24 julio, 2011

Mis años en el Instituto Nacional: de 1971 a 1973


En las postrimerías de 1970, y durante las primeras semanas de gobierno de Salvador Allende, tomé una decisión importante para mis catorce años. Se la comuniqué a mi padre: quería estudiar en el Instituto Nacional. Ni siquiera me exigió razones, asintió con gesto severo –era la apariencia tras la cual ocultaba su naturaleza profundamente bondadosa- y comenzó las gestiones. Así como no me exigió razones, tampoco me informó qué gestiones hizo. La cuestión es que fui aceptado: mis referencias eran buenas, pero acceder a uno de aquellos codiciados cupos era muy difícil. Todo el mundo sabía que era el “´primer foco de luz de la nación”.

¿Por qué quise estudiar allí?, me pregunto hoy, cuando vengo recién volviendo de una visita al Instituto –la friolera de cuarenta años después que di mis primeros trancos en sus pasillos, en marzo de 1971- ahora en toma por los estudiantes que exigen educación pública gratuita. Y lo que viene a mi memoria me estremece. Yo quería estudiar allí para servir mejor a mi patria. Ansiaba convertirme en un profesional o un científico que contribuyera a que mi país fuera más grande, justo, culto, rico y solidario. Lo que más yo ansiaba a los catorce años es que Chile fuera un lugar maravilloso… en el lejano año 2000. Y entendía que aquella quimera era una tarea que requería del empeño de miles, de millones.

Ya se ve: no es necesario ser un viejo o un sabio para entender estas cosas. Por eso los jóvenes han desarrollado este movimiento maravilloso que ha sacudido las bases de nuestras creencias… o de nuestro adormilamiento.

Miro a mi país y el único deseo que se ha cumplido es el de una nación con más riquezas. En las demás categorías, por desgracia, hay que reconocerlo, hemos descendido. La riqueza está en manos de unos pocos; la competencia sustituyó a la solidaridad; la farándula desplaza a la cultura, en fin.

Vuelvo cuatro décadas atrás, al lejano marzo de 1971, cuando entré al Instituto por primera vez, con una mezcla de nerviosismo, temor, curiosidad, desafío y triunfo. Y aunque en las semanas sucesivas experimenté dudas de la justeza de mi decisión, a poco andar supe que tenía la razón. Y con el pasar de los años lo he reafirmado día tras día, porque allí aprendí lecciones que no sé si habría podido recibir en otra parte, al menos en la profusión que ocurrieron.

Allí aprendí de nuestros profesores, maestros magníficos e inolvidables, pero también aprendí de mis compañeros. Eso uno lo va descubriendo con los años. Cada uno de ellos es un ser entrañable para mí, único, irrepetible. Formados en la sucesión infinita de clases dictadas por hombres notables, cada cual se fue convirtiendo en un tesoro viviente. No solo por el conocimiento que acumulaban, sino por esa sustancia etérea que conforman los valores, la pertenencia a una comunidad regida por una máxima que se nos grabó a fuego: Labor omnia vincit (el trabajo siempre triunfa).

Ya he dicho que las primeras semanas fueron arduas. Los profesores no tenían consideraciones ni piedad con nosotros, los del Segundo I, curso integrado exclusivamente por alumnos procedentes de otros colegios. Foráneos a los cuales había que formar rápidamente, inculcarles el espíritu institutano. Misión imposible, habrán pensado algunos. No obstante, creo que lo logramos, a fuerza de constancia. Hicimos funcionar nuestros cráneos a máxima velocidad, los trepanamos para ponernos al día con los números complejos, los vectores, los misterios de la fisicoquímica, los detalles de la historia, una enormidad de desafíos de ilustración que al comienzo nos parecieron inalcanzables.

No obstante –labor omnia vincit, mediante- nos desprendimos de nuestras pieles de asnos y comenzamos a correr a la velocidad requerida. Entre los compañeros del 2º I hice amigos que me han durado toda la vida, a quienes –más allá de nuestras locas alegrías de entonces, aquellas que hoy reflejamos pálidamente quizás- respeto y admiro, a cada cual en su terreno. No quiero nombrar a nadie por temor a la injusticia del olvido.

Pasó aquel primer año y ocurrió otro hecho notable, esta vez impredecible. Don Osvaldo Arenas, emérito profesor, ex Rector del Vespertino del Instituto, hizo una de las suyas, al amparo de aquel poder invisible que le otorgaba su larguísimo prestigio de maestro. Aunque ya estaba jubilado hacía tiempo, y podía haber optado por quedarse en su casa disfrutando del tiempo libre, aquel viejo maravilloso escogió seguir haciendo clases. Con una sola condición, o más bien dos: sería profesor jefe de un curso cuyos integrantes él escogería a su amaño. Quería constituir un curso ideal, tal era su sueño.

Pues bien, leyó decenas, centenares de informes sobre los alumnos de otros cursos y con especial cuidado analizó los antecedentes de los foráneos del 2º. I, convencido de que ya habían dejado de serlo, y que se habían convertido en institutanos de tomo y lomo. Escogió a varios de nosotros; eso lo supimos bastante más adelante. Y seguramente nos reímos de su ingenuidad. Pero poco nos duró la risa: una vez más –cuando creímos que ya estábamos acostumbrados al duro ambiente- fuimos sometidos al peso del designio que se había cernido sobre nosotros.

Don Osvaldo, el “Chancho” Arenas como le llamábamos a sus espaldas, por su contextura gruesa y sus cachetes mofletudos, también se había dado maña para escoger a los profesores más exigentes. Si éramos supuestamente los mejores, tendríamos ocasión de demostrarlo. El 3º. D Científico tenía asignados profesores singulares. Don Ignacio Guzmán, el temido “Perro” Guzmán en Física; Moisés Mizala en Biología; El Negro Díaz en Química y Aníbal González en Matemáticas. Todos ellos nos las hicieron ver verdes. Pero lo que no podemos decir es que no hayamos aprendido. El saldo final fue más que positivo. Nos superamos a nosotros mismos. Eso fue lo que pasó. Siempre es posible ir más allá. Labor omnia vincit.

En el tránsito de 3º al 4º D, aprendimos a movernos cada vez mejor en el terreno del aprendizaje, aun cuando el país estaba sumergido en una crisis marcada por conflictos profundos, que como bien sabemos terminaron por destruir la democracia y sumergirnos en un periodo de terror tiránico. Aún así, sabíamos que debíamos estudiar. Cuando no había movilización colectiva, llegábamos caminando, cuarenta, cincuenta cuadras, lo que fuera necesario.

Como si esto no bastara, el Chancho Arenas nos citaba frecuentemente a exhaustivas interrogaciones de francés –ese era su ramo- a las siete de la mañana, una hora antes del inicio de las clases. Él, por cierto, estaba allí antes de que nosotros llegáramos. Venía una interrogación implacable sobre los diversos ámbitos de estudio: lecciones de gramática, lectura de artículos y libros. Salí del Instituto leyendo francés perfectamente; lo he perdido por falta de uso en un mundo excesivamente dominando por los lenguajes imperiales. “Hola jetoncito”, nos decía y nos atracaba pellizcones o coscachos simbólicos, “llegaste un minuto atrasado”.

Sabía todo sobre nosotros, llevaba cuadernos con la historia de nuestro rendimiento, se preocupaba por aquellos con algún problema, los alentaba, les conseguía clases de apoyo, libros, lo que fuese necesario. Más allá de su severidad aparente, era un padre de todos nosotros. Un padre amoroso, infinitamente preocupado por nuestro destino.

Don Osvaldo y los frecuentes paros de buses nos inocularon –a mí y a algunos otros- la costumbre de llegar muy temprano. Tenía ventajas adicionales, como saltarse el control del largo del pelo –revisión que solía hacer con extremo rigor el Inspector General, el Huaso Pavez- en la entrada del colegio. Habría que agregar la posibilidad de compartir un cigarrillo con los compañeros, mientras discutíamos sobre cualquier cosa, política incluida.

No hay espacio en estas notas para recorrer –como debiera- toda la galería de maestros que se encargaron de formarnos aquellos años. El tono extravagante de las clases de Aníbal González, que nos observaba desde sus gruesos anteojos para formularnos tareas imposibles, demostraciones de alta complejidad. Nos forzó a recorrer caminos laberínticos de las matemáticas sin consideración a que fuéramos estudiantes de secundaria. Nos exigió mucho más, nos hizo volar. Lo mismo puede decirse de don Moisés Mizala, que nos sumergió en los misterios del cuerpo humano y la biología entera; estoy seguro de que él fue responsable directo de la vocación de la docena de médicos que salió de nuestro curso.

Capítulo aparte para el Perro Guzmán, capítulo amargo para muchos. Nunca sentí tanto temor hacia un profesor como hacia don Ignacio Guzmán, ni he vuelto a experimentarlo. No ha habido, para mí, un profesor más imponente ni más exigente. Llevaba al sumun el paradigma de la exigencia extrema; y no bastaba con el estudio. Además había que aprender a pensar bien, originalmente, rápido y bajo una espantosa presión.

No creo que haya sido el mejor método pedagógico, a algunos los demudaba. No lograban sacar palabra en su presencia. Cada respuesta zonza era castigada con dureza; nos increpaba, se mofaba de nosotros, plagaba el libro de unos, que finalmente eran reemplazados por notas mucho mejores, quizás mezquinas, pero mejores.

Si bien el método era brutal, generaba sus resultados en algunos casos. Ese fue el mío. Para mí sus clases terminaron por tener un atractivo fascinante; similar al atractivo que siente la hipnotizada víctima de una cobra.

Su procedimiento era siempre el mismo. Hacía una pregunta y recorría el curso fila por fila esperando la respuesta. “Un uno, el de más adelante” decía cuando obtenía mero silencio a su interrogante y registraba la nota con rojo. Con voz estentórea nos decía “Fila del medio atrás, dime tú… por qué no se utilizan elefantes en vez perros para arrastrar los trineos”. La respuesta correcta debía ser un nítido razonamiento físico que –por desgracia- no acudía a nuestras mentes ofuscadas. Con el tiempo, le fuimos pillando la hebra, aprendido a estar más despiertos, a pensar mejor y empezamos a responderle.

El institutano Oscar Castro, gran actor y director del mítico grupo de teatro Aleph, cuenta en una entrevista como lo afectó la impronta del Perro Guzmán. Tanto fue el impacto de una de sus preguntas “Cuántas ruedas tiene un trineo”, que tituló así una de las primeras obras de la compañía.

Finalmente desarrollé una gran amistad con don Ignacio Guzmán. Fui a verle varias veces al instituto después de nuestro egreso en 1973. Después los difíciles años de la dictadura, la represión y las exigencias de los estudios fueron difuminando ese vínculo.

¡Cuánto recuerdo nuestras conversaciones de alumnos en los patios, durante los recreos! Discutíamos sobre sicología, cine, política, matemáticas, literatura, arte, lo que nos viniera en gana. La vida era una gran clase ininterrumpida en la cual nos preparábamos para un porvenir brillante. Pero ese porvenir brillante no llegó jamás. En su lugar vinieron el terror, la censura, la persecución, el exilio, la muerte. No necesito profundizar en la dimensión del dolor que atenazó a Chile durante el tiempo del ogro. Ya todos lo sabemos, aunque siempre podemos hacernos los lesos.

No puedo olvidar el ambiente de tensión que vivimos en los días posteriores al 11 de septiembre de 1973. Nos obligaban a bajar a cantar el himno nacional al patio central; muchos nos negábamos a ello. Hubo profesores de los que no supimos hasta mucho tiempo después. En el acto de graduación debíamos hacer una reverencia a uno de los generales de la Junta Militar –un deshonroso exalumno institutano, que los hay, aunque sean pocos-, otra vez nos negamos a ello.

Luego vino la universidad en dictadura. Y la vida con su pulso nos dispersó por Chile y por el mundo, trajo sufrimientos tremendos a muchos, pero nos volvimos a encontrar como curso. Una vez más, esa es otra historia, que será contada en su oportunidad.

Hoy – partí relatando esto- volví a pisar después de mucho tiempo los pasillos de mi querido Instituto Nacional, llamado a formar a los hombres que debían hacerse cargo de crear las bases del Chile independiente y soberano que debía surgir desde las cenizas de la Colonia.

Concluyo con pena, con vergüenza, por qué no decirlo, que no he, no hemos estado a la altura de las circunstancias. No pude, no pudimos construir ese país maravilloso que soñamos hace ya tanto tiempo. Pero hay una esperanza. Podemos partir de nuevo. Podemos soñar como nos están enseñando esos jóvenes que han tomado sus liceos para exigir una nueva educación en Chile, aquellos que corren sin parar 1.800 horas con sus banderas.

LA LUCHA ES DE LA SOCIEDAD ENTERA – TODOS POR LA EDUCACIÓN PÚBLICA GRATUITA. Eso dice un enorme lienzo colgado en el frontis de la Casa Central de la Universidad de Chile. No hay futuro si no logramos esto. Es imprescindible que lo entendamos.

Cuando estuvimos afuera de la que fue nuestra sala de tercero medio, sentí que el Chancho Arenas me tiraba de la oreja diciéndome “ya estaba bueno que vinieras aquí, jetoncito”. Después el Perro Guzmán me quedó mirando con esos ojos plagados de exigencias y preguntas y me lanzó un “el de más adelante” que confirma mi compromiso con esta lucha. Se lo debo a mis profesores, a mis compañeros, a mis padres, a mi país, y por qué no, a mis sueños de adolescencia.

Diego Muñoz Valenzuela

Ingeniero y escritor

13 julio, 2011

Mis años en el Liceo 7 de Ñuñoa: de 1968 a 1970


A fines del año 1967, en un sencillo y emotivo acto, recibí un diploma de manos del Director de mi Escuela No. 48 y me convertí, imprevista e instantáneamente, en un egresado con precaria conciencia de lo que aquella transformación implicaría. Al menos de momento significaba cambiar el mameluco u “overall” de crea beige por el uniforme de estudiante secundario: camisa blanca, pantalón y calcetines plomos, chaqueta azul y zapatos negros. No obstante, no fui promovido a Primero de Humanidades (como se denominaba la secundaria en ese entonces) sino que a Séptimo Básico, producto de la Reforma recién aplicada. El ansiado arribo a la educación secundaria se postergaba en cierta forma, pero como la escuela de barrio no tenía medios para ofrecer ni séptimo ni octavo, teníamos que irnos a un Liceo. Y el escogido fue el Liceo 7 de Ñuñoa, José Toribio Medina, ubicado en Carmen Covarrubias con la avenida Irarrázaval, a unas diez cuadras de mi casa, cuya caminata constituyó una deliciosa rutina cotidiana.

Partimos con clases en las tardes, porque la infraestructura del Liceo no daba abasto para acoger la gran masa de estudiantes que ingresaban cada año. Al comienzo el mayor impacto fue el tránsito desde una sola gran clase continua dictada por una sola profesora (con escasas interrupciones para clases de educación física o trabajos manuales), cuyos temas iban cambiando de acuerdo a un orden arbitrario, hacia un sistema constituido por profesores especializados con arreglo a un horario riguroso y estructurado. Ahora teníamos muchos profesores: historia, castellano, matemáticas, ciencias, inglés (¡una novedad aterradora!), técnicas especiales (así se rebautizó a trabajos manuales), dibujo, música y religión. Después, creo que al año siguiente, se integró francés.

Pasé del mundo estructurado y más bien monótono de la escuela básica, aunque muy variado socialmente, a un ambiente donde la heterogeneidad era la única regla general. Mucha gente nueva: profesores, inspectores, alumnos, funcionarios, oficinas misteriosas, caos visible e invisible, intentos de orden impuestos a fuerza de castigos, gritos, reprimendas y amenazas, a los que pronto se sumarían proclamas urgentes. En suma, un mundo tan desconocido como atrayente y vertiginoso. Era justamente marzo del año 1968 y bajo nuestros pies se iba conformando esa sustancia invisible y poderosa que precede los grandes estallidos sociales, la misma que en estos días de 2011 sentimos bailar debajo de nuestros zapatos. Inquietud y un malestar generalizados, un murmullo que va elevando su caudal hasta convertirse en una marea incontenible.

En mi Séptimo C del Liceo José Toribio Medina (dintiguido bibliógrafo e historiador chileno, un nombre muy bien puesto) –y durante los dos años siguientes en octavo básico y primero medio- conocí a personas inolvidables e inspiradoras y a grandes amigos que considero fundamentales y decisivos.

Mi curso estaba integrado por representantes de todos los estratos sociales. Una diversidad increíble si se la juzga con los parámetros actuales –cuando en nuestra sociedad se ha impuesto una estructura de barreras prácticamente infranqueables. Nuestros progenitores eran comerciantes, dueñas de casa, locutores, profesionales, dependientes, obreros, empleados bancarios o escritores. Y sus ideas políticas recorrían todo el espectro existente, desde las más conservadoras hasta las más avanzadas. Lo mismo parecía acontecer con nuestros maestros y maestras, aunque predominaban los jóvenes que exhibían gestos de rebeldía y guiños transformadores.

Vayan unas líneas especiales para Jorge Villalón, nuestro profesor de matemáticas en esos tres años. Estoy seguro de que cada uno de ustedes habrá tenido un profesor de este fuste. Yo tuve la gran suerte de tener varios de ellos, y creo que jamás podré tener oportunidad de agradecerles lo que les debo, así como estoy seguro de que ellos no esperaban, ni esperan agradecimientos ni retribuciones. Hicieron lo que consideraban su deber, con toda el alma, con una generosidad que fluía de manera natural, sin que se requiriesen recompensas o controles para que se manifestara. ¡Cuánto ha cambiado nuestra sociedad en este periodo!

Recordado y querido Jorge: donde quiera que estés, espero que leas estas líneas. De verdad lo deseo así, intensamente, porque aunque no sea necesario, quiero darte las gracias a ti y a todos aquellos profesores como tú, que hicieron la diferencia. A ti debo, por lo menos, el encanto por las matemáticas modernas. Nos abriste a un mundo nuevo y maravilloso, más allá de lo que señalaban los programas. Aquellos que fuimos tus alumnos y con el paso de los años optamos por estudiar ingeniería, lo hicimos a tus expensas, estoy seguro de ello. Esto lo podrán testimoniar Ricardo, Rodrigo, Santiago, amigos y colegas queridos.

En tus clases aprendí a volar en mundo conceptual, invisible a los ojos, y me hice de ideas fundamentales del álgebra moderna, que me sirvieron para siempre. Recuerdo tus guías de ejercicios multicopiadas con esténciles en los viejos mimeógrafos que operaban en las oficinas interiores, unos aparatos que tal vez anunciaban la cercanía del periodo de persecución y clandestinidad unos pocos años más adelante. Empleabas una batería de métodos incentivadores que echaban por tierra las técnicas arcaicas de los profesores anticuados, acostumbrados a la vieja clase doctoral. Nos alentabas a preguntar, a trabajar en clases resolviendo problemas, a buscar información por nosotros mismos, a sentir pasión por aprender más. Eso no figura por ninguna parte en un programa docente, ni tampoco en los libros; eso lo instalaste tú entre nosotros. Ayudaste a imponer el caos que permite establecer un nuevo ordenamiento mental. Eso te debo: la autonomía, el vuelo de la imaginación, la locura innovadora, el amor por lo nuevo. Y esto no logró destruirlo ni la distancia académica de otros profesores formalistas y distantes, ni la mediocridad y el burocratismo de otros, ni la propia tiranía que trataría de imponer la uniformidad y el inmovilismo por diecisiete largos años. Gracias por todo esto, recordado Jorge, un fuerte y emocionado abrazo donde quiera que estés ahora.

Gracias a don Pochito que nos enseñó a cantar la Marsellesa y nos proporcionó la oportunidad de llevar a cabo la primera batucada chilena, para asombro del liceo completo. Gracias a ese profesor inolvidable que hizo un reemplazo de Castellano, cuyo nombre se extravió en alguna parte, porque nos hizo leer –en aquellos años- a Borges, a Rulfo, a Cortázar y otros escritores maravillosos. Gracias a Míster Flowers por enseñarnos perseverantemente las bases del inglés que nos abriría puertas en el futuro. Gracias a María Cristina por iluminarnos la mente con sus sorprendentes experimentos científicos y gracias también por despertar el demonio de la adolescencia con esas piernas maravillosas que enseñabas gracias a tu generosa minifalda.

En mi querido Liceo 7 recibí muchas lecciones inolvidables. Algunas de ellas quedaron plasmadas en mi novela Todo el amor en sus ojos. Historias graciosas, bellas, terribles y luminosas; de aquella clase que emerge del crisol histórico que permite fraguar mejores personas.

Una de ellas, una de las más dolorosas en todo el sentido de la palabra, la recibí de las Fuerzas Especiales de Carabineros a los trece años. Concurría por primera vez al Liceo en toma. El día anterior los alumnos de la mañana, los mayores, de los últimos años, nos sacaron de clases anunciando que a partir de ese momento el Liceo estaba “tomado”. No entendí muy bien qué significaba aquello, y al día siguiente concurrí ingenuamente a clases, con uniforme y bolso. Había una micro verde de Carabineros apostada junto a la puerta del colegio. Me acerqué para hablar con alguien e inquirir lo que estaba pasando, cuando un mastodonte en uniforme me levantó en vilo y me arrastró hacia el vehículo. “ahora vai a ver, h...” me gritó entre otras expresiones que contradecían su rol de guardián del orden.

Me hicieron cruzar de un extremo a otro de la micro a punta de golpes de puño y patadas bestiales. Con cuidado de no pegarme en la cara, ni dejar huellas visibles, muy profesionales. Fue un infierno de golpes y dolor del cual salí medio aturdido, rodando por la escalerilla. “para que aprendas a no meterte en h…”, gritaron los carabineros, riéndose.

Y aprendí, efectivamente. Aprendí que había muchas clases de personas. Tipos brutales y cobardes capaces de darle una golpiza a un chico indefenso. De trizarle dos costillas, que ese fue el resultado; respiré cortito varios meses por efecto de este “encuentro”. Aprendí que había otras personas capaces de ayudarte, de recogerte, de solidarizar contigo. De enseñarte con cariño, como el maestro Villalón.

Ya lo he dicho, adquirí en esos años conocimientos fundamentales para toda la vida y gané amigos extraordinarios, de cuya amistad me enorgullezco: Luis Condon, Ricardo González, Rodrigo Medel, Santiago González, Hernán Lagunas, Pablo Montecinos, y tantos otros…

Remigio Muga, capítulo aparte, hermano querido, desaparecido en la niebla de los efectos devastadores, de largo plazo, de la dictadura militar. Se salvó de la represión más terrible de los primeros años –una suerte que no tuvo su amigo Héctor Garay, también hermano querido- para acabar en el exilio y hundirse en una depresión de la cual no pudo salir y acabó suicidándose hace unos años. Héctor Garay murió torturado atrozmente a los diecinueve años, acusado de ejecutar actividades terroristas con unas manos de las cuales solo vi salir hermosos poemas.

Estaba en mis últimas semanas en el Liceo 7 cuando ocurrió lo impensable, lo imposible. La marea social y humana siguió subiendo y subiendo y nos llevó a las calles, todos juntos: alumnos, inspectores, profesores, auxiliares, obreros, artistas, empleados. Salvador Allende ganó las elecciones presidenciales y un grito de esperanza sacudió el país entero. Pero esa es otra historia.

Jorge Villalón, Remigio Muga, exprofesores y maestros auténticos, compañeros queridos del Liceo 7, donde sea que estén ahora, los abrazo emocionado, trémulo, estremecido por mis recuerdos y lleno de ilusiones ante la posibilidad de que mi país cambie profundamente.

Diego Muñoz Valenzuela

Ingeniero y escritor

06 julio, 2011

Escuela de barrio


Mi escuela de barrio: Diego Muñoz Valenzuela 1963-1967

En mi escuela primaria- preparatoria se llamaba en aquel entonces a la enseñanza básica de hoy- la Número 48 de Ñuñoa, San Salvador, los cursos estaban –como ya no ocurre en la actualidad- integrados por hijos de zapateros remendones, carniceros, campesinos avencidados en la ciudad, empleadas domésticas, funcionarios públicos de diverso rango, empleados bancarios de cuello y corbata, vendedores viajantes, charlatanes, maniceros y muchos otros oficios extinguidos. También algunos hijos de economistas, abogados, médicos, periodistas y… escritores (no fui el único). La entera complejidad social, todas sus contradicciones y todos sus ángulos convivían dentro del aula. La supervivencia, la solidaridad y la entretención eran las formas de existencia que permitían pasar el tiempo. Me apena constatar que este tipo de escuela –aquella compleja y rica convivencia- se han convertido en remoto vestigio del pasado, tal como han sucumbido otras prácticas sociales, arrasadas por el neoliberalismo, eufemísticamente denominado postmodernidad. Me refiero a las puertas de las casas sin llave, a las celebraciones navideñas de barrio abiertas a todos los vecinos incluso en manzanas a la redonda, a la libreta del almacén de la esquina donde se consignaban créditos amigables. Un mundo tan entrañable como perdido.

Por las mañanas, a algunos elegidos, se les ofrecía un desayuno compuesto por leche con cuáquer y un sándwich de queso o mortadela cortados en rodajas infinitesimales, a veces en hallulla, ora en marraqueta. Recuerdo haber preparado muchas veces aquellos emparedados, convocado tal vez por un voluntariado espontáneo, o quizás simplemente conminado por la estentórea voz de mi profesora, mujer de muchas luces, carácter de hierro y corazón en exceso bondadoso.

El Director –el señor Núñez- era un personaje enigmático, respetable y remoto, al que sólo era posible ver en contadas ocasiones: en los discursos de inicio y fin de año, alguna otra ceremonia escolar, al momento de alguna visita inspectorial del Ministerio o caminando con paso cansino a su residencia ubicada en un rincón de la escuela. Usaba un terno invariablemente oscuro, desgastado; lucía desgarbado, vencido por las quinientas horas semanales ejercidas por muchas décadas, encorvado por el peso del magno esfuerzo. Abría la boca para pronunciar discursos aburridos que nadie escuchaba, menos aún los alumnos que nos enfocábamos en el ejercicio de travesuras infinitas. Alguna vez me miró desde su estatura majestuosa y su poder omnímodo, me revolvió un poco más la desordenada cabellera, y me regaló una sonrisa. Eso fue todo.

Con mi profesora, doña Ana Madariaga, fue otra la historia. Tuve otras maestras, varias, pero ella lo fue por cuatro años, suficientes para moldear aquella pequeña bestiecilla que solía ser. No fue fácil la relación al inicio: disciplina y rebeldía chocaban como materia y antimateria, una mezcla explosiva. Podría dividir la historia de mi infancia en dos: antes y después de la señora Ana, como la llamábamos. En aquella época los profesores no eran tíos o tías, ni menos aún “sirs” o “misses”; valga la aclaración para quienes lean este texto arqueológico. Tras un año de conflicto ella me domesticó… y yo a ella. Me convirtió en un alumno “aplicado”; este era el término para definir a un estudiante esforzado. Aplicado significaba que usualmente hacía las tareas, cuando me acordaba de ello. También ocurría que se me olvidaba, pero tuve suerte…

La señora Ana nos dictaba la materia en forma implacable. Llenábamos plana tras plana de nuestros cuadernos surcados por rayas horizontales con nuestros lápices Faber No. 2, provistos de minas quebradizas. Los errores eran borrados mediante gomas que tendían a desintegrarse con gran rapidez, o a convertirse en proyectiles certeros. Nos complacía hacer desaparecer las gomas a través del inútil agujero circular ubicado al costado derecho de la mesa de madera, sobreviviente a mil batallas. Nadie conocía el propósito de aquel orificio, vestigio de la edad de la tinta y la pluma, emblema de la obsolescencia tecnológica. Soñaba con disponer de un bolígrafo Bic azul, mágico artículo reservado para los estudiantes de humanidades.

Guzmán sonreía con una boca repleta de dientes chuecos y prematuramente ennegrecidos, y agitaba su mano agarrotada por el esfuerzo descomunal de escritura. Arenas escribía a toda velocidad con su extremidad deformada por la poliomelitis –flagelo vivo en aquella época, aunque ya en retirada-, una manito compuesta por tres dedos medio pegados entre los cuales apenas lograba sujetar el lápiz que deslizaba con presteza sobre la hoja. Cornejo, aquejado por el mismo mal, llegaba en muletas, arrastrando sus inútiles piernas raquíticas. Morales –el mayor de todos y el más fuerte, matón de siete suelas- profería silenciosas amenazas para el siguiente recreo mientras simulaba escribir en su cuaderno. Briones anotaba lo que lograba atrapar en su mente adormecida. Y así cada cual: Oportus, Flen, Ravanal, Espinoza, Chacoff, Musiatte, Marchant, Garay, son los nombres que me vienen a la mente.

Mientras algunos de mis condiscípulos –presuntamente los más pobres, aunque la mayoría lo era en demasía (y sospecho que más de alguno habrá mirado con avidez a los que devoraban aquellos emparedados)- consumían los alimentos enviados por el Ministerio, los demás engullíamos los envíos de nuestras madres. Rememoro con cariño aquellos deliciosos sándwiches de pan de molde hechos en tres pisos (tres rebanadas, dos rellenos) por ejemplo con palta y huevo molido, o queso y mermelada. Solía compartir el mío con el bueno de Marchant; él codiciaba mis emparedados de tres pisos; yo sus gigantescas sopaipillas, sabrosas como jamás he vuelto a probar. Marchant era hijo de un zapatero y yo estaba orgulloso de su amistad. ¿Qué será de aquellos camaradas extraviados en la niebla del tiempo? Cuánta nostalgia siento por ellos ahora que escribo estas líneas; cuánto daría por verlos.

Hay algunas excepciones; pocas, pero las hay. Morales, el matón, tenía en el mismo curso a un hermano, mucho menor, más pequeño, apacible y tímido. A él lo encontré predicando en las calles, convertido en “canuto”; dobló la cara y no quiso reconocerme; fue cuando coronábamos la veintena. Caminando hacia los treinta, Briones me atendió en una mercería de barrio, donde acudí a comprar tornillos. No hizo ningún gesto de reconocimiento y no osé romper su voto de silencio. Garay es otra historia. Durante unos años estudiamos en el mismo liceo, en cursos paralelos. Era un ser excepcional: inteligente, sensible, adicto a la poesía. En la escuela básica nos hicimos amigos; hablábamos de poetas, un tema digno de homosexuales, prueba evidente de nuestra condición de maricones. Hubo que defender la honra a puñetazos. Tras un par de ojos moreteados, y media docena de jetas y narices rotas, logré espantar definitivamente cualquier moteja. Nos dejamos de ver con Garay; yo me cambié de liceo. Unos años después, pocos meses después del Golpe Militar, fue detenido en su casa una noche terrible, arrebatado a sus padres y asesinado. Tenía dieciocho años. Dijeron que formaba parte de una milicia guerrillera exterminada en la Cordillera de los Andes; supuestamente murió allí junto a otros 118 jóvenes estudiantes y trabajadores. Ese fue el sabor que pobló mi adolescencia, pero esa es otra historia. A Héctor Garay le dediqué mi cuento Bajo el bosque[1]. Puedo ver –como si fuera ayer- sus ojos enormes, prematuramente tristes y cargados de dolor.

La señora Ana tenía grabada a fuego en su conciencia la necesidad de hacer leer y escribir a sus discípulos. Durante sus clases nos hacía leer en voz alta, a turnos, normalmente a tropezones, tartamudeos y balbuceos, poemas, crónicas y cuentos breves de autores chilenos y universales. También nos exigía escribir –en un cuaderno especial que controlaba periódicamente- una composición de tema libre cada día. Una página donde uno podía abordar cualquier tópico, a condición de que fuera de interés y lo hiciera con un lenguaje coherente. En lo personal, a esta maestra le debo la formación temprana en la disciplina de la escritura, nada menos. Cada día me enfrentaba, al igual que mis condiscípulos, al desafío de la página en blanco, conminado por aquella disciplina férrea y maternal. Rápidamente adquirí el placer de enfrentar aquella tarea cotidiana y el deber se transformó en diversión: comencé a volar por el espacio de la creación. Cierto día, la señora Ana me confrontó: “de dónde copiaste esta composición”. No podía creer que fuera el resultado de mi pluma incipiente, y ante todo, de sus afanes por desasnarnos. Por fin logré convencerla de mi autoría; de allí en adelante la relación se intensificó positivamente. Dedicó mucho tiempo a guiarme y darme inspiración, me convenció de dirigir el diario mural de la Escuela, de escribir sus editoriales cada semana, de escribir discursos para las ocasiones especiales. Me impulsó a participar en los primeros concursos literarios y disfrutó mis logros más que si hubieran sido propios.

Regresaba caminando a la casa; un trayecto de seis cuadras que tengo grabado profundamente, con cada detalle. Hoy difícilmente puedo reconocerlo: la encantadora Ñuñoa de casas se va transformando en una urbe de edificios planos, cada vez con menos jardines y menos silencio. El camino era de travesuras y conversaciones. Un momento culminante: atravesar la ancha avenida Macul, una proeza en aquella era en que los semáforos eran artefactos curiosos y escasos; por suerte tan infrecuentes como los automóviles.

Cuando salíamos más temprano, paseábamos por la Plaza Ñuñoa, un paraíso al alcance de la mano. Apostábamos “monitos” coleccionables (aquellos de los álbumes que jamás concluían por llenarse) a darlos vuelta con las manos ahuecadas; un arte que se prestaba a trampas de toda especie. Jugábamos a los “tres hoyitos” con bolones de piedra o de vidrio, en la época de oro de los “tiritos” de perilla de catre y los “ojos de gato” (canicas de vidrio con reflejos de colores). Los más avezados mostraban sus habilidades con trompos de temibles púas y hacían saltar monedas con la fuerza rotatoria. La rayuela consumía nuestras esperanzas. Otros juegos eran propios de los recreos –mínimos frente al oprobio de la sala de clases- “al parir la chancha”, una burda y feliz competencia de empujones brutales; el prohibido “caballito de bronce”, “el paco y el ladrón”, “la pinta” y otras reliquias del pasado.

De allí provengo, soy aquel niño despeinado, uno más entre tantos diferentes, feliz de vivir cada día en ese mundo heterogéneo. Fui moldeado por aquellos profesores heroicos y generosos, en especial por aquella mujer extraordinaria, la señora Ana, a quien recuerdo con cariño enorme. Muchas veces concurrí a verla y tuvimos largas conversaciones por las tardes. Hasta que un día no estuvo más allí, en su casa ñuñoína. Sólo me resta agradecerla a ella, a esos compañeros eternos, al la pobreza franciscana de las salas, a la poesía de Héctor, al acordeón de Oportus, a la lealtad de Marchant, por haberme convertido en una mejor persona, que es –al final- lo único que importa.



[1] El cuento se puede encontrar en http://www.lashistoriasquepodemoscontar.cl/ y forma parte del Libro LUGARES SECRETOS.

 
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