
Lo encontré en un tortuoso callejón en los cerros de Valparaíso, caminando sin rumbo, igual que yo. Clavó sus ojos azules –única discontinuidad en el azabache de su cuerpo felino- en los míos y lanzó un plañidero maaaaau. Eso es, mau, no miau, como afirman mis hijos en acuerdo con la mayoría de las personas. Ergo, el gato negro me otorgaba la razón. Constituía la prueba que había buscado con ansiedad largos años. Le prodigué caricias y se restregó contra mi pantalón con felicidad indescriptible. Repitió muchas veces –como si deseara vivamente complacerme- su consabido mau. Así fue bautizado en aquel instante. Mau. Cuando lo invité a seguirme, se irguió en sus dos patas traseras, con la cola describiendo un arco en forma de C acostada, y se pudo a caminar a mi lado tal y cual haría una persona. Ahí descubrí que Mau era un gato muy extravagante.
Ahora Mau vive en nuestra casa. Ha aprendido muchas cosas. Por ejemplo, sabe preparar y servir una variedad de tragos, simples y complejos. Los trae bien equilibrados en una bandeja metálica. Sirve con gracia y elegancia, como buen gato que es, siempre bien garboso y derecho. Se sienta a leerme el diario mientras dormito; sabe el tipo de noticias que debe saltarse así como las que debe resumir. De vez en cuando se echa un trago de Martini, que es el único licor que acepta. Es un poco gangoso y tiende a arrastrar las palabras, sobre todo cuando se junta la “m” con alguna vocal. Ah, se me olvidaba; mis hijos han tratado de enseñarle a decir miau, pero no puede. Invariablemente dice mau o maaaau. Íntimamente, yo creo que persiste por cariño. Nada más.