10 agosto, 2020

Cuento corto: mi relación con el microcuento

 Cuento corto: mi relación con el microcuento

 Por Diego Muñoz Valenzuela

La idea de estas líneas es referirme a mi relación personal con el microcuento. Se trata de ese terreno fangoso, impreciso, etéreo, al que aludimos mediante denominaciones como microcuento, minificción, microficción, ficción súbita. Sea lo que sea, este género procura escapar a las definiciones académicas. La fascinación que ejerció sobre mí esta clase de miniatura literaria -desde el primer contacto- fue decisiva, ponzoñosa, casi letal. Hasta la fecha me siento felizmente contaminado por el virus de la minificción; es como un espíritu travieso soplándome al oído que no me extienda demasiado, que juegue con el lenguaje y sugiera el máximo con el mínimo de palabras.

Evidentemente un fantasma como éste resulta indeseable a la hora de la escritura de una novela, cuyo tamaño puede superar las sesenta mil palabras, o sea, más de un millar de veces el tamaño de un micro-relato. La rigurosidad y la creatividad requeridas para dar a luz un buen microcuento alcanzan, en mi opinión, niveles de exigencia bastante altos.  Quiero decir, microcuenteros hay miles, pero microcuentistas muy pocos. Múltiples trampas acechan al escritor de minificciones: no se trata de escribir un cuento pequeñito y ya está. Tampoco basta con armar una historia económica, contada a la ligera. Existe una compleja unidad entre lenguaje, historia, personajes, narrador, lector; una estructura que debe ser coherente, integral, armónica.

Por ejemplo, resulta muy tentador creer que un chiste puede convertirse en microcuento. El facilismo es la primera emboscada que debe evitarse a todo dar. No pretendo excluir el humor; es más: para mí su presencia viene a formar parte de mis expectativas esenciales frente a cualquier creación literaria. Lo que quiero destacar es que el propósito de un microcuento es ante todo estético; luego puede ser satírico, trágico, humorístico, filosófico, lo que venga en gana. Los chistes entendidos como textos cuyo único objetivo es humorístico, pertenecen a otra estirpe, que separo de la literatura. El chiste se agota después de la primera lectura, pero la minificción no, porque juega con la polisemia; el lector enriquece el texto con cada nueva lectura. Y se enriquece él mismo, aunque sobre decirlo.

A un narrador le hace bien escribir minificciones, porque permite mantener viva la importancia de cada palabra, que es una de  las claves del oficio de escritor. Después de escribir novela, es llamativo despreciar a estas pequeñas obras, observarlas desde las alturas. “Recuerda que eres mortal”, le decía cada cincuenta metros al general victorioso el esclavo que sostenía sobre su cabeza la corona, mientras entraba a Roma en su carro arrastrado por caballos blancos, aclamado por el pueblo. Memento mori, es lo que nos sopla sabiamente al oído una buena minificción. En resumen, el microcuento viene a ser el extracto, la esencia de lo no-dicho; y su destinatario principal es el lector activo, o el lector cómplice, parafraseando a Cortázar.

En el apogeo de la dictadura chilena, a mediados de los 70, cuando el sátrapa Pinochet gobernaba a su amaño y bastaba un mero ademán suyo para que una jauría de sicarios se dejara caer sobre la víctima señalada, los incipientes escritores rebeldes de mi generación nos quebrábamos la cabeza buscando modos de alinear nuestros textos con la lucha libertaria. Como todos nuestros predecesores, finalmente entendimos que bastaba con escribir; había que arrollar cualquier intencionalidad y abrir espacio a la creación. Lo demás vendría solo, sin fórceps, sin fórmulas, sin obligaciones estentóreas. Cuando lograba apoderarme de un asiento, comencé a escribir en los viajes de ida y vuelta a la universidad; o sea en las “micros”, la abreviatura con que designamos los chilenos a los microbuses de transporte urbano. Garabateados entre saltos debidos a los baches del pavimento, frenazos horribles que derribaban a la mitad de los pasajeros, empujado y medio asfixiado por la masa a presión, si es que no agredido por los gustos musicales del conductor, escribí mis primeros cuentos brevísimos. Cuando acumulé varios, intuí que estaba ante una clase especial de textos que bauticé microcuentos, o sea, cuentos escritos en una micro. Como soy lento de pensamiento, no advertí de inmediato el doble juego de esta denominación, que alude a la pequeñez, al mundo de lo microscópico.

El descubrimiento de la brevedad tuvo bastante más relevancia, porque me llevó a publicar mis primeros textos: cuatro o cinco microcuentos, en una revista literaria semiclandestina de la Facultad. Después vinieron otros. Empezaron a poblar los diarios murales, conviviendo con listas de notas y anuncios académicos. Algunos lectores activos los leían con esperanza: a buen entendedor pocas palabras. La brevedad permitía múltiples interpretaciones; la ambigüedad, la sugerencia y la imaginación hacían su trabajo. Y, lo mejor de todo,  nadie podía acusarme de subversión. Poco tiempo después adquirí el privilegio de leer microcuentos en las primeras peñas y expresiones artísticas de la disidencia.  Leí junto con los poetas, a quienes se les otorgaba el privilegio de un espacio menor hecho en medio de una larga secuencia de músicos y cantantes. Los estudiantes se asustaron cuando se anunció la intervención de un cuentista, pero antes de que alcanzaran a abrocharse las zapatillas para escapar a toda velocidad, les espeté un cuentecillo. Entonces se aliviaron, exhalaron un suspiro y decidieron quedarse para escuchar otro.

La brevedad y la emergencia se llevaban bien. Después, años después, ya en democracia, me dio por elucubrar que la vida acelerada del presente tendría que llevarse naturalmente bien con el cuento, y más todavía con el microcuento. Con el escaso tiempo disponible que dejan el trabajo y los traslados de un lugar a otro, la menor extensión se convierte en una característica ideal. Pero los editores insisten en mirar con indiferencia, si es que no con franca repugnancia, los volúmenes de cuentos que los narradores les ofrecemos. Suelen preguntar acaso estamos escribiendo una novela mientras nos devuelven el original, como si estuviera infectado de peste negra. “La gente quiere leer novelas”, afirman. Y ahí estamos...

Siempre he tenido una tendencia fuerte a incursionar en los bordes: literatura fantástica, cuentos de horror, ciencia ficción, microcuento. De alguna manera esto en Chile –hasta hace poco más de una década- ha implicado una trasgresión seria. Por ejemplo, la ciencia ficción recién viene a salir del tocador, después de casi cuarenta años de total silencio. Los escritores chilenos que la han cultivado en los últimos años con obra publicada apenas pueden contarse con los dedos de las manos. ¿Será una manifestación de rebeldía trasladada al terreno de la literatura? A medio camino entre géneros o quizás qué clase de categorías, con un juego que se desarrolla propiamente en el territorio de lo experimental, el microcuento tiene aires de vanguardia a pesar de su modesta estatura.

En algún momento más intenso de locura se me enquistó en la cabeza–y no sé de dónde demonios surgió- una especie de utopía estúpida. Pienso que si todo el mundo leyera buena literatura, las cosas andarían mucho mejor. Quiero decir que te subes a un carro del metro y ves que la señora del lado ya va concluyendo el Quijote; que no puedo atisbarle los calzones a la muchacha con minifalda del frente, pues me lo impide el despliegue de “El llano en llamas”; que un señor de pie me pega en la cabeza con la portada de las “Crónicas Marcianas”, y así, todos leyendo algo mientras van al trabajo o regresan a su casa. Me cuesta imaginar que un lector ilustrado vaya a salir diciendo babosadas en frase corta, al más puro estilo Bush, incitando al exterminio del mal por obra de los mercenarios del bien. En fin, idioteces que se me ocurren.

Un último asunto. Hay una perfecta correlación entre la red global de internet y el microcuento. Podemos apreciar el texto completo en una pantalla y leerlo antes de que el desprevenido lector se alerte. Quizás nuestro navegante cibernético haga un descubrimiento y por esa ventana  ingrese al mundo de la literatura. El atractivo, la potencia del microcuento le permiten moverse en la frontera entre la poesía y la narrativa. De la poesía toma la densidad del significado, la preocupación por cada palabra, el equilibrio y la armonía de la estructura. De la narrativa toma el ritmo, la intensidad, la acción, la sorpresa. A este pequeñito que cabe en un dedal hay que tratarlo con respeto, pues quizás sea un género con formidable futuro. El Pulgarcito de la literatura se las gasta.

Hace unos buenos veinte años, una colega escritora me refirió haber visto en Estados Unidos una tesis de doctorado donde se analizaban tres microcuentos, que sumados no alcanzaban a una página. La memoria tenía más de doscientas páginas y apuntaba a demostrar que estos Pulgarcitos eran cuentos hechos y derechos. Sin comentarios, un fenómeno interesante, una página que se multiplica por doscientos; ojalá con el alimento, con la amistad y con la justicia pudiera hacerse el mismo milagro.

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