26 diciembre, 2010

Estatuas derribadas


A la estatua de Lenin la habían colocado en el espacio junto a la escalera, debajo del techo inclinado sobre el segundo tramo. Un lugar que podría haber ocupado una planta o un mueble inútil. La abuela solía sentarse al lado porque en invierno siempre estaba caliente debido a una conjunción absurda de calefactores. Le hablaba de tiempos pasados como si se tratara de un viejo amigo. En cambio la estatua de Stalin estaba en la carbonera, medio ladeada y sostenida por la frente, a punto de caerse. El abuelo lo tenía castigado allí, como a un chico desobediente. “Fue un gran cabrón éste”, decía el viejo, “la verdad es que nos jodió la vida”.
Cuando le preguntábamos a la abuela por qué no habían relegado a Lenin a la carbonera, nos respondía inefablemente: “Yo creo que fue un buen hombre, no merecía ir a parar al sótano, como el otro”. A Stalin nunca lo mencionaba por su nombre, como si fuera el demonio.
Una vez el abuelo mencionó de paso a un tal Trotsky. Le preguntamos quién era. Respondió que tal vez habría sido una esperanza de éxito. Después se quedó pensando un rato y añadió que en verdad no estaba seguro. No nos atrevimos a preguntarle por qué no teníamos una estatua del tal Trotsky.

18 diciembre, 2010

El gorro de Santa Claus


Entró a la casa por la chimenea apenas, dificultosamente. Se ensució el traje rojo: lo dejó repleto de manchas horribles. Su aspecto era lastimoso, hasta la blanca barba la tenía emporcada. Seguí sus evoluciones agazapado en la oscuridad. No esperaba lo que iba a suceder. Empezó a llenar su bolsa con mis juguetes predilectos. Después agregó los mejores libros y discos con una precisión extraordinaria. Me estaba despojando en serio. Cuando comenzó a guardar las joyas de mi madre entré en sospecha. Y la certidumbre llegó cuando se pudo a probar suerte en la caja fuerte.
Entonces salí, armado con un garrote capaz de volarle la cabeza al propio Hércules. Apenas me lo podía. Lo perseguí mientras blasfemaba. El viejo miserable imploraba piedad. Entre chillidos argüía que todo iba a repartirlo entre los pobres. Ándate al carajo, viejo de mierda, le dije y le aticé un trancazo. Soltó la bolsa y salió por la puerta corriendo como alma que lleva el diablo.
Se le cayó el gorro. Lo conservo como trofeo. Si quieres, te lo muestro.

10 diciembre, 2010

Eventos imposibles


Dentro de la botella hay un reloj en cuyo interior flota un transatlántico donde la gente bebe y baila en una sala enorme en cuyo centro hay una orquesta tocando una música muy extraña, porque esto ocurre en una galaxia muy lejana y en otro tiempo muy diferente. En el bolsillo de uno de los músicos hay un libro marcado en una de sus páginas donde está impreso este cuento que no podrías leer, porque está escrito con caracteres incomprensibles. La historia termina aclarando que es imposible que algo así ocurra jamás.

04 diciembre, 2010

El detective robótico por Patricia Espinosa


Las Últimas Noticias, viernes 1 de octubre 2010, pp. 42

http://www.lun.com/Pages/NewsDetail.aspx?dt=2010-10-01&PaginaId=42&bodyid=0%20

El cruce entre el neopolicial y lo cyber, esto último por la presencia de lo tecnológico, sumado a la temática política chilena, da lugar a Las criaturas del cyborg , novela de Diego Muñoz Valenzuela, que retoma los crímenes cometidos en dictadura, la impunidad de los ejecutores y su conversión en delincuentes de cuello y corbata.

La novela establece un contrapunto entre el científico Rubén Arancibia y Orlando Sánchez, un ex agente de seguridad de la dictadura chilena. El científico, experto en robótica, crea a Tom, un cyborg ultrainteligente y sensible, que se convertirá en la pieza central del relato. Un aspecto interesante de esta dupla es que el cyborg parece sentir pasión por su amo o más bien estar enamorado de su creador, faceta que lo humaniza de manera radical y le da un giro bastante atractivo a la narración. Tom es, en definitiva, el protagonista de la historia. Un cyborg que se ubica en el lado del bien, irónico, con un sentido del humor permanente y una capacidad estratégica a veces no tan certera.

El científico y su criatura operan como improvisados detectives privados, ya que intempestivamente se involucran en un caso policial. Rubén tiene una suerte de padrino, Malcom, que perteneció a una organización antidictatorial y que ahora es perseguido por un grupo mafioso, conformado por ex militares que participaron en torturas y crímenes. Una asociación ilícita liderada por un sujeto de apellido Williams, que ha contratado a Orlando Sánchez para asesinar a Malcom, a Claudio Cerda y a su profesor, Óscar Godoy. Cerda también ha pertenecido al ejército, pero en la actualidad ha decidido declarar ante la justicia todos los horrores de los que fue parte y testigo; su testimonio sacará a la luz importantes nombres y es por ello que este oscuro grupo lo tiene en la mira.

Hay un amplio despliegue de personajes, en su mayoría configurados a partir del estereotipo, pero la experticia del autor logra diluir los clichés, mediante la exposición de la ambivalente e insegura intimidad de estos sujetos. Sin embargo, lo que no tiene ambivalencias es el ejercicio del mal, porque en última instancia, más allá del castigo judicial, queda la culpa atormentando de por vida al victimario. Además, resulta llamativa la sólida base político-filosófica de un relato lleno de conspiraciones donde se confrontan implacablemente lealtades, traiciones y distintos sentidos de la justicia.

La derrota y el triunfo se entrecruzan, porque alcanzar la verdad, identificar el origen del mal, termina siendo un fracaso, al igual que la creación de un cyborg que, como corresponde a la costumbre robótica, anhela ser débil, vulnerable, mortal, a costa de perder su condición de superioridad intelectual.

Las criaturas del Cyborg es una novela que lee nuestra historia, una novela que reabre heridas y que nos revela con una crudeza implacable que estamos perdidos o que definitivamente hemos sido derrotados por la corrupción, porque al parecer Don Dinero hace caer hasta al más ético individuo.

Las criaturas del cyborg
Diego Muñoz Valenzuela
Simplemente Editores, 2010, 212 páginas.
 
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