En tiempos de
pandemia y a las puertas de una crisis económica tan contundente y fatal como
la de 1929, la Gran Depresión, ¿qué podría parecer más ocioso o menos efectivo
que las prácticas del arte o el pensamiento libre? Justamente cuando ni
políticos, ni gobernantes, ni empresarios (hay excepciones honrosas, pero no
hacen nata) están a la altura del liderazgo requerido para superar la doble
crisis, sanitaria y socioeconómica, en pleno desarrollo y ascenso.
Son tiempos donde sería esperable la
contribución esclarecida de nuestros líderes, pero lo que encontramos en ellos
es ausencia de información y claridad, y un predominio de pensar en la
conveniencia de los negocios (la economía) por sobre las personas. Quienes debieran
establecer su prioridad primera en el cuidado a los ciudadanos, abdican de su
deber al servicio público, eluden sus responsabilidades y se ponen a las
órdenes de los dictados del becerro de oro.
Ya he desarrollado estos conceptos en textos previos, no quiero ser
majadero. Los chilenos se desenvuelven en esta difícil circunstancia con escasa
ayuda del estado: sostienen en sus manos los fragmentos de los sistemas
estatales destrozados por décadas de neoliberalismo. Me refiero a salud,
educación, vivienda, previsión y transportes. En Chile ya no disponemos de
derechos sociales, sino de “productos” de las empresas, por los cuales los
ciudadanos deben pagar en un contexto donde imperan la desigualdad y el
abandono.
El sistema público, creado a través de décadas de luchas y esfuerzos de
gobiernos progresistas, fue desmantelado y convertido en coto de caza de los
poderosos. La previsión es un negocio. La generación y distribución de
electricidad fue entregada a manos privadas, igual que el agua; hablamos de
servicios básicos y esenciales. Grandes empresas productivas del estado
vendidas a precio de huevo para generar consorcios. La depredación ha sido
máxima, ilimitada, vergonzosa, despiadada. Sobre esta base se ha construido una
de las sociedades más desiguales del mundo.
Esta brecha vergonzante es la generatriz del estallido social del 18 de
octubre de 2019, cuyo desarrollo fue postergado por la pandemia del COVID-19.
La peste ha servido para demostrar cuán frágil es nuestra sociedad, cuán poco
protege a las personas más pobres, cuán enfocada está en preservar los
privilegios de los poderosos.
¡Cuánto bien y cuánta falta nos hace en estos momentos el aporte de
nuestros artistas e intelectuales! Para infundir esperanzas, señalar caminos
diferentes a los transitados o propuestos por las clases dirigentes, buscar
soluciones fuera del ámbito de las recetas de manual.
En estos momentos debe ser bienvenido el aporte de la presunta inutilidad
del arte y el pensamiento, atendiendo a la posibilidad de que pueda volvernos
mejores personas. Me ha emocionado escuchar a una joven italiana tocando su
acordeón y cantando Bandiera Rossa en el balcón de su edificio con una
alegría capaz de infundir esperanzas a sus vecinos y a los transeúntes. Véala
usted aquí: https://www.youtube.com/watch?v=cT7XD2XL8BQ.
No deja de llamarme la atención
el reciclamiento de canciones como Bella Ciao o Resistiré que
provienen de la lucha antifascista. Quizás se debe a la necesidad de infundir
optimismo en una situación adversa, peligrosa, difícil e injusta.
No hay ningún beneficio, en el
sentido económico, para la joven acordeonista italiana. No hay una finalidad
utilitarista o comercial; se trata de regalar algo al otro que puede hacerlo
sentir mejor, acompañado, en una situación donde cada individuo se siente solo
y vulnerable.
Vivimos en una sociedad donde
cada cual es un número, el de su tarjeta de crédito, el cupo con el que cuenta
para adquirir salud, educación, alimento, vivienda, todo. En este mundo vale
más lo útil que aquello que implica espiritualidad inútil: una tanqueta de la
policía frente a un libro de poemas, la propiedad privada versus una pintura
mural, el orden y la tranquilidad en oposición a la manifestación pública donde
los ciudadanos expresan su sentir. Aquello que no genera beneficio económico se
advierte como superfluo, hasta como peligroso eventualmente.
El ciudadano está perdido en esta jungla donde
impera la parcelación del conocimiento. Los expertos son los llamados a
resolver los problemas de la sociedad y es el gobierno quien define quiénes
poseen tal condición; el resto de la humanidad debe confiar en sus designios y
dejarse conducir por su saber especializado. El absurdo máximo sería una nueva
constitución diseñada solo por abogados y políticos de los partidos
tradicionales.
La segmentación del conocimiento
es un artilugio creado para relegar a los millones de ciudadanos a un rol
pasivo: elector cada cierto número de años (acaso ejerce ese derecho
optativo) y consumidor en el intertanto. Los economistas opinan de
economía, los médicos de salud, y así; el ciudadano habita un mundo reglado por
quienes detentan el poder político y económico.
En esta difícil etapa que vivimos
resulta imprescindible que se manifiesten e interrelacionen todos los
conocimientos: científico, artístico, filosófico, económico, etc. Como en los
periodos más complejos de la historia. Científicos, artistas y profesionales
deben desempeñar -juntos y en colaboración estrecha- un papel protagónico en la
lucha contra la dictadura del beneficio económico, expresando sus pareceres sin
cortapisas y señalando nuevos caminos de solución para los graves y enormes
problemas que nos aquejan.
Un gran obstáculo es la
parcelación de los saberes. Los problemas más complejos deben ser tratados de
la forma más simple, de modo que todo ciudadano pueda comprenderlos, así como sus
implicancias sociales. Es en la simplicidad donde el talento y la inteligencia
deben jugar su batalla principal. Si la Nueva Constitución va a ser el
resultado de la construcción de unos pocos, el resultado será un reflejo de la
misma brecha desde la cual fue incubado: perpetuará el sistema injusto.
El conocimiento y la creatividad
son bienes preciosos que tienen una cualidad maravillosa: pueden multiplicarse
al margen de las leyes de compraventa del mercado, acaso contamos con voluntad
para ello. No ocurre lo mismo con el pan, la salud, la ropa, los bienes
materiales. En cambio, si entregamos nuestro saber, generamos un proceso dual
donde se enriquecen tanto los que dan como los que reciben.
En estos días, semanas, meses ya
de la trayectoria que Chile ha recorrido, he visto magros aportes
significativos que provengan de la clase dirigente y el gran empresariado.
En cambio, desde las ciencias,
las artes y otras disciplinas, he advertido el inicio de un caudal valioso,
pleno de aportes sustantivos, que puede y debe multiplicarse, ya que será una
fuerza fundamental en el balance entre permanencia (status quo) y cambio (nueva
sociedad).
Si queremos cambiar, debemos
trazar hacia dónde, en qué sentido, para lograr qué resultados. Y eso debe
delinearse y llevarse a cabo con las grandes mayorías, no desde las minorías
privilegiadas, que es el mecanismo que pretende instalar la elite.
Por lo tanto, las actividades
“inútiles”, superfluas, como la necesidad de crear e imaginar son justamente
las que nos pueden ayudar a encontrar los nuevos caminos a transitar, a salvarnos
del inmovilismo, a soñar y pensar juntos en un mundo mejor. Este es un llamado
a levantarse, a participar, a organizarse, a desafiar el orden establecido,
desde la inutilidad de las artes y el conocimiento. A escapar de esta prisión
ramplona, materialista e individual adonde nos ha arrastrado el neoliberalismo,
para crear una sociedad donde resurjan el humanismo y la libertad, para que la
dignidad y la solidaridad sean las luces orientadoras de su nuevo rumbo.
Diego Muñoz Valenzuela, escritor, Presidente de Letras de
Chile
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