“El sueño de
la razón produce monstruos” es el título que Francisco de Goya y Lucientes -el gran pintor español y
universal- puso, a fines del siglo XVIII, a una serie de grabados donde revela
su maestría artística y su exquisita sensibilidad social. Goya utiliza las visiones de los sueños para
asentar su aguda y penetrante crítica, que puede encontrarse en toda su obra.
Ahora, tras dos siglos y dos décadas de su creación, evoco esa imagen y ese
título, cuando realidad e imaginación parecen converger en una difusa pesadilla
en tonos de gris, como su grabado. Y medito en lo que habrá querido transmitir
en su momento y en lo que podría significar para nosotros tras tantísimos años,
aunque vengan a ser un instante en la historia de la humanidad,
irreversiblemente condenada a repetir sus capítulos más dramáticos y crueles.
Cuando contemplo esas crudas
imágenes de ecuatorianos desplomándose en las calles de Guayaquil, no puedo
sino estremecerme de horror. Cadáveres convertidos en piras, quemándose como si
fuesen mera basura. Millares de muertos en España, la gloriosa cuna de Goya y
tantísimos artistas e intelectuales que han hecho destellar la cultura
universal. Miles y miles en Italia, Estados Unidos y por todo el mundo. Hospitales,
morgues, funerarias repletas de cuerpos y ataúdes. ¿Qué clase de mundo vivimos?
¿Cómo llegamos a tal estado de cosas? ¿De qué valen el progreso económico y
tecnológico en tan terribles circunstancias?
En sus Cuadernos de la cárcel dice
Antonio Gramsci, pensador y político italiano: “El viejo mundo muere, el
nuevo mundo tarda en aparecer y en este claroscuro surgen los monstruos”.
Esta cita me sacudió cuando la leí por primera vez, sumido en la ola represiva
de mediados de los 70, cuando los servicios de inteligencia y la policía
secreta y uniformada nos cazaban como a conejos. Ahí la frase adquirió pleno
sentido para quien era yo en ese entonces: un estudiante antifascista luchando
en la clandestinidad junto con otros miles de jóvenes. El mismo entorno que
vivió Gramsci: el auge del fascismo italiano bajo la férrea dirección del
“Duce” Mussolini, una tiranía cruel y brutal como la de Pinochet.
Mucho antes del golpe militar en
Chile, los horrores de las dictaduras me provocaron una especie de maligna
fascinación intelectual, tal vez como la mirada hipnótica de una serpiente.
Quería descubrir cuál era la razón por la que un ser humano podía llegar a
adherir a una causa tan sangrienta e inmoral como el nazismo o el fascismo, o cualquier
otra tiranía similar. ¿Cómo podían aceptarse la tortura, el genocidio, la
industria de la muerte, la existencia de un aparato represivo secreto y
omnímodo, apoyado en un férreo control de los medios de comunicación? Recorrí
muchos textos en busca de respuestas, entre ellos sobresalió uno que considero fundamental:
El miedo a la libertad de Erich Fromm,
profundo e inquietante.
No encontré respuestas definitivas a
mis preguntas. Tanta crueldad no tiene justificación. Quizás haya que
resignarse a la idea de que los seres de nuestra especie contenemos una
variedad de emociones y sentimientos que recorren todo el rango, desde los
valores más sagrados hasta las peores iniquidades. Sobre esto he escrito desde
el principio de mi oficio y creo que -aunque aborde temas en apariencia lejanos-
siempre voy en búsqueda de una esencia que pudiera aclarar esta dialéctica tan
pavorosa como sorprendente, que genera momentos en que el horror total puede
tomar el control de nuestra sociedad.
Comprimiendo al máximo nuestra
historia, cuando tras sucesivos avances y retrocesos que tuvieron un enorme
costo, en esfuerzos y vidas, las luchas populares de un siglo completo
condujeron al triunfo de Salvador Allende en 1970, el horror institucional salió
a la calle para exterminar a los partidos obreros y revolucionarios, a las
instituciones republicanas, a los pensadores disidentes.
Los monstruos salieron a la calle, siguiendo el decir de Antonio Gramsci y empleando
la conocida mano de hierro de la dictadura se pudo establecer un orden
neoliberal, experimento extremo de los Chicago Boys.
Se vivieron entonces diecisiete años de abusos, manejos, ventas o
transferencias fraudulentas, enriquecimiento ilícito, indignidad para los
pobres.
Y después, ya en democracia y muy a
nuestro pesar, si bien hubo avances en diversas materias, se continuó
administrando para los intereses de los privilegiados. Así se dieron las
condiciones para la creación de mayores fortunas, acuerdos espurios,
constitución de oligopolios y cuanta martingala estuviera a mano para lograr el
objetivo de enriquecerse hasta el paroxismo. El resultado está a la vista: una
sociedad brutalmente desigual, donde unos pocos son dueños prácticamente de
todo el país. Una sociedad en la que el abuso se encuentra institucionalizado.
Este orden de cosas causó el estallido social del 18 de octubre, el que
solo la pandemia del Coronavirus, con su amenazante carga de enfermedad y
muerte ha podido -transitoriamente claro está- tranquilizar.
En este contexto, no puede sino resultar indignante que el primer mandatario,
aprovechando la cuarentena que rige la comuna, vaya a sacarse una foto a la
Plaza de la Dignidad.
¿Qué puede justificar esta acción? ¿Darse un gusto? ¿Satisfacer un capricho
de multimillonario poderoso? ¿O simplemente dar rienda suelta -como acostumbra-
al impulso atávico, ancestral, del demonio que lo habita?
Aquí me resuenan nuevamente los ecos de Goya y Gramsci. Solo a un monstruo le
pueden resultar indiferentes los sufrimientos de un pueblo amenazado tanto por
la pandemia como por sus devastadores efectos: cesantía, carencias de toda
clase, falta de acceso a una salud efectiva. ¿Qué criatura puede salir a
recorrer la ciudad para darse placer mientras los pobres llevan la peor parte
de la crisis, como ha mostrado nuestra historia?
Encuentro más preguntas que respuestas. Y una sola convicción: este momento
duro pasará, y todos, sin excepción, deberemos dar cuenta de nuestro
comportamiento y actitud en la encrucijada. Pero en especial tendrán que
hacerlo quienes hayan revelado conductas propias de la turbiedad y perversión
de los monstruos y pesadillas de Goya y de Gramsci.
Diego Muñoz
Valenzuela, escritor, presidente de Letras de Chile, ingeniero y miembro del
Tribunal Supremo del Partido por la Dignidad.
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