26 diciembre, 2010
Estatuas derribadas
A la estatua de Lenin la habían colocado en el espacio junto a la escalera, debajo del techo inclinado sobre el segundo tramo. Un lugar que podría haber ocupado una planta o un mueble inútil. La abuela solía sentarse al lado porque en invierno siempre estaba caliente debido a una conjunción absurda de calefactores. Le hablaba de tiempos pasados como si se tratara de un viejo amigo. En cambio la estatua de Stalin estaba en la carbonera, medio ladeada y sostenida por la frente, a punto de caerse. El abuelo lo tenía castigado allí, como a un chico desobediente. “Fue un gran cabrón éste”, decía el viejo, “la verdad es que nos jodió la vida”.
Cuando le preguntábamos a la abuela por qué no habían relegado a Lenin a la carbonera, nos respondía inefablemente: “Yo creo que fue un buen hombre, no merecía ir a parar al sótano, como el otro”. A Stalin nunca lo mencionaba por su nombre, como si fuera el demonio.
Una vez el abuelo mencionó de paso a un tal Trotsky. Le preguntamos quién era. Respondió que tal vez habría sido una esperanza de éxito. Después se quedó pensando un rato y añadió que en verdad no estaba seguro. No nos atrevimos a preguntarle por qué no teníamos una estatua del tal Trotsky.
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