Se compró una mansión en Santiago, luego otra en Madrid, un amplio departamento en Tokio y un penthouse en Nueva York. Casi nunca paraba por allí. Pero seguía comprando lugares.
Un ejército de personas trabajaba
para él como legión de ilotas: se le prosternaban si era necesario para
preservar sus puestos.
Se apoderó de cuanto objeto le
pareció deseable; por suerte tenía mal gusto.
Adquirió una esposa bella y
complaciente y varias amantes parecidas; una cohorte de rameras bonitas y hasta
algunas muñecas robóticas.
Hizo cuanto deseó en su vida
perfecta. Incluso logró algo casi imposible: que nadie lo amara. Esa fue su
mayor hazaña.
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