Ayer, viernes 25 de
mayo, fui a despedirte a una capilla en Maipú, querido compañero (siempre vas a
serlo: querido y compañero). Una ceremonia humilde, sencilla, tal como fuiste.
Nos conocimos en los 80, no recuerdo
cuándo ni dónde, en una de esas citas clandestinas que ocupaban nuestras vidas.
Fue inevitable simpatizar con esa mirada clara y dulce, con la sonrisa a flor
de labios, las palabras sabias y mesuradas. Seguro que conversamos más de la
cuenta esa primera vez; solíamos hablar de otras cosas que parecían no tener
nada que ver con el trabajo de un revolucionario. Pero tú y yo -y muchos otros-
sabemos que sí.
No supe tu nombre hasta el retorno a la democracia. Sé algunas de las
tremendas pellejerías que pasaste, el valor que tuviste que desplegar, el
ingenio que ayudaba a salvarse, la serenidad a toda prueba, el estoicismo
demostrado día por día. Eran años en que la guadaña era cruel y cotidiana.
Cruzaste ese camino sin hablar nunca de ello, libre de jactancia o de soberbia,
el más humilde entre los humildes.
La risa que nos regalabas era
espontánea, sincera, y te brotaba de un manantial infinito que surtía -¿qué más
podía ser?- tu propia alma, clara y prístina. Voy a extrañar esa risa, pero me
la llevo conmigo. Otros, otras, harán lo propio.
Así es un héroe, pensaba ayer al mediodía. Un héroe anónimo cuya
historia no se publica en biografías, no aparece en las noticias de la
televisión, no se corona con una crónica de la prensa. Alguien que lo dio todo,
como tú, con generosidad tremenda. Sin personas como Jorge Martínez no
habríamos tenido de vuelta esta democracia que tenemos: bienvenida, necesaria,
precaria, frágil, insuficiente.
Como otras, como otros, vives conmigo cada día, Jorge Martínez,
compañero del alma. Nadie puede ser más libre que el que lucha por la libertad
y pone en juego todo lo que tiene, hasta la vida. Te abrazo, con cariño, con
admiración, con esperanza en ese mundo mejor. Y no te suelto.
26 de mayo, 2018, Diego Muñoz
Valenzuela
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