24 noviembre, 2005

La biblioteca

El profesor entró con indisimulado deleite a la nueva biblioteca.

LA BIBLIOTECA CIERRA A LAS 19 HRS.
SE RUEGA ABANDONARLA OPORTUNAMENTE.
SE AGRAD...

Interrumpió su propia lectura para admirar los detalles. Todo alfombrado e impecable. Se acercó a los ficheros y se abocó a revisar algunos en forma sistemática; periódicamente anotaba cifras en los formularios que encontró sobre el mesón de pedidos. Envió los papeles por el montacargas hacia el subterráneo y un par de minutos después cinco libros relucientes retornaron en lugar de aquéllos. Tomó los textos y los transportó a la sala de lectura.

NO FUMAR

Palpó los costados de su chaqueta; de todos modos no importaba, había olvidado comprar cigarrillos.

LA BIBLIOTECA CIERRA A LAS 19 HRS.

El profesor hizo un gesto de desprecio, ‑ los malditos burócratas‑ o algo así murmuró. Se sentó y se dispuso a leer. Eran las 18:29. Hojeó el primer libro, luego el segundo. Sólo para disimular, ninguno de los dos le interesaba en realidad. El tercero tenía tapas verde brillante; las abrió impulsivamente. Saltó el prólogo para leer el capítulo uno.

Había pedido cinco libros para leer uno solo, uno que le costaría el puesto si lo sorprendieran. Nunca más encontraría trabajo. Para un maestro no existían las segundas oportunidades. Le había costado decidirse. Mucho era el riesgo, tal vez mucho más de lo que creía. Pero leía con fruición. Nada lo podía distraer, nada lo podía distraer, nada.

18:40

Terminó con el capítulo I y dobló la página. Antes anotó algo en un cuadernillo. Centró la vista en el libro.

18:47

Miró la hora. Bajó la vista. Allí estaba todo, todo cuanto deseaba saber, todo, todo. Su avidez crecía.

No podía llevarse el libro a la casa. Tenía que verlo ahora, aprovechar al máximo esta oportunidad, quizás no tuviese otra.

18:57
18:58
18:59

El profesor estaba nervioso. Devoraba el libro, nada más parecía interesarle. !Queda tan poco!

18:59:30

Miró el reloj de la sala y cerró el libro. Caminó hacia la salida.

19:00

La compuerta se cerró antes de que el profesor pudiera alcanzar el umbral. Se puso color de harina. La luz se debilitaba en el interior de la sala. Entonces recordó a su sobrino que salió a caminar y pensar y que no volvió nunca, y de su mujer que le ocultaba los anteojos para que no leyera tanto. Ahora estaba todo negro. Alguien le quitó el libro y lo arrastró por un pasillo que hasta hace un rato atrás no existía.

* Este cuento pertenece al volumen LUGARES SECRETOS (Mosquito Comunicaciones, 1994).

11 noviembre, 2005

El valle del Inca

Nadie ha tenido más poder que el sabio Túpac Arachi. Sus dominios sobrepasaban las fronteras del Imperio Inca que nosotros conocemos, atravesaban las más inaccesibles cordilleras, los mares más extensos y remotos. Sus territorios, así como sus conocimientos, trascendían el límite de lo conocido y lo desconocido. En todo lugar eran aceptados sin discusión sus designios y escuchadas con entusiasmo sus palabras.

Túpac Arachi era viejísimo, anterior a su propio imperio, tenía la edad de las piedras y el agua, y ya no quedaba nada o muy poco que lo atara a la remota iniciación de su existencia.

El palacio del Inca, por expresa orden suya, había sido construido muy cerca del Valle Petrificado, que quizás era el último lazo capaz de vincularlo al pasado.

Muy pocos hombres entraron al Valle, no por una prohibición de Túpac Arachi, quien jamás dictó un decreto de esa naturaleza, sino que debido al desmesurado temor, al irracional sobrecogimiento que producía su visión. En el Valle el tiempo se había detenido: todo estático, quieto; ni siquiera el viento o un sonido alteraban esa realidad inmóvil. Los árboles pétreos, de hojas rígidas y calladas; los pájaros detenidos en trino eterno y silencioso, o implicados en un vuelo patético e imposible, flotando como globos fijos, proyectando sombras también fijas. Un jaguar que acecha infinitamente a su presa arrojando espuma por entre sus fauces, y el cervatillo que olfatea el aire presintiendo la proximidad de la fiera, sin poder escapar, con el terror fotografiado en sus ojos abiertos. Un tapir condenado a beber a perpetuidad de un arroyo con aguas mudas que no escurren, que jamás llegan a su garganta para aplacar la urgencia de su sed.

Nada supera la horrorosa certeza de ser lo único vivo entre lo rígido y muerto. Con la excepción de Túpac Arachi, todos los hombres que entraron al Valle Petrificado enloquecieron y murieron esperando un movimiento, aguardando el fin de la escena: ver volar y cantar a los pájaros entre los árboles movidos por el viento, resolver la incógnita del ciervo y el jaguar, aplacar la sed del tapir, terminar ese mundo eternamente inconcluso.

Sólo a Túpac Arachi no le inquietaba la misteriosa realidad del Valle, y acaso era ésta la mayor prueba de su sabiduría, la razón esencial de su poder. Tal vez el Valle solamente le aportaba la tranquilidad y el tiempo requeridos para una reflexión profunda y necesaria.

El anciano Inca jamás hizo uso de la fuerza para mantener bajo su dictamen al Imperio. Su Guardia Guerrera cumplía una función apenas decorativa y no tenía ningún privilegio sobre el resto de la población. Los miembros de la corte y el sacerdocio eran respetados, pero no abusaban de esa prerrogativa; además nada que contribuyera a su envanecimiento y gloria personal era aceptado por el pueblo. Desde la fundación del Imperio nadie había muerto por mandato de Túpac Arachi; las horcas y las hachas se descomponían y oxidaban en las bodegas, los látigos se revenían con la humedad. Odios y frustraciones se disipaban en las noches plácidas y silentes del Valle.

El Inca había explicado una vez que una muerte ordenada por él sería capaz de alterar el equilibrio alcanzado, produciendo una ola sin fin de sangre que ahogaría al Imperio. Manifestó en aquella ocasión que de firmar una orden semejante, firmaría al mismo tiempo, de un modo desconocido, oculto para los hombres, su propia sentencia y la del Imperio.

Túpac Arachi reinó durante siglos en medio de la sana alegría popular, de la sucesión de ricos y variados sembradíos y de cosechas abundantes, y de un sagrado culto y veneración mutuos entre los hombres. Fue así hasta que Paccari‑Tampu, familiar del Inca, urdió una trama siniestra. Comenzó por relatar a algunos cortesanos bien elegidos que había descubierto una conspiración para asesinar al Inca. El rumor se difundió rápidamente por la corte hasta llegar a Túpac Arachi, quien desatendió las advertencias, aunque no pudo disimular su preocupación ante esta insólita manifestación de violencia.

A través del propio Paccari‑Tampu fue informado el Inca de los nombres de los supuestos conspiradores, un grupo de campesinos descontentos, cuyas tierras estaban en los límites del Imperio. Esos territorios habían sido incorporados recientemente al Imperio, por lo tanto no eran gente de fiar todavía. Paccari alentó al anciano Túpac para que los ajusticiara, pero éste se obstinó en dejarlos libres y en no tomar medidas contra ellos, argumentando que, de tomarlas, éstas se volverían en su contra.

Paccari, sin perder las esperanzas, hizo traer a los campesinos acusados, quienes ignoraban la farsa en que estaban envueltos. Cuando los labradores ingresaban al palacio, los saludó primero que nadie y les señaló el camino. Antes se había ocupado de enviar súbditos suyos con ricas túnicas, vinos y armas como obsequio a los campesinos, quienes tomaron los regalos con gran alegría. Corriendo por pasillos paralelos llegó Paccari donde el Inca, gritando que ya venían a asesinarlo, que de nada servían sus argumentos si su muerte era inminente, que era preferible ajusticiar a los sublevados y salvar, junto con su vida, la permanencia del Imperio.

Al sentir la algarabía de los campesinos medio ebrios penetrando en la antesala y ver sus relucientes armas, Túpac Arachi cayó en la maraña de Paccari, ordenando a sus guardias ejecutar en el acto a las infelices víctimas.

Al derramarse las primeras gotas de sangre en aquella tarde lóbrega y terrible, el Valle Petrificado se estremeció, imperceptiblemente primero, luego en forma violenta, atronadora. Los pájaros trinaron con una fuerza inusitada, aquellos que volaban fueron a estrellarse contra los árboles, destrozando sus cuerpos palpitantes, el jaguar atrapó al cervatillo entre sus garras sin alcanzar a devorarlo, el tapir hundió su hocico en el agua aprestándose a beber, pero antes de que cada cosa se consumara, el Valle desapareció entre las montañas que se derrumbaban y fue cubierto por la lava de los volcanes inanimados por milenios. En pocos minutos no quedó prueba de su pasada existencia. Paccari‑Tampu, testigo de la escena, sollozaba en silencio. El objetivo de su acción era entrar al Valle sin temor a enloquecer con las visiones bellas y enigmáticas. Paccari creía ‑fundadamente‑ que la pasividad del Imperio era lo que impedía el movimiento en el Valle, y que por lo tanto, si alteraba la situación éste cobraría nueva vida; así disfrutaría de la belleza y el conocimiento del Inca. Ahora estaba condenado a no conocer el Valle Pétreo, su vileza había sido infértil, inútil; sólo había conseguido su propia desdicha. Aún le restó valor para clavarse una daga en el corazón y cayó a la tierra negra envuelto en sus lágrimas y en su sangre.

Túpac Arachi fue ahorcado meses más tarde durante una feroz revuelta campesina impulsada y dirigida por parientes de las víctimas. El Inca, antes de morir, tuvo la certeza de que sus pensamientos eran exactos: al ordenar la muerte de aquellos infelices labradores con un simple ademán, habíase condenado a sí mismo a una muerte peor que las que había inducido. Por ello, en sus horas finales tuvo el aplomo de no solicitar una clemencia inmerecida, dando así una última prueba de sabiduría y de valor.

* Este cuento integra el volumen LUGARES SECRETOS (Mosquito Comunicaciones, 1994)

01 noviembre, 2005

El sitio

Está el castillo sitiado por un ejército enemigo. Quienes resisten en la fortaleza de piedra padecen de sed, hambre y fatiga. Desesperado por el asedio, el Barón hace llamar al Mago, quien ejecuta un sortilegio de inversión; ahora es el ejército invasor quien resiste dentro del castillo y son las fuerzas del Barón las que hostilizan a los defensores.

El Amo de los enemigos despierta sobresaltado y sorprendido por su propio sueño. Ordena el ataque.

El Barón despierta en su sillón señorial, donde lo había vencido el cansancio; escucha los clarines del combate y corre para organizar la defensa.

Bulle entonces la carcajada del Mago por almenas, fosos y puentes levadizos, por el llano. Lanza sus sortilegios maravillosos. Ríe.

El Barón nada oye y carga furiosamente con sus hombres hacia los torreones.

El Barón no escucha sino los gritos de sus enemigos y desenvaina la espada para la que será,acaso, su última batalla.

* Este microcuento integra el volumen Angeles y verdugos, (Mosquito, 2002)
 
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