08 abril, 2007

Taller de Cuento de Diego Muñoz Valenzuela




Es un taller para quienes se interesen en aproximarse al conocimiento del género y quieran iniciarse en la escritura de cuento. Muy cerca de la estación de Metro Pedro de Valdivia.

Escribir al correo electrónico: dmunoz@surlatina.cl y enviar datos personales (nombre, teléfono, mail, edad, estudios, interés en el taller, etc.), indicado las razones específicas de su interés por participar.


Orientación del Taller

Este taller literario está orientado personas interesadas en incursionar en el género cuento. No es necesario que hayan escrito anteriormente. También pueden ser personas interesadas en desarrollar su apreciación narrativa y aprender técnicas básicas.

El aprendizaje de la escritura es un trabajo a largo plazo que requiere disciplina, paciencia y una reflexión permanente sobre los más diversos aspectos que involucra el proceso creador.

Los objetivos básicos de este taller de cuentos son:

Conocer las principales características del cuento contemporáneo a través de lecturas escogidas
Conocer los conceptos básicos ligados a la escritura del cuento, y las principales tendencias vigentes
Aplicar los conceptos anteriores en el análisis de cuentos en el taller (los participantes pueden traer sus propios textos con este fin).

Las actividades en cada sesión apuntan a ir entregando elementos técnicos de la escritura de narrativa, vinculados por ejemplo a: tipos de narrador, acción, manejo de diálogos, subgéneros (cuento fantástico, realista, policial, cuento breve, microcuento, etc.), tendencias actuales,

En diversas ocasiones se invita al taller a autores chilenos importantes a establecer un diálogo, previa lectura de algunos de sus cuentos.

Funcionamiento del Taller

Horario: 19:00 a 20:45 horas
Periodicidad: Semanal
Costo: 35.000 $ mensuales, pagados al inicio de cada mes
Ubicación: Local cerca de la estación de Metro Pedro de Valdivia
Matrícula: Sin costo
Inicio: Se inicia en fecha a definir


Inscripciones y consultas

Escribir al correo electrónico: dmunoz@surlatina.cl y enviar datos personales (nombre, teléfono, mail, edad, estudios, interés en el taller, etc.), indicado las razones específicas de su interés por participar.

Antecedentes del Director del Taller

Diego Muñoz Valenzuela, cuentista y novelista, nació en Constitución (Chile) en 1956. Ha publicado:

NADA HA TERMINADO, volumen de cuentos, Ediciones de Obsidiana, 1984
TODO EL AMOR EN SUS OJOS, novela, Ed. Mosquito, 1990. 2ª edición por Mosquito, 1999
LUGARES SECRETOS, cuentos, Ed. Mosquito, 1993.
FLORES PARA UN CYBORG, novela, Ed. Mondadori, 1997. 2ª edición por RIL Editores 2003
ANGELES Y VERDUGOS, cuentos, Ed. Mosquito, 2002
DÉJALO SER, cuentos, Ed. Fondo de Cultura Económica, 2003
DE MONSTRUOS Y BELLEZAS, cuentos, Ed. Mosquito, 2007

También es coautor de varias antologías, entre ellas CONTANDO EL CUENTO (Ed. Sinfronteras, 1986), ANDAR CON CUENTOS (Ed. Mosquito, 1992), y CUENTOS EN DICTADURA (LOM Editores, 2003), todas ellas realizadas en conjunto con Ramón Díaz Eterovic.

Ha sido incluido en más de cuarenta antologías y muestras literarias publicadas en Chile, México, Argentina, Ecuador, Canadá, Italia, España, Holanda, Bulgaria, etc. Cuentos suyos han sido traducidos al francés, italiano, inglés y croata. Distinguido en numerosos certámenes literarios, entre los cuales destaca el concurso de Mejores Obras Literarias del Consejo Nacional del Libro en dos oportunidades: por el volumen de cuentos Lugares Secretos en 1994 y por la novela Flores para un Cyborg en 1996. Colabora con artículos culturales y de crítica literaria en periódicos y revistas especializadas.

01 abril, 2007

OLD FAN

OLD FAN


Entonces, con el índice derecho, oprime el botón que insufla el sonido en la habitación semiobscurecida desde donde alguna parte refulgen y observan los ojos del rey Elvis, atrapado en un póster amarillento y descolorido. La música está en toda la pieza de Jan que mantiene apretados los párpados soñolientos tratando de percibir su propia respiración agitada, acezante, perenne por entre el sonido de la banda. Allá al fondo, justo en medio del muro, en una posición privilegiada, está John con sus pequeñísimas gafas circulares pendiendo del extremo de la nariz y rodeadas de cabellos que escurren por ambos costados de su rostro siempre pensativo. De este modo pareces un ideólogo, John no un músico. Aunque ‑ en realidad‑ fuiste un ideólogo. ERES un ideólogo. Sí, tú, John. Jan está tendido en su cama sobre un cobertor de terciopelo rojo sintético cuyo brillo escarlata va a estrellarse contra las paredes albas invadidas de ciertos apergaminados recortes de periódicos antiguos, ciertos pósters desintegrándose, ciertas fotografías en blanco y negro con los vértices doblados hacia afuera; escena presidida por John, por Elvis, por Jimmy Hendrix enloquecido rasgueando su guitarra. Jan tiene los ojos cerrados pues escucha un tema de Mick, un tema romántico de Mick con sus Rollings capaz de transportarlo hacia algún lugar de tantos años atrás cuando sujetaba en sus labios un cigarrillo de marihuana muy verde, crepitante y amarga que le raspaba la garganta al dar esas pitadas intensas, desesperadas, urgentes. La fotografía de John está adherida débilmente al muro mediante pequeños clavos que provocan una sensación de levedad, como si navegara en el éter o flotara en el vacío que viene con la música de Mick que es el lamento polifónico de un tigre en celo. Mick llama a su amor y su voz es el sol que estalla en medio de la pupila inundada de lágrimas, su voz es el grito de todas las bestias excitadas de la tierra, su voz es el aullido de Van Gogh cercenando su oreja frente al espejo de su autorretrato. Jan está muy lejos, su cabellera blanca descansa sobre el almohadón azul eléctrico, varias arrugas pliegan su rostro apacible y distante. Estabas sufriendo al escribir esta letra, Mick, al componer esta música. Puedo escuchar tu llanto, my brother, puedo abrazar tu angustia. Mick llama a su hembra porque está solo como Jan sobre la cubrecama soñando en otra parte con la música triste de Mick en off que le arranca lágrimas a ambos por momentos. No es posible saber si es Mick o es Jan el que se ve a sí mismo en un extraño bar donde se alternan penumbra y luces de colores que van a reflejarse en una larga copa de cristal medio llena de licor fragante, amarillento. John, desde la fotografía, sabe que Mick está sufriendo y que Jan tendido sobre el cobertor rojo se atormenta por culpa de la música de Mick que es dulce y triste a la vez, dulce y triste ‑quizás‑ como la vida de Jan, soñando siempre en medio del ruido de la banda. La mano de Jan es temblorosa y tímida al seguir el ritmo, las pecas de la vejez se derraman por la epidermis reseca que se estremece con el movimiento de los tendones, los dedos tamborilean silentes sobre la imitación de terciopelo. Mi hermano, mi dulce hermano, sufres en verdad. El equipo de sonido sabe que Jan está con los ojos cerrados esperando cada nota mil veces escuchada, percibe el latir de su corazón inquieto y las extravagantes ondas cerebrales que tanto le costó aprender a interpretar; con esos datos va dosificando tono, intensidad, volumen, de modo que resulta una versión única, original, irrepetible que nunca más será escuchada por Jan. Así Jan encuentra diferente la música, aunque sea la de siempre y piensa o sueña cosas distintas cada vez. El tema de Mick llena la habitación de melancolía y tibieza y la copa de líquido translúcido se alza en un movimiento que la lleva a los labios de alguien cuyo rostro está difuminado. Pudiera ser Jan o Mick este hombre mirando una hermosa muchacha solitaria al otro lado del bar, cualquiera de los dos podría ser quien bebe el licor que arde en su garganta. Ella es tan hermosa, tan solitaria, tan distante. Jan recuerda el modo en que flotaba su cabellera al correr sobre cien hacia cualquier parte sentado en su moto; su camisa se hinchaba con el viento helado y la carretera se abría a su paso como si fuese un cuchillo. El final del tema de Mick se acerca y el equipo aumenta el volumen mientras las pupilas de Jan se agitan nerviosas bajo la tela de los párpados. Hendrix ‑en la pared‑ agoniza con una sobredosis de droga que enloquece sus dedos bailando sobre las cuerdas, poseyéndolas, arrancándoles sonidos imposibles, haciéndolas hablar. Estás amargo, Jimmy, porque sabes de la música de Mick y su languidez que entristece a Jan, porque Mick llama a su amor y está solo en el mundo con una copa de licor amarillento en su mano y algo doloroso en su garganta que sólo el alcohol aplaca, aunque no se sabe si es él o Jan quien está en la barra del bar mirando a la muchacha del otro extremo a través de las luces violetas, rojas, verde obscuras. Es Mick quien hunde su mirada en los ojos de ella que son el mar interminable, el infierno, la distancia, pero ya es demasiado tarde: el tema de Mick llega a su fin, el corazón de Jan salta demasiado en el monitor del equipo y la música se debilita a medida que se acerca el final; Mick llama más intensamente a su amor que no quiere oírlo al otro lado del bar y la llama desesperado, aunque no se sabe si es él realmente o si está Mick mirando sus ojos de mar o si es Jan el que se bebe de golpe el contenido amarillento de la copa de cristal o si es Hendrix el que se inyecta una sobredosis cuando ella escapa del bar semiiluminado dejándolo irremediable, terriblemente abandonado con una luz verde ocultándole las facciones. Ahora viene el silencio. Todo vuelve a su lugar. El viejo Jan abre los ojos. La semipenumbra no es muy distinta al bar de donde viene. Está la foto de John al fondo, en mitad del muro. John, con sus pequeñísimas gafas. Y Hendrix. El rey Elvis. Mick no, ya terminó su tema. No hay una fotografía suya en la pared. Ni un póster. No, mi dulce hermano, aquí solamente está tu música, a veces, cuando ambos queremos. Jan tiene hambre. Se apoya con las manos en el terciopelo rojo. Hace un esfuerzo para sentarse a medias sobre el lecho. La respiración se hace muy pesada. Lo logra. Mueve una pierna hacia el borde. Después la otra. Una ínfima gota de sudor brilla en su frente. Descansa. El rey Elvis lo observa sonriente y vestido de blanco. Jan está sentado ahora sobre el cobertor escarlata. En el monitor salta su pulso. Un esfuerzo más y se incorpora. Siente pinchazos en las piernas. Camina hacia la mesa. Oprime un botón. Piensa en el alimento. Desde una puertecilla sale un sándwich. Un segundo después una gaseosa. Una servilleta. Se sienta a comer. Derrama una pequeña cantidad de gaseosa al llenar su vaso. La gaseosa se absorbe sobre la superficie de la mesa. También los restos de alimento que caen desde su boca. Come con rapidez. Con fruición. Pronto termina. Todo desaparece sobre la mesa cuando él da la vuelta. La superficie está limpia y brillante. Parece que jamás nadie se hubiera alimentado sobre ella. Jan se dirige hacia el lecho. Lenta, muy lentamente. Se sienta sobre el borde. Se deja caer de espaldas. Endereza sus piernas. Acomoda su cabeza en el almohadón azul eléctrico. Reposa. Su respiración está acelerada. También el pulso que da pequeños brincos en una pantalla. El rey Elvis tiene puesto un traje albísimo, ajustado, que se ensancha en las pantorrillas decoradas con remaches metálicos. El rey sonríe al estallar el flash ante su vista y queda atrapado en el póster amarillento que está viendo cerrar los párpados al viejo Jan. Entonces, con el índice derecho, oprime el botón que anuncia al equipo el deseo de oír una música que desea intensamente pasear por aquella habitación a media luz donde se entrecruzan las miradas de los ídolos encerrados en las fotografías, clavados en las paredes de la pieza de Jan que parece una catedral inundada de iconos, de imágenes sagradas, vigilantes, eternas. El descolorido bluejean del anciano resalta contra el suave terciopelo sintético que da un tinte rojizo a las paredes enormemente blancas llenas de antiguas fotografías con rostros de ojos muy intensos que atraviesan la penumbra donde resbalan ya los primeros sonidos de la música de Mick que ha visto el inconmensurable océano en los ojos de ella escapando hacia el horizonte desde el bar donde alguien ha bebido una copa de licor amarillento y amargo como la vida de Jan que quizás era el hombre de rostro indefinible sentado en la barra escuchando la música de Mick que es el desgarrador aullido de una fiera herida de muerte, pero que lo mismo podía ser el propio Mick apurando el último trago incapaz de sanar su angustia inmensa o Jimmy Hendrix yéndose definitivamente con una carga mortal de ácido que pueda arrastrarlo a los labios de ella que huye y se lleva todo el mar en sus ojos porque ahí Mick lo ha visto, en sus ojos ya tan lejanos que no ven la tristeza de Mick llamando a su amor y componiendo esa música que le vino de pronto. ¿Quién, John quién disparó verdaderamente contra ti? ¿Por qué, Mick? Y siente como el tema de Mick se transforma en una aguja que le trepana los huesos, en un líquido espeso que le estalla en las venas, en un torbellino capaz de enloquecerlo como a Hendrix enterrándose la hipodérmica mientras aúlla su última rabia acallada por la droga y la música de la banda que copa la habitación de Jan hendida por el extraño brillo escarlata del lecho donde descansa su cuerpo. Y John siente cada vez más su música a medida que esta va apoderándose de la habitación que analiza a través de sus pequeñas gafas redondas, aunque está pensando en las cosas que jamás nos atrevemos a hacer a pesar de llamarnos fanfarronamente libres, John, y de verdad no hacemos más que lo que otros quieren que hagamos ¿no es verdad, John? Por eso vino alguien y te dio un tiro, mi dulce hermano. Vino alguien para que el rey Elvis se hinchara como un sapo enterrado en la muerte. Pasó que Hendrix tuviera que inyectarse esa sobredosis final mientras John o Mick o Jan o cualquiera llaman a su amor que se marcha for ever y nace aquella música que es el furibundo rugido del tigre agonizando en la selva solo, completamente solo, mi hermano, solo. Pero están vuestras fotografías envejecidas, amarillentas sobre los muros de esta habitación, prevalecen vuestras miradas, vuestra música. La refulgente mirada del rey desde el apergaminado afiche encuentra el cuerpo de Jan estirado sobre el lecho escarlata, cerrados los ojos, rodeados por el tema de John que, más allá de las gafas circulares impresas en el retrato del muro, está mirando hacia esas direcciones nunca vistas por donde Jan camina ahora con los párpados inquietos fijos en el bar donde alguien que ha visto el mar en los ojos de ella compone la música que cualquiera de ellos escucha al morder y besar con violencia los labios de quien, tras huir por esa puerta, lo dejará infinitamente perdido frente a una copa de licor amarillento donde se refleja la habitación de Jan y una fotografía de John con el pelo cayendo a ambos lados del rostro y gritando let it be aullando let it be con la voz de Hendrix, de Jan, de Elvis, de un hombre con el rostro nebuloso frente a la barra de un bar en penumbras, viéndola irse con todo el océano que cabe en sus ojos infinitos.

* este cuento pertenece al volumen LUGARES SECRETOS (Mosquito Comunicaciones, 1994), Premio Consejo del Libro al Mejor Libro de Cuentos publicado ese año.
 
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