03 mayo, 2020

El poder de los “inútiles”


Se reconoce que el quehacer del escritor es profundamente solitario. Requerimos de la soledad para poder dedicarnos a nuestra razón de existir. Pero la razón esencial de la literatura se encuentra en la sociedad, es a ella a quien interpelamos, más allá de nuestras ideas o intenciones. Se vive así en una constante contradicción entre sociabilidad y aislamiento. Sumergirse para entregarse al trabajo creativo con la mayor dedicación posible. Emerger, regresar a la vida social para nutrirse de nuevos elementos que comenzarán un proceso de fermentación en el subconsciente, generando material para una nueva escritura.
            Sin embargo, hay momentos históricos que afectan esta pulsión, y por cierto de maneras positivas y negativas. Por ejemplo, en la segunda mitad de los años 60 -como buena parte del mundo- vivimos intensamente la germinación de grandes cambios sociales, expresados en movimientos políticos que delineaban una evolución hacia estructuras sociales más justas y libertarias. Estos cambios fueron alentados por transformaciones previas que resultaron de las luchas de varias generaciones previas
            Este tránsito hacia un mundo mejor fue interrumpido -en el caso de Chile y varios países latinoamericanos- por brutales dictaduras criminales. Así como a fines de los 60 y comienzos de los 70 el aislamiento de los escritores fue suspendido y transformado en colaboración activa con los procesos de transformación social, en dictadura asumió formas de resistencia. Tal fue el crisol en el que se formó nuestra generación, mayoritariamente comprometida con la democracia y la lucha por restituir la libertad.
En el proceso regresivo y en esencia reaccionario que llevó adelante la Concertación desde 1990, cuando se recupero nuestra débil democracia, se inició una desmovilización de los actores sociales. Esto afectó por iguales a escritores, artistas, intelectuales, académicos, profesionales; a toda la gente vinculada al pensamiento, con excepción de aquellos que cerraban filas como militantes y asumían cargos en los partidos del nuevo oficialismo o en la administración del estado.
Así se alentó una diáspora y una etapa proclive al aislamiento, que tuvo beneficios en los años venideros: la producción de una serie de obras que abordaron de diversas formas la “era del ogro” así como otras renovadoras en la forma o el fondo.
Viene un periodo de silencio, de voces individuales, de escasa acogida al pensamiento críticos en los medios. Mientras tanto el neoliberalismo impuesto en dictadura se enquista en todos lugares: se apodera de gran parte de las empresas públicas, se glorifica al dios omnipotente del mercado como mantra milagroso de la gestión, se entroniza en las universidades y la educación. Vamos camino de ser los jaguares del continente, asumiendo que la concentración de grandes capitales producirá al “chorreo” hacia los sectores “vulnerables”, el eufemismo que permite desterrar el incómodo vocablo “pobreza”. Desaparece la pobreza del campo lingüístico.
De pronto vino, literalmente, el “estallido”, la rebelión ciudadana iniciada el 18 de octubre de 2019; rebeldía que siempre estuvo presente, pero que jamás fue escuchada ni considerada desde el poder. Gran sorpresa para los gobernantes y la abrumadora mayoría de los partidos políticos. Surge en la palestra un descontento esencial y vigoroso, la desigualdad extrema emerge a la superficie junto con el abuso. “Chile despertó” fue una de las frases acuñadas. De pronto los 30 años de democracia mostraron la parte oculta de su rostro. Y junto con esta rebelión, lo esperable es que surgieran las voces de los escritores y los intelectuales comprometidos con esa ciudadanía movilizada, porque forman parte de ella.
Es un despertar gradual, no explosivo (cuando debiera serlo) porque hicieron y hacen lo suyo los años de adormilamiento y falta de protagonismo (en el sentido de la acción), unidos a la transformación social realizada en 30 años (concentración de la propiedad de los medios de comunicación, transformación del modelo educacional y las universidades, acuñamiento de la “industria cultural” para asimilar los procesos creativos a la economía neoliberal).
Después hemos asistido a un espectáculo donde ningún agente político se ha hecho cargo nítido de las demandas sociales, erigiendo un liderazgo que ofrezca soluciones dentro de un cuadro integrado verosímil de transformaciones, necesariamente graduales y bien priorizadas. Y en las escasas e insuficientes soluciones planteadas hasta ahora, no se advierten las propuestas de cambio creativas y contundentes que un cambio efectivo requiere. Se tiende a repetir las fórmulas pasadas, a moverse dentro de los estrechos márgenes que el sistema neoliberal permite.
Ahora enfrentamos una doble crisis, pues la pandemia y sus efectos inmediatos y futuros (los más temibles), se adicionan y potencian con la constatación de las enormes injusticias y abusos del sistema neoliberal puestos a la fuerza sobre la mesa desde el 18 de Octubre de 2019. Peor aún, se nos previene -quizás para infundir miedo y generar control social- de que estamos a las puertas de una crisis económica tan contundente y fatal como la de 1929, la Gran Depresión.
En estas circunstancias ¿qué podría parecer más ocioso que las prácticas de la escritura, el arte o el pensamiento libre? Justamente cuando ni políticos, ni gobernantes, ni empresarios (hay excepciones tan honrosas como raras) han mostrado capacidad para ponerse a la altura del liderazgo requerido para superar esta doble crisis, sanitaria y socioeconómica.
            Son tiempos donde se espera una contribución esclarecida de los líderes formales, pero en cambio recibimos ausencia de información y un evidente predominio en cuanto a privilegiar la conveniencia de los negocios (la economía) por sobre el cuidado de las personas.
En estos momentos debiera ser más que bienvenido el aporte de la inutilidad del arte y el pensamiento, atendiendo a la posibilidad de que pueda volvernos mejores personas. Y encontrar soluciones originales, elaboradas fuera de los paradigmas imperantes en la sociedad en la cual vivimos, de la cual somos responsables.
En esta difícil etapa es necesario que se manifiesten e interrelacionen creativamente todos los conocimientos: científico, artístico, filosófico, económico, etc. Como en otros periodos complejos de nuestra historia. Intelectuales, científicos, artistas y profesionales deben salir de su soledad y desempeñar -juntos y en colaboración estrecha- un papel protagónico, expresando sus pareceres sin cortapisas y señalando caminos de solución para los graves y enormes problemas que nos aquejan.
En estos meses recientes, desde las ciencias, las artes y otras disciplinas, he advertido el inicio de un caudal valioso, pleno de aportes, que debe multiplicarse, pues puede ser una fuerza fundamental en el balance entre permanencia  y cambio.
Si queremos cambiar de manera efectiva, debemos delinear hacia dónde, en qué sentido, para lograr cuáles resultados. Y eso se debe diseñar e implementar con las grandes mayorías, no con minorías privilegiadas.
Las actividades “inútiles”, como la necesidad de crear e imaginar, son las que nos pueden conducir a los nuevos caminos, a salvarnos del inmovilismo y el aislamiento, a soñar y pensar juntos en un mundo mejor. Me parece imprescindible escapar de la prisión materialista e individual adonde nos ha arrastrado el actual estado de cosas. No veo otra manera viable para crear una sociedad donde resurjan como claves el humanismo y la libertad, donde dignidad y solidaridad sean las divisas fundamentales.

Diego Muñoz Valenzuela, escritor, presidente de Letras de Chile, ingeniero y miembro del Tribunal Supremo del Partido por la Dignidad.




El momento de la creatividad


En tiempos de pandemia y a las puertas de una crisis económica tan contundente y fatal como la de 1929, la Gran Depresión, ¿qué podría parecer más ocioso o menos efectivo que las prácticas del arte o el pensamiento libre? Justamente cuando ni políticos, ni gobernantes, ni empresarios (hay excepciones honrosas, pero no hacen nata) están a la altura del liderazgo requerido para superar la doble crisis, sanitaria y socioeconómica, en pleno desarrollo y ascenso.
            Son tiempos donde sería esperable la contribución esclarecida de nuestros líderes, pero lo que encontramos en ellos es ausencia de información y claridad, y un predominio de pensar en la conveniencia de los negocios (la economía) por sobre las personas. Quienes debieran establecer su prioridad primera en el cuidado a los ciudadanos, abdican de su deber al servicio público, eluden sus responsabilidades y se ponen a las órdenes de los dictados del becerro de oro. 
Ya he desarrollado estos conceptos en textos previos, no quiero ser majadero. Los chilenos se desenvuelven en esta difícil circunstancia con escasa ayuda del estado: sostienen en sus manos los fragmentos de los sistemas estatales destrozados por décadas de neoliberalismo. Me refiero a salud, educación, vivienda, previsión y transportes. En Chile ya no disponemos de derechos sociales, sino de “productos” de las empresas, por los cuales los ciudadanos deben pagar en un contexto donde imperan la desigualdad y el abandono.
El sistema público, creado a través de décadas de luchas y esfuerzos de gobiernos progresistas, fue desmantelado y convertido en coto de caza de los poderosos. La previsión es un negocio. La generación y distribución de electricidad fue entregada a manos privadas, igual que el agua; hablamos de servicios básicos y esenciales. Grandes empresas productivas del estado vendidas a precio de huevo para generar consorcios. La depredación ha sido máxima, ilimitada, vergonzosa, despiadada. Sobre esta base se ha construido una de las sociedades más desiguales del mundo.
Esta brecha vergonzante es la generatriz del estallido social del 18 de octubre de 2019, cuyo desarrollo fue postergado por la pandemia del COVID-19. La peste ha servido para demostrar cuán frágil es nuestra sociedad, cuán poco protege a las personas más pobres, cuán enfocada está en preservar los privilegios de los poderosos.
¡Cuánto bien y cuánta falta nos hace en estos momentos el aporte de nuestros artistas e intelectuales! Para infundir esperanzas, señalar caminos diferentes a los transitados o propuestos por las clases dirigentes, buscar soluciones fuera del ámbito de las recetas de manual.
En estos momentos debe ser bienvenido el aporte de la presunta inutilidad del arte y el pensamiento, atendiendo a la posibilidad de que pueda volvernos mejores personas. Me ha emocionado escuchar a una joven italiana tocando su acordeón y cantando Bandiera Rossa en el balcón de su edificio con una alegría capaz de infundir esperanzas a sus vecinos y a los transeúntes. Véala usted aquí: https://www.youtube.com/watch?v=cT7XD2XL8BQ.
No deja de llamarme la atención el reciclamiento de canciones como Bella Ciao o Resistiré que provienen de la lucha antifascista. Quizás se debe a la necesidad de infundir optimismo en una situación adversa, peligrosa, difícil e injusta.
No hay ningún beneficio, en el sentido económico, para la joven acordeonista italiana. No hay una finalidad utilitarista o comercial; se trata de regalar algo al otro que puede hacerlo sentir mejor, acompañado, en una situación donde cada individuo se siente solo y vulnerable.
Vivimos en una sociedad donde cada cual es un número, el de su tarjeta de crédito, el cupo con el que cuenta para adquirir salud, educación, alimento, vivienda, todo. En este mundo vale más lo útil que aquello que implica espiritualidad inútil: una tanqueta de la policía frente a un libro de poemas, la propiedad privada versus una pintura mural, el orden y la tranquilidad en oposición a la manifestación pública donde los ciudadanos expresan su sentir. Aquello que no genera beneficio económico se advierte como superfluo, hasta como peligroso eventualmente.
 El ciudadano está perdido en esta jungla donde impera la parcelación del conocimiento. Los expertos son los llamados a resolver los problemas de la sociedad y es el gobierno quien define quiénes poseen tal condición; el resto de la humanidad debe confiar en sus designios y dejarse conducir por su saber especializado. El absurdo máximo sería una nueva constitución diseñada solo por abogados y políticos de los partidos tradicionales.
La segmentación del conocimiento es un artilugio creado para relegar a los millones de ciudadanos a un rol pasivo: elector cada cierto número de años (acaso ejerce ese derecho optativo) y consumidor en el intertanto. Los economistas opinan de economía, los médicos de salud, y así; el ciudadano habita un mundo reglado por quienes detentan el poder político y económico.
En esta difícil etapa que vivimos resulta imprescindible que se manifiesten e interrelacionen todos los conocimientos: científico, artístico, filosófico, económico, etc. Como en los periodos más complejos de la historia. Científicos, artistas y profesionales deben desempeñar -juntos y en colaboración estrecha- un papel protagónico en la lucha contra la dictadura del beneficio económico, expresando sus pareceres sin cortapisas y señalando nuevos caminos de solución para los graves y enormes problemas que nos aquejan.
Un gran obstáculo es la parcelación de los saberes. Los problemas más complejos deben ser tratados de la forma más simple, de modo que todo ciudadano pueda comprenderlos, así como sus implicancias sociales. Es en la simplicidad donde el talento y la inteligencia deben jugar su batalla principal. Si la Nueva Constitución va a ser el resultado de la construcción de unos pocos, el resultado será un reflejo de la misma brecha desde la cual fue incubado: perpetuará el sistema injusto. 
El conocimiento y la creatividad son bienes preciosos que tienen una cualidad maravillosa: pueden multiplicarse al margen de las leyes de compraventa del mercado, acaso contamos con voluntad para ello. No ocurre lo mismo con el pan, la salud, la ropa, los bienes materiales. En cambio, si entregamos nuestro saber, generamos un proceso dual donde se enriquecen tanto los que dan como los que reciben.
En estos días, semanas, meses ya de la trayectoria que Chile ha recorrido, he visto magros aportes significativos que provengan de la clase dirigente y el gran empresariado.
En cambio, desde las ciencias, las artes y otras disciplinas, he advertido el inicio de un caudal valioso, pleno de aportes sustantivos, que puede y debe multiplicarse, ya que será una fuerza fundamental en el balance entre permanencia (status quo) y cambio (nueva sociedad).
Si queremos cambiar, debemos trazar hacia dónde, en qué sentido, para lograr qué resultados. Y eso debe delinearse y llevarse a cabo con las grandes mayorías, no desde las minorías privilegiadas, que es el mecanismo que pretende instalar la elite.
Por lo tanto, las actividades “inútiles”, superfluas, como la necesidad de crear e imaginar son justamente las que nos pueden ayudar a encontrar los nuevos caminos a transitar, a salvarnos del inmovilismo, a soñar y pensar juntos en un mundo mejor. Este es un llamado a levantarse, a participar, a organizarse, a desafiar el orden establecido, desde la inutilidad de las artes y el conocimiento. A escapar de esta prisión ramplona, materialista e individual adonde nos ha arrastrado el neoliberalismo, para crear una sociedad donde resurjan el humanismo y la libertad, para que la dignidad y la solidaridad sean las luces orientadoras de su nuevo rumbo.

Diego Muñoz Valenzuela, escritor, Presidente de Letras de Chile





Ser o no ser


Esa es la pregunta. La disquisición podría también formularse como tener o no tener. El neoliberalismo y la globalización se han impuesto en buena parte del mundo, sino completo,  aprovechando las debilidades y el fracaso de otras formas. Esto en Chile se hizo patente desde el inicio de la década del 80, cuando en plena y feroz dictadura se pavimentó el camino para un severo y escolástico experimento impulsado por los seguidores de la escuela de Chicago.
            En Chile hemos comprobado que el neoliberalismo, con su promesa de que el crecimiento de la economía resolverá todos los problemas de la sociedad, miente. La desigualdad ha crecido a niveles abismantes en todos los órdenes. El colapso ecológico generado por el modelo extractivista se manifiesta de manera evidente. No  hemos creado ciencia y tecnología propias, lo que nos permitiría participar con éxito en la sociedad del conocimiento y agregar valor en las exportaciones.
Además, desde 1980 se han deteriorado de forma sistemática, junto con disminuir la fuerza y rol del estado, bienes públicos tan relevantes como la salud y la educación. Justamente ahora se siente con mayor intensidad cualquier debilidad de la salud pública, en pleno ascenso de la pandemia y sus mortíferos efectos. No somos todos iguales ante el Coronavirus. Quienes cuentan con más recursos: habitan lugares amplios y aislados, utilizan sistemas médicos privados muy bien dotados, disponen de toda clase de recursos ante cualquier emergencia, no están obligados a arriesgarse a salir a trabajar.
Otros en cambio, entre ellos los afortunados que conservan sus fuentes de trabajo formales, deben asumir altos riesgos para concurrir en transporte público a sus puestos. Otros deben aceptar disminuciones significativas en sus rentas para conservar el preciado empleo mediante un acuerdo con sus empleadores, o utilizando el mecanismo que permite el uso del seguro de cesantía manteniendo el pago de las leyes sociales, que también genera baja de salarios. Los trabajadores de la economía informal, entre ellos millares de inmigrantes, han perdido sus ingresos en su abrumadora mayoría, aún más grave en su caso pues carecen de cualquier protección social.
Todo esto se produce cuando convergen los efectos de dos crisis sumadas: aquella que reventó el 18 de octubre de 2019 debido a la desigualdad socioeconómica, el abuso sistemático y el abandono de los más pobres, y luego la generada por la pandemia y sus efectos devastadores. Dos crisis acopladas, cuando una sola bastaba para sacudirnos como país hasta los cimientos.
Sumidos en este ominoso paréntesis que impide las manifestaciones, en condiciones de un estricto manejo de los medios de comunicación que impide un diálogo abierto y franco, y en el cuidadoso y dosificado manejo de la información clave para infundir una sensación triunfalista, solo podemos emplear nuestro tiempo para informarnos por vías alternativas y reflexionar sobre lo que nos sucede. También para comunicarnos, generar mecanismos de solidaridad y organizarnos para los momentos en que la crisis sanitaria sea -eso esperamos todos- definitivamente superada.
En buena parte del mundo ocurre lo mismo: gobiernos ciegos y sordos al sufrimiento de sus pueblos. Donald Trump es un ejemplo tan notorio como lamentable, además de influyente en los destino del planeta. Miente de forma descarada, desorienta, busca culpables, Por ejemplo, en enero de este año acusó a los demócratas de crear la farsa de la pandemia para dañar su presidencia. Por cierto ha ido modificando su discurso para acomodarse a las circunstancias de la realidad, pero sigue con sus falacias. Miente, miente, que algo queda. El comportamiento mortal del Coronavirus en Estados Unidos se expresa en cifras atroces, y castiga -como era previsible- a los más vulnerables: afroamericanos, inmigrantes latinoamericanos, los pobres del poderoso país. No hay dónde atenderse, los centros de salud están colapsados, no hay mascarillas para la población, los ventiladores mecánicos escasean aunque definen la diferencia entre la vida y la muerte.
Acá en Chile, lamento decirlo, creo que se replicará un fenómeno similar, más allá de las promesas y discursos triunfalistas.  Todo ello, como expresé antes, acentuado y agravado por la crisis socioeconómica previa.
Los analistas y los filósofos realizan toda clase de intentos por clarificar cuál será el destino de la humanidad post pandemia. Es interesante informarse acerca de todos ellos; los hay optimistas en exceso, de diversos tonos,  hasta francamente apocalípticos. Slavok Zizek, un delirante seductor desde mi posición, anuncia la llegada de un neocomunismo tras la crisis terminal del capitalismo (cuyas capacidades adaptativas no es conveniente menospreciar). Byung-Chul Han, en cambio, propone un escenario más continuista del sistema neoliberal, con modificaciones totalitarias que nos acercan a las peores pesadillas de 1984, la inquietante novela de Orwell. De este modo la ciencia ficción de corte sociológico ha invadido el escenario con sus predicciones, ya no establecidas desde  la creatividad de los escritores, sino que por filósofos, economistas y políticos.
Ciertamente la situación actual favorece el progreso del individualismo extremo, en continuidad con el sistema neoliberal que se basa en el consumo, el triunfo personal y la alienación. La situación se amplifica cuando se impone el descontento generalizado, el instinto de supervivencia, y la desconfianza en todas las instituciones y en particular en los partidos políticos. ¿Cómo salir de la doble crisis en estas circunstancias?
A mí me parece evidente, necesario, imprescindible que se genere un espacio progresista y amplio de cooperación, generación de acuerdos y mecanismos de solidaridad con los más frágiles. Sin embargo, esta es solo una creencia, que quisiera la compartieran muchos, millones de compatriotas. Eso implica dialogar, organizarse, concordar, unirse, contradecir y aislar el individualismo que ha creado el neoliberalismo, y exacerbado debido al miedo causado por la peste.
Hay un amplio espacio de unidad que puede generarse a costa de decisión y esfuerzo genuino. Esta es nuestra esperanza. Las cuestiones esenciales fueron propuestas desde el 18 de octubre. No sé acaso una transformación sustantiva en el orden mundial ocurrirá post pandemia. Pero sí podemos intentarlo en Chile y dar el ejemplo. ¿Nos preocuparemos más por la salud de la población? ¿Por su educación, por el desarrollo de la ciencia y la tecnología, por el cuidado del medio ambiente? ¿Desarrollaremos un sistema -cualquiera que este sea- centrado en la solidaridad humana? ¿Impulsaremos la colaboración internacional? ¿Combatiremos unidos la desigualdad como a una plaga nefasta?
 Ser o no ser, es la pregunta para Chile acaso deseamos construir una sociedad sobre nuevas bases. Eso requiere que seamos más conscientes, más fraternos, más reflexivos. Ser o no ser. Más unidos, más flexibles y más desafiantes para lograr un cambio trascendente.

Diego Muñoz Valenzuela, escritor, presidente de Letras de Chile



El sueño de la razón


“El sueño de la razón produce monstruos” es el título que Francisco de Goya y Lucientes -el gran pintor español y universal- puso, a fines del siglo XVIII, a una serie de grabados donde revela su maestría artística y su exquisita sensibilidad social.  Goya utiliza las visiones de los sueños para asentar su aguda y penetrante crítica, que puede encontrarse en toda su obra. Ahora, tras dos siglos y dos décadas de su creación, evoco esa imagen y ese título, cuando realidad e imaginación parecen converger en una difusa pesadilla en tonos de gris, como su grabado. Y medito en lo que habrá querido transmitir en su momento y en lo que podría significar para nosotros tras tantísimos años, aunque vengan a ser un instante en la historia de la humanidad, irreversiblemente condenada a repetir sus capítulos más dramáticos y crueles.
            Cuando contemplo esas crudas imágenes de ecuatorianos desplomándose en las calles de Guayaquil, no puedo sino estremecerme de horror. Cadáveres convertidos en piras, quemándose como si fuesen mera basura. Millares de muertos en España, la gloriosa cuna de Goya y tantísimos artistas e intelectuales que han hecho destellar la cultura universal. Miles y miles en Italia, Estados Unidos y por todo el mundo. Hospitales, morgues, funerarias repletas de cuerpos y ataúdes. ¿Qué clase de mundo vivimos? ¿Cómo llegamos a tal estado de cosas? ¿De qué valen el progreso económico y tecnológico en tan terribles circunstancias?
En sus Cuadernos de la cárcel dice Antonio Gramsci, pensador y político italiano: “El viejo mundo muere, el nuevo mundo tarda en aparecer y en este claroscuro surgen los monstruos”. Esta cita me sacudió cuando la leí por primera vez, sumido en la ola represiva de mediados de los 70, cuando los servicios de inteligencia y la policía secreta y uniformada nos cazaban como a conejos. Ahí la frase adquirió pleno sentido para quien era yo en ese entonces: un estudiante antifascista luchando en la clandestinidad junto con otros miles de jóvenes. El mismo entorno que vivió Gramsci: el auge del fascismo italiano bajo la férrea dirección del “Duce” Mussolini, una tiranía cruel y brutal como la de Pinochet.
            Mucho antes del golpe militar en Chile, los horrores de las dictaduras me provocaron una especie de maligna fascinación intelectual, tal vez como la mirada hipnótica de una serpiente. Quería descubrir cuál era la razón por la que un ser humano podía llegar a adherir a una causa tan sangrienta e inmoral como el nazismo o el fascismo, o cualquier otra tiranía similar. ¿Cómo podían aceptarse la tortura, el genocidio, la industria de la muerte, la existencia de un aparato represivo secreto y omnímodo, apoyado en un férreo control de los medios de comunicación? Recorrí muchos textos en busca de respuestas, entre ellos sobresalió uno que considero fundamental: El miedo a la libertad de Erich Fromm, profundo e inquietante.
            No encontré respuestas definitivas a mis preguntas. Tanta crueldad no tiene justificación. Quizás haya que resignarse a la idea de que los seres de nuestra especie contenemos una variedad de emociones y sentimientos que recorren todo el rango, desde los valores más sagrados hasta las peores iniquidades. Sobre esto he escrito desde el principio de mi oficio y creo que -aunque aborde temas en apariencia lejanos- siempre voy en búsqueda de una esencia que pudiera aclarar esta dialéctica tan pavorosa como sorprendente, que genera momentos en que el horror total puede tomar el control de nuestra sociedad.
            Comprimiendo al máximo nuestra historia, cuando tras sucesivos avances y retrocesos que tuvieron un enorme costo, en esfuerzos y vidas, las luchas populares de un siglo completo condujeron al triunfo de Salvador Allende en 1970, el horror institucional salió a la calle para exterminar a los partidos obreros y revolucionarios, a las instituciones republicanas, a los pensadores disidentes.
Los monstruos salieron a la calle, siguiendo el decir de Antonio Gramsci y empleando la conocida mano de hierro de la dictadura se pudo establecer un orden neoliberal, experimento extremo de los Chicago Boys.
Se vivieron entonces diecisiete años de abusos, manejos, ventas o transferencias fraudulentas, enriquecimiento ilícito, indignidad para los pobres.
 Y después, ya en democracia y muy a nuestro pesar, si bien hubo avances en diversas materias, se continuó administrando para los intereses de los privilegiados. Así se dieron las condiciones para la creación de mayores fortunas, acuerdos espurios, constitución de oligopolios y cuanta martingala estuviera a mano para lograr el objetivo de enriquecerse hasta el paroxismo. El resultado está a la vista: una sociedad brutalmente desigual, donde unos pocos son dueños prácticamente de todo el país. Una sociedad en la que el abuso se encuentra institucionalizado.
Este orden de cosas causó el estallido social del 18 de octubre, el que solo la pandemia del Coronavirus, con su amenazante carga de enfermedad y muerte ha podido -transitoriamente claro está- tranquilizar.
En este contexto, no puede sino resultar indignante que el primer mandatario, aprovechando la cuarentena que rige la comuna, vaya a sacarse una foto a la Plaza de la Dignidad.
¿Qué puede justificar esta acción? ¿Darse un gusto? ¿Satisfacer un capricho de multimillonario poderoso? ¿O simplemente dar rienda suelta -como acostumbra- al impulso atávico, ancestral, del demonio que lo habita?
Aquí me resuenan nuevamente los ecos de Goya y Gramsci. Solo a un monstruo le pueden resultar indiferentes los sufrimientos de un pueblo amenazado tanto por la pandemia como por sus devastadores efectos: cesantía, carencias de toda clase, falta de acceso a una salud efectiva. ¿Qué criatura puede salir a recorrer la ciudad para darse placer mientras los pobres llevan la peor parte de la crisis, como ha mostrado nuestra historia?
Encuentro más preguntas que respuestas. Y una sola convicción: este momento duro pasará, y todos, sin excepción, deberemos dar cuenta de nuestro comportamiento y actitud en la encrucijada. Pero en especial tendrán que hacerlo quienes hayan revelado conductas propias de la turbiedad y perversión de los monstruos y pesadillas de Goya y de Gramsci.

Diego Muñoz Valenzuela, escritor, presidente de Letras de Chile, ingeniero y miembro del Tribunal Supremo del Partido por la Dignidad.




Juego de tronos, o la hora de las intrigas en La Moneda


¿Qué juegos de tronos, qué intrigas se desarrollarán en palacio, qué poderosas influencias serán ejercidas desde las sombras? Hay muchos miles de millones de dólares en juego, impuestos postergados, necesidades de apoyo a las grandes empresas (no a las pymes que se sabe son las mayores generadoras de empleo) disfrazadas de mecanismos para evitar la cesantía. ¿Qué otras prebendas se encontrarán en trámite dado que generarán enormes negocios?
            Tenemos claro, todos a estas alturas, que una crisis es también una oportunidad. Los chinos, protagonistas relevantes de este capítulo pandémico, emplean un mismo vocablo para crisis y oportunidad. El propio presidente Piñera ha explicado este concepto de manera recurrente. Tras la crisis -eso enseña la historia- los ricos serán más ricos y los pobres más pobres. El entramado de poderes en acción apunta en esta dirección. La brecha continuará creciendo y haciéndose monstruosamente más ancha. A menos que se aplique una reforma tributaria que acerque la tasa real de impuestos a niveles comparables a los países de la OCDE, de cuya membresía  tanto nos gusta jactarnos.
            ¿Podría esperarse de aquellos que ocupan la cima del poder económico una dosis de altruismo verdadero, un auténtico esfuerzo cuya única recompensa fuese ayudar a quienes más lo necesitan en estas horas amargas y complejas? La respuesta a esta interrogante la iremos encontrando en los días próximos, y estoy seguro (no es lo que deseo) de que la respuesta será amarga para los más pobres (quizás deba pedir excusas por usar la palabra “pobre”, pues ha sido desterrada del vocabulario oficial de lo “políticamente correcto”).
Hasta aquí el costo de las grandes crisis lo han pagado las principales víctimas de la epidemia de desigualdad:  los estratos medios y bajos de nuestra sociedad; así lo ha planteado recientemente el economista Ramón López (https://www.eldesconcierto.cl/2020/03/28/el-triple-shock-coronavirus-el-despertar-del-pueblo-y-la-depresion-mundial/). Hasta aquí el gobierno de Piñera no ha emitido ninguna señal que vaya en el sentido inverso a esta afirmación; tampoco la mayoría de los partidos de oposición, que comparten la misma falta de confianza del pueblo por su comportamiento de tres décadas de continuismo neoliberal. 
            Para muestra un botón: los empresarios podrán suspender los pagos de las remuneraciones de sus trabajadores en la medida que no puedan asistir a cumplir sus obligaciones laborales debido a la emergencia sanitaria. Esto lo autoriza expresamente el dictamen emitido el pasado jueves 26 de marzo por la Dirección del Trabajo, la que quizás debiera mutar su nombre a Dirección del Empresariado; así reflejaría de manera más fidedigna la naturaleza de sus funciones.  La argumentación se basa en un resquicio legal, un artículo vigente del añejo Código Civil donde se señala que las partes que no puedan cumplir con la obligación que les impone un contrato firmado, quedan liberados de sus obligaciones. Una fracción del sueldo -parte con un 70% y termina con un 30% desde el sexto mes- la pagará el seguro de cesantía de la Administradora de Fondos de Cesantía de Chile (AFC), el cual será incrementado con fondos estatales, según anunció el gobierno.
Tanta habilidad leguleya y habilidad interpretativa pudo haber recorrido otros senderos que favorecieran a los trabajadores, pero así se revela la auténtica naturaleza de la sensibilidad del ejecutivo. El ADN del piñerismo contiene unilaterales simpatías hacia los empresarios, mientras mayor su tamaño, mayor su incondicional adhesión. De alguna manera esto fue demostrado con posterioridad al estallido social a través de la indiferencia ante las demandas sociales, la respuesta represiva y descalificatoria, la campaña del terror y el férreo control de la prensa, que por desgracia maneja -en su mayoría- el gran empresariado chileno.
Tal vez habría sido posible proponer otras alternativas de apoyo a los trabajadores dependientes, ahora obligados a dirimir entre protegerse de la pandemia o resignarse a la pérdida de parte relevante de su salario a costas de su seguro de cesantía. ¡Qué decir de los trabajadores independientes, por cuenta propia, o de aquellos con empleos informales! Ellos no existen para efectos del plan del gobierno. ¿Por qué no podría interpretarse que, siendo la crisis sanitaria la causa de la imposibilidad de presentarse a los puestos de trabajo, debiera aplicarse una licencia médica, de modo que sea Fonasa o las isapres quienes se hagan cargo de pagar las remuneraciones?
Los economistas podrán deliberar sobre esta posibilidad, que no me parece ni más ni menos  arbitraria que el criterio aplicado por la Dirección del Trabajo en su reciente polémico dictamen, destinado a perjudicar a los trabajadores que cuentan con contrato laboral  y favorecer a los empresarios.
Esta clase de osada pregunta que pone pie en terreno peligroso, fangoso por decir lo menos, no se formula. Como si las isapres fueran entidades intocables, sacras y puras, cuando sabemos que han lucrado hasta el paroxismo desde su creación en dictadura, focalizadas en aumentar sus ganancias a costa de proveer servicios limitados o simplemente denegarlos amparadas en las amplias protecciones que les brinda la legislación hecha a su medida.
 Hasta aquí los únicos que se han atrevido a desafiar el poder fáctico de las isapres han sido los tribunales de justicia, bloqueando los aumentos unilaterales de precio de los planes a quienes presenten demandas a través de abogados privados.
Las soluciones a los problemas no son únicas por cierto. Podemos verlo expresado en la diversidad de medidas que han tomados los gobiernos de diversos países a la luz de sus resultados. La primera decisión es a quiénes vamos a proteger con mayor prioridad. Aquí surgen múltiples opciones: la preservación de una economía activa a todo costo, la protección de los intereses de los grandes empresarios, el resguardo de la salud de quienes tienen el mayor riesgo ante la pandemia (adultos mayores, enfermos crónicos, los más pobres e indefensos socialmente), la mera insensibilidad.
Saco de la lista la confianza excesiva en las capacidades de nuestro sistema de salud, porque el colapso de países con mucho mejor infraestructura sanitaria que Chile es prueba suficiente de que es una afirmación tan irracional como esperar “mutaciones positivas” del virus.
Vuelvo al comienzo: en palacio, entre quienes ostentan el poder, hay maquinaciones, acuerdos, transacciones que se realizan a espaldas del pueblo. Sin embargo, esos movimientos discretos y tenebrosos determinarán nuestro futuro cercano como país. Debemos estar atentos a ellos, analizarlos, denunciarlos cuando sea preciso. Y prepararnos para que cuando pasemos este momento terrible y amargo, no olvidemos lo ocurrido y hagamos tabla rasa. Los participantes del juego de tronos, juegan quizás, sus últimas partidas. Así sea.


Diego Muñoz Valenzuela, escritor, presidente de Letras de Chile, ingeniero y miembro del Tribunal Supremo del Partido por la Dignidad.




Winter is coming


Esta es una frase clave para la construcción de la célebre saga Juego de Tronos, “se acerca el invierno”, para reflejar una terrible amenaza que se cierne sobre la humanidad para destruirla.  Nunca dejan de sorprenderme las sincronías (esta es una), pero si agregamos el Estallido Social del 18 octubre de 2019 (y los estallidos en otros países), y ahora la horrenda pandemia del Coronavirus, que ya ha cobrado sus primeras víctimas en Chile, tiendo a pensar que no son obra del azar.
            ¿Cómo llegamos a este punto?  ¿Casualidad o causalidad? He ahí el quid de la cuestión. Cada cual hará sus reflexiones, considerará otras, discutirá, reprocesará la información. En esta coyuntura tenemos tiempo para hacerlo. La cuarentena facilita esta tarea, imprescindible para el futuro. Todo lo que ha ocurrido en los tiempos recientes requiere una digestión intelectual en todos los órdenes: político, social, económico, sanitario, cultural, literario. Si no lo hacemos, estaremos perdidos, desprovistos de futuro, de destino.
            Mucho antes de que esta pandemia comenzara a estremecernos con su amenaza cada vez más cercana, fuimos víctimas de otra peste silenciosa, eficaz y altamente contaminante: el neoliberalismo y su siempre eficaz aliada, la globalización. Ambos se hicieron presentes en Chile para llevar adelante un experimento económico, social y político, camuflado bajo el disfraz de “modernización”, un plan ejecutado a gran escala -sin posibilidad de oposición ni resistencia- gracias a la mano de hierro de la dictadura.
Todo esto ocurrió refrendado por una plataforma hecha a medida por Jaime Guzmán y la Constitución del 80, donde se establecieron las bases del Estado subsidiario que nos rige, esencia de la situación actual: concentración de la riqueza y de la propiedad de las empresas, debilitamiento del rol del Estado en la mayor parte de los ámbitos claves (salud, previsión, vivienda, educación), instrumentalización de la clase política por parte de los grandes propietarios, transferencia de sectores productivos claves a los privados, en condiciones ventajosas para los empresarios adquirentes y desventajosas para la ciudadanía (dueña por derecho propio de los recursos naturales como agua, minerales, bosques), irrespeto al medio ambiente. Para qué seguir, la lista es larga y la conocemos.
En esta dinámica neoliberal hemos vivido ya cuatro décadas, casi tres generaciones, de manera que los menores de cuarenta años no han conocido otro sistema alternativo. Así el statu quo se presenta como única alternativa posible en términos de estructuración de la relación entre las personas. Se privilegian los intereses de los individuos por sobre los intereses globales, la sociedad, los “demás”. Cada cual se las arregla por sí mismo en la jungla neoliberal, habitada por jaguares dispuestos a devorar cada presa que pueda ponerse al alcance de sus garras, o cercenar las gargantas de los predadores que compitan en el mismo territorio.
Esta lógica ha imperado cuarenta años y se ha impregnado en nuestra cultura. Expulsarla no será fácil para aquellos mismos que propugnamos un cambio social profundo, simbolizado en una nueva Carta Magna, que dará inicio a una cadena de transformaciones sucesivas que logrará -tras mucho trabajo, varias décadas y considerables esfuerzos- generar las bases de una nueva sociedad, donde sea posible que los intereses de las grandes mayorías sean respetados y podamos crear y aplicar nuevos códigos de comportamiento: respeto, confianza en los dirigentes, solidaridad.
Para quienes vivimos de manera profunda y comprometida la lucha contra la dictadura de Pinochet desde 1973 hasta 1990, ¡diecisiete horrorosos años!, a partir de nuestra experiencia (hay que recordar que significó miles de muertos y centenares de miles de torturados, exiliados, relegados y perseguidos), resulta muy claro que para revertir el orden vigente se requerirá tiempo y esfuerzo. Es decir, el beneficio de la lucha presente y futura solo lo disfrutaremos en parte, pero nuestros hijos y nietos ciertamente disfrutarán la vida de la forma en que merece ser vivida.
En los 70 y 80 no luchamos -dispuestos a entregarlo todo- en virtud de alguna prebenda. Lo hicimos pensando en que la patria merecía otro destino: plena democracia y libertad y justicia social para todos los chilenos. Este sueño no se logró. Muchos luchadores antifascistas se dejaron envolver por los discursos de los líderes que actuaron en connivencia con los poderes fácticos, asegurando que el desarrollo económico proveería las condiciones para el progreso social. A otros nos desmovilizaron con la ilusión de que la lucha ya había terminado, y las dirigencias permitieron este proceso de desorganización del movimiento social, acaso consciente e interesadamente, acaso por falta de lucidez o capacidad.
Así se dieron las condiciones para la implementación a gran escala del modelo neoliberal. Con los años devino en este sistema que nos devora con la individualidad, el consumo, el poder del dinero, medio para acceder a todos los bienes, en especial a aquellos que debieran ser públicos y colectivos, como salud, educación, previsión y vivienda.
La gran ficción se puede graficar así. Me educo gracias al esfuerzo familiar o personal para ejercer un oficio o profesión, trabajo con dedicación y entrega máximas para ganar el dinero que me permitirá disponer de acceso a todos los bienes que pueda. Claro, algunas personas ganarán menos que otras, pero eso será por falta de aplicación o de conocimientos. Se omite que no somos todos iguales a la hora de escoger dónde y cómo educarnos, por ejemplo. Y sabido es que la inequidad genera las condiciones apropiadas para su reproducción, de generación en generación.
Ahora la historia nos ha puesto en un escenario impensado, donde dependemos de nuestra capacidad para colaborar con los demás, para confiar en ellos (incluidas las desprestigiadas autoridades). De la capacidad de un sistema de salud público que ha sido corroído y desmantelado continuamente por el modelo. ¡Cuánto más tranquilos estaríamos si contáramos con un sistema de salud público robusto!
Cuando esta crisis acabe, vendrán otras. Eso es seguro.  Winter is coming. La cuestión es cómo les haremos frente: si con la consignilla de la libertad de mercado o con un estado diferente, solidario, que propugne el respeto, la colaboración y el bien común.
Está unos meses más adelante el momento de pronunciarnos como pueblo consciente. Aprobar mediante una abrumadora mayoría la necesidad de elaborar una nueva Constitución y señalar la Asamblea Constituyente como el mecanismo más apropiado para construir nuestra nueva Carta Magna, que será un punto de inflexión en nuestra historia. Tenemos unos cinco meses más para pensar, debatir, organizarnos en estas difíciles condiciones, pero el tiempo pasa a gran velocidad. Debemos prepararnos. Winter is coming. A trabajar juntos, más unidos que si pudiéramos abrazarnos.

Diego Muñoz Valenzuela, escritor, presidente de Letras de Chile, ingeniero y miembro del Tribunal Supremo del Partido por la Dignidad.


 
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