos buenos escritores. No un solo escritor cada dos años, al cual se premia un día, para luego relegarlo al olvido.
Pienso que no es mucho pedir un Premio Nacional de Literatura anual otorgado por escritores sin necesidad de procedimientos de postulación. Mejor aún, que el galardón se conceda por géneros. Así el Estado reconocería la importancia de una actividad tan importante como solitaria y silenciosa: la escritura de las letras de Chile. Y pavimentaría con inteligencia y sabiduría el camino hacia el ansiado desarrollo.

16 julio, 2010

El falso idiota


Bramaba en un lenguaje ininteligible mientras agitaba el platillo para la recolección de las monedas. Vagamente una de sus letanías bestiales se asemejaba a un clamor por alimento, algo así como “tengo hambre”. En cualquier caso, el tono era desesperado y llamaba a la misericordia a los transeúntes. Su estudiada actuación lograba despertar, más que la compasión por su existencia desdichada, una sensación de culpa respecto de los propios privilegios. Ante los paroxismos del enfermo mental, su profuso babeo y su discurso indescifrable, las almas se estremecían y obligaban a los cuerpos a rastrojear los bolsillos en busca de monedas. Cada cierto tiempo el idiota, cerciorándose de que nadie lo estuviera vigilando, limpiaba la escudilla para regresarla a un estado de escualidez que fomentara la caridad. Cuando vi lleno el receptáculo y advertí que se preparaba a descargarlo, me acerqué con rapidez a su puesto y lo limpié con destreza inigualable. Escapé de allí muerto de risa, oyendo sus insultos y maldiciones pronunciados claramente, sin defectos.

10 julio, 2010

Quirópteros 1


El maldito murciélago ingresa a la pieza a través de las cortinas blancas y traslúcidas sacudidas por el viento que proviene de los Cárpatos. Ex profeso he dejado la ventana abierta para facilitarle la tarea. La horrible criatura se aproxima al lecho donde simulo dormir con la rutilante cabellera rojiza esparcida sobre la almohada de seda y el escote bien abierto.
Babeante, ávida, con los ojos inyectados en sangre y la boca abierta con los filosos colmillos preparados para hundirse en mi yugular. La veo acercarse con los ojos entornados.. Despliega sus alas membranosas y se arrastra hacia mi cuello. Siento su hálito fétido entibiando mis pechos.
Entonces rápida como un relámpago lo atrapo por las alas y devoro su cabeza maligna, la mastico, escupo los colmillos, y sigo con su cuerpo aún sacudido por convulsiones postreras, y su sangre cae sobre mi piel, una oleada de placer me recorre lanzo esta carcajada final que estremece a Transilvania.
 
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