Presuroso, al ver acercarse la góndola, ajustó su sombrero alón y apretó el cinturón del sobretodo antes de subir por la escalerilla. Llovía a cántaros y requería con urgencia para remediar los vértigos de la abuela licor anodino de Hoffman. Esa receta solo podía despacharla la botica del farmacéutico Hufeland, ubicada en pleno centro. Tomó asiento y miró sus embarradas galochas y se entretuvo mirando el lluvioso paisaje: biógrafos, mercerías, tranvías, abastos desfilaron ante sus ojos. Lamentablemente, la anciana estaba cucufata y a causa de inexplicables desvelos, solía abandonar la cama por las noches. Uno de aquellos vértigos la había cogido y estuvo a punto de descuajeringarse. ¡Pucha máquina la señora bien dunda! Ahora precisaba aquel escaso y caro elixir. Tendría que despojar sus menguadas faltriqueras para prevenir otro soponcio de la vieja y la trifulca consecuente. Su madre le había ordenado sin derecho a réplica: “no vuelvas sin la droga, estafermo, pinganilla, pelafustán roñoso”.
Bajó de la góndola, pero antes de ingresar a los dominios del boticario, una hetaira lo arrastró a las profundidades de un burdel. Allí el sicalíptico mequetrefe se entregó con ardor a las bataclanas, iniciando una sandunga interminable. Recién al otro día logró el badulaque escapar de aquel cuchitril, sufriendo de antemano la debacle que su madre iba a desatar. Aquellas felonías la sacaban de quicio. Estrilaría hasta que le diera puntada, meditó el tarambana. No le quedaba otra que convertirse en lambeculos y soportar la lluvia de pescozones que su progenitora desataría sobre él. ¡Ojalá le diera un patatús por la rabia y desmayara antes de atormentarlo demasiado! Las pelanduscas se habían apoderado de todo su dinero, así que más encima era un atorrante. Merecía que lo desconchabaran por babieca, concluyó, y se regresó a casa, a pie, despotricando, pateando quiltros por quítame estas pajas, pensando en la zurra que lo aguardaba.
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