Por estos días muchas personas
reflexionan acerca de la izquierda desde una posición purista -pretendiendo una
asepsia imposible y una neutralidad intelectual tan pretenciosa como
falsa- que a fin de cuentas me ha
resultado agria, insoportable, hasta repugnante y tuve que preguntarme por qué.
Hay muchas, demasiadas razones, que expulso, más que expongo, con rabia y con
dolor. En desorden, probablemente.
Recordar lo obvio: desde fines de
1970 y hasta 1973 la derecha criolla y el imperialismo norteamericano
colaboraron consciente y activamente para derrocar el gobierno de la Unidad
Popular. Triunfaron en eso, pero para asegurarse en los días y años sucesivos
exterminaron a sus mejores dirigentes, reprimieron a otros, anulándolos o
moderándolos, convirtieron a algunos en colaboradores eficientes, expulsaron
del país a miles. La represión durante dictadura fue algo horroroso:
sistemática, cruel, eficaz. Lo viví en carne propia, desde la resistencia
perseguida, vigilada, diezmada mil veces. Poco se habla de esto y de sus
terribles efectos, tangibles y concretos en la actualidad, pero casi invisibles
para la razón.
La izquierda fue arrasada,
exterminada, destruida en sus cimientos. Debilitada en sus principios, tentada
por el canto de sirenas del poder, mediatizada, moderada para reducirla a una
mera apariencia que ni siquiera recoge la tibieza de la vieja socialdemocracia.
Quedaron las denominaciones, las banderas y los símbolos de los partidos,
convertidos en escenografía vana, insignificante.
La izquierda no ha gobernado en
Chile desde 1990 en adelante, porque no existe. Hay unos impostores que
utilizan sus emblemas, o con suerte y benevolencia unos fantasmas extraviados y
trasnochados que pretenden representarla. Es triste reconocerlo: la izquierda
chilena fue exterminada, sólo existe su luminosa sombra en los recuerdos de
algunos que no hemos olvidado.
Y como no hay izquierda, su lugar
es un botín para disputa entre los nietos de los poderosos que pretenden
deshacer la construcción maligna de sus progenitores, de los intelectuales
puristas que quieren desmarcarse de todos los vicios posibles sin advertir su
propia soberbia y ambición (madre de todos los males que les siguen de manera
natural), sin comprender que el ejercicio de la política implica mancharse las
manos, las vestimentas, el rostro. Quienes detentan el poder se defienden no
sólo con uñas, muelas, garras, medios de comunicación, coimas, dinero, sino que
también con bombas y ametralladoras. Basta con leer las noticias
internacionales para comprobarlo.
Vivimos una era muy compleja, con
un dominio absoluto del poder económico, sin contrapesos. Una suerte de edad
media donde el interés individual prima sobre el colectivo, donde la cultura y
el pensamiento libres están relegados a un absoluto décimo plano.
Si esto se reconoce como un punto
de partida, es un buen primer paso, firme, lúcido. Luego habrá que dar el
segundo, que no es simple: ¿Qué puedo hacer yo al respecto? ¿Cuál es mi lugar
en esta lucha desigual, pero justa? ¿Cómo hago izquierda en estos días oscuros?
No es fácil responder, si las preguntas se abordan con honestidad, convicción y
consecuencia.