“Apruebo sin ilusiones”: una frase más entre los miles de grafitis pintados en las calles desde el 18 de octubre de 2019. Si la modifico a “apruebo con ilusiones”, me representa en la actitud con la que concurriré a votar este domingo 25 de octubre de 2020, algo más de un año después del estallido social.
El triunfo del apruebo y de la
convención constituyente pueden asumirse casi como un hecho, pero hay que ir a
depositar el voto ciudadano a las urnas para que el respaldo sea lo más
contundente posible. “Con el escepticismo de la razón y el optimismo de la
voluntad” señala con justeza Gramsci. Es un primer paso entre muchos que aún
restan.
Aún no está claro cómo se elegirán los
constituyentes. Hasta aquí los partidos políticos -todos ellos, sin excepción-
tienen la sartén por el mango, pues todas las reglas los favorecen. Más allá de
anuncios verbales respecto hacer espacio en sus listas para los independientes,
no he visto ningún gesto concreto.
De otra parte, las reglas del juego -escritas
entre cuatro paredes, igual que la Constitución del 80- han impedido que puedan
ingresar nuevas organizaciones a la arena política. Hasta aquí todos los
proyectos de nuevos partidos políticos han sucumbido ante los procedimientos,
plazos y normas de la inscripción efectiva. El sistema fue diseñado para
dificultarlo y la pandemia puso la guinda de la torta.
Los poderes fácticos -los dueños de todo y sus
colaboradores directos- contemplarán felices este promisorio espectáculo. Así
las cosas, sin nuevos actores políticos organizados, podrán controlar el
devenir de los hechos. Eso es lo que estiman. Si no llega a actuar en la
asamblea constituyente (para esquivar el ridículo eufemismo de convención
constitucional) un número crítico de representantes ciudadanos realmente ajenos
a las influencias de los mencionados poderes (eso quiere significar el vocablo
“independientes”), la nueva carta magna podría naufragar en el tormentoso
océano del continuismo. Es decir, derivar en un neoliberalismo maquillado,
atenuado en sus matices más atroces, muy lejos de un estado social democrático
que ponga en el centro la dignidad de todas las personas.
Para que esa masa crítica de constituyentes se
lograra, faltan aún muchos, muchos pasos, que quienes detentan el poder no
piensan en dar, porque para ellos implica una pérdida neta. ¿Por qué compartir
lo que les pertenece, los privilegios que han construido en medio siglo?
No dudo que en los partidos políticos y en las
altas esferas empresariales existan
mujeres y hombres justos dispuestos a trabajar por obtener una mejor
representación ciudadana y por impulsar transformaciones auténticas del
horroroso modelo económico social donde estamos sumidos como país, igual que el
mundo entero. Pero tampoco me instalo en la ingenuidad de creer en las
declaraciones de quienes construyeron conscientemente este infierno para
beneficiarse de su imperio.
Si llegara a conformarse esa masa crítica de
independientes -cuestión muy difícil, dados los múltiples obstáculos y cerrojos
hábilmente esparcidos por el camino- todavía acecha el mortal cepo de los dos
tercios, evidente trampa esencialmente antidemocrática.
No se interprete de mi parte derrotismo alguno,
porque en realidad lo que proclamo es la necesidad de que los ciudadanos nos
organicemos día tras día para lo que viene, que será trascendental. Que al
menos no pueda decirse que no nos esforzamos al máximo para transformar esta
odiosa e indigna realidad. Así como millares y millares de chilenos enfrentaron
durante los diecisiete años de dictadura a los servicios de inteligencia y las
fuerzas de ocupación que desataron la “guerra interna” que significaron miles
de víctimas. Ese esfuerzo ciudadano heroico fue traicionado en su espíritu al
derivar en el modelo social y económico vigente. No debiéramos permitir que
esto ocurra de nuevo.
Para eso requerimos organizarnos, privilegiar
la unidad, reconocer las transformaciones sustantivas por sobre las
secundarias, ser tolerantes y amplios en la vida cotidiana, imponer la
democracia en todos los niveles posibles, fomentar la participación real,
escuchar a los otros, trabajar juntos, ser fraternos y solidarios en todo
momento.
No es tarea fácil cuando hemos vivido cincuenta
años en el infierno y nos hemos habituado a sus reglas: el individualismo extremo,
el deseo de dominio, el consumo desatado, la alienación cultural, el privilegio
del tener sobre el ser. Cuando han imperado el arte de la rapiña y la ley de la
selva, no es fácil cambiar de un día para el otro una sociedad que se ha basado
en ellos. Todos contenemos al menos parte de estas prácticas nefastas.
Si vamos a poner la solidaridad en el centro,
debemos ser solidarios de verdad en la práctica cotidiana. Si lo central es la
democracia en el país, nuestra conducta debe ser impecablemente democrática:
escuchar, dialogar, construir con todos de verdad. Acaso el servicio público
resulta esencial, eso es lo que deben hacer quienes ocupen cargos de
representación; servir a los ciudadanos, no servirse ellos de los poderes
emanados de sus investiduras.
Para transformar de verdad el país, debemos al
mismo tiempo cambiarnos nosotros, crear participativamente nuevas reglas y
respetarlas. De no ser así, el cambio será ilusorio, superficial,
intrascendente; no pasará de ser un mero maquillaje.
Construir una sociedad mejor -más libre y más
justa- requiere lo mejor de todos nosotros: tolerancia, respeto, solidaridad,
humildad, generosidad, perseverancia, conocimiento, esfuerzo. Por eso “apruebo
con ilusiones”, porque pienso que es mejor tenerlas que carecer de ellas.
Diego Muñoz Valenzuela
escritor