Prefacio
Transcurridas cuatro décadas del golpe militar, diversas
circunstancias y hechos fortuitos me llevaron a concluir que en mi mente había
una serie de confusiones y trastrocamientos respecto a la vivencia de los
primeros años de dictadura. La causa,
según lo que intuyo, es la internalización del miedo y el dolor, una especie de
shock en el que viví sumergido –igual que miles de compatriotas- en ese
periodo.
Uno era el orden aparente de los recuerdos y otro el que sugería la
racionalidad de los datos históricos. De modo que, haciendo a un lado los
aspectos ingratos que implicaba activar la memoria de esa época terrible,
decidí reordenar lo ocurrido en los dos primeros años. A partir de aquella
investigación emergió una línea de tiempo más cercana a la realidad (¿cómo
estar totalmente cierto?, no lo sé). De esa línea de tiempo surgió una suerte
de diario, y de allí devino este libro.
Lo he titulado Entrenieblas,
porque esa fue la sensación que mejor describe mi experiencia. Es una memoria
borrosa: como si la historia se observara a través de una ventana empañada por
un largo invierno. O desde unos ojos inundados por lágrimas. O desde una ciudad
inundada por una niebla densa y persistente.
La escribí en primer lugar para mí mismo, en el intento de recuperar
la memoria de ese tiempo donde estuve atrapado en un estado de trastorno
temporal. Pienso que ese estado alterado
fue una forma de autoprotección generada por la mente, dado la imposibilidad de
estar plenamente consciente en un momento donde rigen el terror, la persecución
y la muerte por acción del propio Estado, convertido en eficaz maquinaria de
exterminio.
Tras leer y revisar varias veces el manuscrito, he concluido que puede
tratarse de un testimonio literario que puede sensibilizar –desde el relato de
un joven- a las nuevas generaciones. Narrar lo que se vive en una dictadura, el
temor cotidiano, la convivencia con el horror, la pérdida temprana de los
amigos, la capacidad para afrontar el terror y unirse a otros para acabar con
ese infierno, más allá de los riesgos personales que se deben asumir. Es decir,
un nuevo esfuerzo contra la entropía del olvido, motivado por el justo anhelo
de evitar la repetición de estos hechos. Los nombres son distintos; los
personajes y los hechos, realísimos.
Diego
Muñoz Valenzuela
Santiago,
19 de febrero de 2018
Martes 11 de septiembre, 1973, 5
A.M.
El día en que la pesadilla se consumó,
Diógenes se había levantado –como acostumbraba- a las cinco de la mañana. No
había buses. Tampoco había leche, ni pollo, ni tabaco, ni pasta dentífrica, ni
café. Se levantaba temprano porque consideraba que su deber –uno de los pocos
que aceptaba a esas alturas- era asistir a clases. Que el colegio funcionara ayudaba
a generar la apariencia de que el mundo seguía su curso normal. Aunque no fuera
así.
Diógenes tomaba una taza de té y remojaba
el pan para que se ablandara. Sus padres dormían. Medio adormilado pensaba a cuál
cola ponerse una vez terminadas las
clases. Y si tendría alguna posibilidad de éxito. ¿Cigarrillos, aceite, harina,
conservas? Ya se vería.
Se peinó con esmero para disimular el
largo excesivo del cabello. Los inspectores todavía los revisaban en el
ejercicio de aquel guion de normalidad. Mientras tanto el mundo se derrumbaba.
Deshizo el nudo de la corbata, apretado en un lazo compacto, y construyó uno
nuevo. El cuello de la camisa estaba muy gastado.
Salió. Caminó hacia la avenida por calles
solitarias y oscuras. Unos pocos árboles floridos procuraban anunciar la
primavera inminente, aunque el ambiente fuese tan gris, tan lóbrego. Se
encontró con unos perros vagabundos. Por la avenida pasaban pocos automóviles
repletos de pasajeros. Inició la
caminata. Eran por lo menos sesenta cuadras. Pasaron varios microbuses
atestados de trabajadores y empleados. Diógenes observó aquellos rostros
repletos de incertidumbre, rabia y desesperanza.
Martes 11 de septiembre, 1973, 7
A.M.
Llegó temprano, antes de las siete de la
mañana. El colegio todavía no estaba abierto. Como era usual, el Gato Flores
salió desde las sombras. Nadie podía llegar antes que él. Se saludaron y
esperaron juntos y silenciosos que el portero hiciera su labor.
Entraron y caminaron a través de los
largos pasillos hacia su sala de clases. Diógenes se preguntó acaso el edificio
sería gris o él veía así las cosas producto de su estado de ánimo. Le pareció
que el sol no alcanzaba los objetos ni la tierra con sus rayos, que éstos se
detenían antes de tocar la ciudad. Como si no quisiera entibiarla.
Estudió matemáticas. La clase partía a las
siete treinta, media hora antes de lo normal. El profesor hacía trabajo
voluntario. Los preparaba para entrar a la universidad. A su modo, también
pretendía negar la realidad. Fueron llegando otros alumnos. A las siete treinta
había diez, siempre los mismos. Partieron a la sala del profesor.
El profesor usaba unas gafas enormes.
Dibujaba esferas, triángulos inscritos en ellas, secantes y tangentes. Había
que descifrar aquellos mundos geométricos. El mundo desaparecía engullido por
las abstracciones. A Diógenes le agradaba aquello. No sabía si las matemáticas
en sí, o la posibilidad de olvidar lo que estaba ocurriendo. O lo que él creía
estaba ocurriendo.
Martes 11 de septiembre, 1973, 9
A.M.
Estaban los mismos diez que al comienzo de
la clase: absortos, impertérritos, sumidos en el universo de los geómetras.
Eran casi las nueve de la mañana.
Entonces entró Rengifo con su cara de
cerdo para anunciar –dichoso, iluminado- que la catástrofe había comenzado.
“Las fuerzas armadas se han pronunciado. Y hay cohesión. Hay cohesión”. Repetía
aquellas palabras terribles una y otra vez. Diógenes deseó estrangularlo.
Llegaron otros compañeros del curso. El
profesor trató de poner orden y proseguir con su clase. No fue posible. Nadie
le hizo caso. Diógenes pudo ver una neblina gris y rojiza dejándose caer en la
ciudad. Miró a sus amigos. Estaban desconcertados. Algunos se fueron de
inmediato, muy asustados. Otros se quedaron en corrillos, cuchicheando. Otros
riendo y celebrando. La hiel inundó la garganta de Diógenes.
Diógenes y otros amigos descendieron al
sótano en silencio. Allí esperaron que algo aconteciera. Empezaron a oírse los
aviones de guerra sobrevolando el palacio presidencial. Aviones, helicópteros,
ráfagas de ametralladoras, gritos. Sonidos terribles que retumbaban en aquel
apartado sótano al cual nada llegaba: ni líderes, ni instrucciones, ni armas para
pelear.
Uno dijo que era mejor irse. Que nada iba
a llegar. Diógenes se fue con los ojos rojos de rabia y de pena. Costaba dar
cada uno de aquellos pasos hacia la salida del edificio.
Martes 11 de septiembre, 1973, 10:15
A.M.
Diógenes estaba solo en el paradero, justo
al frente de la casa de gobierno, rodeada por tanques y tropas militares. Veía
borroso, pues tenía los ojos inundados de lágrimas y la bruma gris lo empeoraba
todo. Se escuchaban cada vez más disparos; las ametralladoras tableteaban, las
personas huían como conejos por las calles.
Diógenes esperaba un microbús o quizás un
milagro. O escapar de la pesadilla. El tiempo se deslizaba lento, líquido,
impasible. Los Hawker Hunter atronaban el espacio rompiendo la barrera del
sonido. Volaban muy bajo, a punto de rozar los edificios circundantes.
Apareció un microbús lleno de personas
apretadas. El chofer se compadeció de Diógenes. Era tan patética e indefensa su
espera, que frenó y esperó a que subiera. En el cielo los aviones de guerra
dejaban su estela de horror.
Convertido en una ameba se introdujo por mínimos
intersticios y logró su cometido. Alguien portaba una radio a pilas. El
presidente acusó a quienes lo estaban derrocando. Pidió calma, dignidad, no
deseaba un baño de sangre. Una señora agradeció a Dios por la sublevación
militar. Un obrero la maldijo con voz fiera. La transmisión terminó
abruptamente.
El resto del viaje fue silencioso y tenso.
Diógenes observaba como la bruma gris y rojiza se apoderaba de la ciudad. Las
personas fueron bajando del vehículo y corrieron a sus hogares. Diógenes hizo
lo propio y trotó hacia la casa de sus padres.
Martes 11 de septiembre, 1973, 19:00
P.M.
El Presidente se había suicidado. La
Moneda era un conjunto de ruinas humeantes. Se imponía una Junta Militar.
Diógenes pensaba “Esto era lo que intuía. Pero va resultando peor”.
Se escuchaban disparos, ráfagas, sirenas
por doquier. Una noche siniestra se dejaba caer sobre Chile. Más siniestra con
aquella neblina que se apoderaba de cada rincón, paso a paso. Los camiones
repletos de soldados recorrían las calles erizados de armas. Los militares
corrían haciendo retumbar sus pesados bototos.
Diógenes escuchaba los ominosos sonidos en
el jardín. De pronto oyó un zumbido de moscardones sobre su cabeza y dos balas
de guerra se clavaron en la muralla de ladrillos que tenía al frente. Su madre pasó
en ese instante y lo abrazó para que entrara a la casa.
Su padre oía las noticias abatido y
apesadumbrado. Conoció otras dos dictaduras, llevaba sus huellas en el cuerpo y
la memoria. “Esto va a ser peor”, anunció. Diógenes no quiso oírlo. Pensaba en
sus amigos. Tenía ganas de llorar, pero no pudo, las lágrimas se le atragantaron.
Su madre sacó el poster del Ché de su
pieza. El de Fidel, el de Ho Chi Minh. Quedaron unas horrorosas manchas de neopreno
en la muralla y pintura descascarada. Diógenes quiso protestar, pero le
faltaron fuerzas. Los posters de Ella Fitzgerald y John Lennon se salvaron.
Diógenes pensó en pegar otros carteles sobre los arrancados. Después decidió no
hacerlo. Dejó esas huellas a modo de cicatrices.
Decretaron toque de queda.
No sabía qué hacer.
No podía concentrarse.
El tableteo de las ametralladoras, las
aspas de los helicópteros, los camiones rugiendo por la ciudad.
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