01 abril, 2007

OLD FAN

OLD FAN


Entonces, con el índice derecho, oprime el botón que insufla el sonido en la habitación semiobscurecida desde donde alguna parte refulgen y observan los ojos del rey Elvis, atrapado en un póster amarillento y descolorido. La música está en toda la pieza de Jan que mantiene apretados los párpados soñolientos tratando de percibir su propia respiración agitada, acezante, perenne por entre el sonido de la banda. Allá al fondo, justo en medio del muro, en una posición privilegiada, está John con sus pequeñísimas gafas circulares pendiendo del extremo de la nariz y rodeadas de cabellos que escurren por ambos costados de su rostro siempre pensativo. De este modo pareces un ideólogo, John no un músico. Aunque ‑ en realidad‑ fuiste un ideólogo. ERES un ideólogo. Sí, tú, John. Jan está tendido en su cama sobre un cobertor de terciopelo rojo sintético cuyo brillo escarlata va a estrellarse contra las paredes albas invadidas de ciertos apergaminados recortes de periódicos antiguos, ciertos pósters desintegrándose, ciertas fotografías en blanco y negro con los vértices doblados hacia afuera; escena presidida por John, por Elvis, por Jimmy Hendrix enloquecido rasgueando su guitarra. Jan tiene los ojos cerrados pues escucha un tema de Mick, un tema romántico de Mick con sus Rollings capaz de transportarlo hacia algún lugar de tantos años atrás cuando sujetaba en sus labios un cigarrillo de marihuana muy verde, crepitante y amarga que le raspaba la garganta al dar esas pitadas intensas, desesperadas, urgentes. La fotografía de John está adherida débilmente al muro mediante pequeños clavos que provocan una sensación de levedad, como si navegara en el éter o flotara en el vacío que viene con la música de Mick que es el lamento polifónico de un tigre en celo. Mick llama a su amor y su voz es el sol que estalla en medio de la pupila inundada de lágrimas, su voz es el grito de todas las bestias excitadas de la tierra, su voz es el aullido de Van Gogh cercenando su oreja frente al espejo de su autorretrato. Jan está muy lejos, su cabellera blanca descansa sobre el almohadón azul eléctrico, varias arrugas pliegan su rostro apacible y distante. Estabas sufriendo al escribir esta letra, Mick, al componer esta música. Puedo escuchar tu llanto, my brother, puedo abrazar tu angustia. Mick llama a su hembra porque está solo como Jan sobre la cubrecama soñando en otra parte con la música triste de Mick en off que le arranca lágrimas a ambos por momentos. No es posible saber si es Mick o es Jan el que se ve a sí mismo en un extraño bar donde se alternan penumbra y luces de colores que van a reflejarse en una larga copa de cristal medio llena de licor fragante, amarillento. John, desde la fotografía, sabe que Mick está sufriendo y que Jan tendido sobre el cobertor rojo se atormenta por culpa de la música de Mick que es dulce y triste a la vez, dulce y triste ‑quizás‑ como la vida de Jan, soñando siempre en medio del ruido de la banda. La mano de Jan es temblorosa y tímida al seguir el ritmo, las pecas de la vejez se derraman por la epidermis reseca que se estremece con el movimiento de los tendones, los dedos tamborilean silentes sobre la imitación de terciopelo. Mi hermano, mi dulce hermano, sufres en verdad. El equipo de sonido sabe que Jan está con los ojos cerrados esperando cada nota mil veces escuchada, percibe el latir de su corazón inquieto y las extravagantes ondas cerebrales que tanto le costó aprender a interpretar; con esos datos va dosificando tono, intensidad, volumen, de modo que resulta una versión única, original, irrepetible que nunca más será escuchada por Jan. Así Jan encuentra diferente la música, aunque sea la de siempre y piensa o sueña cosas distintas cada vez. El tema de Mick llena la habitación de melancolía y tibieza y la copa de líquido translúcido se alza en un movimiento que la lleva a los labios de alguien cuyo rostro está difuminado. Pudiera ser Jan o Mick este hombre mirando una hermosa muchacha solitaria al otro lado del bar, cualquiera de los dos podría ser quien bebe el licor que arde en su garganta. Ella es tan hermosa, tan solitaria, tan distante. Jan recuerda el modo en que flotaba su cabellera al correr sobre cien hacia cualquier parte sentado en su moto; su camisa se hinchaba con el viento helado y la carretera se abría a su paso como si fuese un cuchillo. El final del tema de Mick se acerca y el equipo aumenta el volumen mientras las pupilas de Jan se agitan nerviosas bajo la tela de los párpados. Hendrix ‑en la pared‑ agoniza con una sobredosis de droga que enloquece sus dedos bailando sobre las cuerdas, poseyéndolas, arrancándoles sonidos imposibles, haciéndolas hablar. Estás amargo, Jimmy, porque sabes de la música de Mick y su languidez que entristece a Jan, porque Mick llama a su amor y está solo en el mundo con una copa de licor amarillento en su mano y algo doloroso en su garganta que sólo el alcohol aplaca, aunque no se sabe si es él o Jan quien está en la barra del bar mirando a la muchacha del otro extremo a través de las luces violetas, rojas, verde obscuras. Es Mick quien hunde su mirada en los ojos de ella que son el mar interminable, el infierno, la distancia, pero ya es demasiado tarde: el tema de Mick llega a su fin, el corazón de Jan salta demasiado en el monitor del equipo y la música se debilita a medida que se acerca el final; Mick llama más intensamente a su amor que no quiere oírlo al otro lado del bar y la llama desesperado, aunque no se sabe si es él realmente o si está Mick mirando sus ojos de mar o si es Jan el que se bebe de golpe el contenido amarillento de la copa de cristal o si es Hendrix el que se inyecta una sobredosis cuando ella escapa del bar semiiluminado dejándolo irremediable, terriblemente abandonado con una luz verde ocultándole las facciones. Ahora viene el silencio. Todo vuelve a su lugar. El viejo Jan abre los ojos. La semipenumbra no es muy distinta al bar de donde viene. Está la foto de John al fondo, en mitad del muro. John, con sus pequeñísimas gafas. Y Hendrix. El rey Elvis. Mick no, ya terminó su tema. No hay una fotografía suya en la pared. Ni un póster. No, mi dulce hermano, aquí solamente está tu música, a veces, cuando ambos queremos. Jan tiene hambre. Se apoya con las manos en el terciopelo rojo. Hace un esfuerzo para sentarse a medias sobre el lecho. La respiración se hace muy pesada. Lo logra. Mueve una pierna hacia el borde. Después la otra. Una ínfima gota de sudor brilla en su frente. Descansa. El rey Elvis lo observa sonriente y vestido de blanco. Jan está sentado ahora sobre el cobertor escarlata. En el monitor salta su pulso. Un esfuerzo más y se incorpora. Siente pinchazos en las piernas. Camina hacia la mesa. Oprime un botón. Piensa en el alimento. Desde una puertecilla sale un sándwich. Un segundo después una gaseosa. Una servilleta. Se sienta a comer. Derrama una pequeña cantidad de gaseosa al llenar su vaso. La gaseosa se absorbe sobre la superficie de la mesa. También los restos de alimento que caen desde su boca. Come con rapidez. Con fruición. Pronto termina. Todo desaparece sobre la mesa cuando él da la vuelta. La superficie está limpia y brillante. Parece que jamás nadie se hubiera alimentado sobre ella. Jan se dirige hacia el lecho. Lenta, muy lentamente. Se sienta sobre el borde. Se deja caer de espaldas. Endereza sus piernas. Acomoda su cabeza en el almohadón azul eléctrico. Reposa. Su respiración está acelerada. También el pulso que da pequeños brincos en una pantalla. El rey Elvis tiene puesto un traje albísimo, ajustado, que se ensancha en las pantorrillas decoradas con remaches metálicos. El rey sonríe al estallar el flash ante su vista y queda atrapado en el póster amarillento que está viendo cerrar los párpados al viejo Jan. Entonces, con el índice derecho, oprime el botón que anuncia al equipo el deseo de oír una música que desea intensamente pasear por aquella habitación a media luz donde se entrecruzan las miradas de los ídolos encerrados en las fotografías, clavados en las paredes de la pieza de Jan que parece una catedral inundada de iconos, de imágenes sagradas, vigilantes, eternas. El descolorido bluejean del anciano resalta contra el suave terciopelo sintético que da un tinte rojizo a las paredes enormemente blancas llenas de antiguas fotografías con rostros de ojos muy intensos que atraviesan la penumbra donde resbalan ya los primeros sonidos de la música de Mick que ha visto el inconmensurable océano en los ojos de ella escapando hacia el horizonte desde el bar donde alguien ha bebido una copa de licor amarillento y amargo como la vida de Jan que quizás era el hombre de rostro indefinible sentado en la barra escuchando la música de Mick que es el desgarrador aullido de una fiera herida de muerte, pero que lo mismo podía ser el propio Mick apurando el último trago incapaz de sanar su angustia inmensa o Jimmy Hendrix yéndose definitivamente con una carga mortal de ácido que pueda arrastrarlo a los labios de ella que huye y se lleva todo el mar en sus ojos porque ahí Mick lo ha visto, en sus ojos ya tan lejanos que no ven la tristeza de Mick llamando a su amor y componiendo esa música que le vino de pronto. ¿Quién, John quién disparó verdaderamente contra ti? ¿Por qué, Mick? Y siente como el tema de Mick se transforma en una aguja que le trepana los huesos, en un líquido espeso que le estalla en las venas, en un torbellino capaz de enloquecerlo como a Hendrix enterrándose la hipodérmica mientras aúlla su última rabia acallada por la droga y la música de la banda que copa la habitación de Jan hendida por el extraño brillo escarlata del lecho donde descansa su cuerpo. Y John siente cada vez más su música a medida que esta va apoderándose de la habitación que analiza a través de sus pequeñas gafas redondas, aunque está pensando en las cosas que jamás nos atrevemos a hacer a pesar de llamarnos fanfarronamente libres, John, y de verdad no hacemos más que lo que otros quieren que hagamos ¿no es verdad, John? Por eso vino alguien y te dio un tiro, mi dulce hermano. Vino alguien para que el rey Elvis se hinchara como un sapo enterrado en la muerte. Pasó que Hendrix tuviera que inyectarse esa sobredosis final mientras John o Mick o Jan o cualquiera llaman a su amor que se marcha for ever y nace aquella música que es el furibundo rugido del tigre agonizando en la selva solo, completamente solo, mi hermano, solo. Pero están vuestras fotografías envejecidas, amarillentas sobre los muros de esta habitación, prevalecen vuestras miradas, vuestra música. La refulgente mirada del rey desde el apergaminado afiche encuentra el cuerpo de Jan estirado sobre el lecho escarlata, cerrados los ojos, rodeados por el tema de John que, más allá de las gafas circulares impresas en el retrato del muro, está mirando hacia esas direcciones nunca vistas por donde Jan camina ahora con los párpados inquietos fijos en el bar donde alguien que ha visto el mar en los ojos de ella compone la música que cualquiera de ellos escucha al morder y besar con violencia los labios de quien, tras huir por esa puerta, lo dejará infinitamente perdido frente a una copa de licor amarillento donde se refleja la habitación de Jan y una fotografía de John con el pelo cayendo a ambos lados del rostro y gritando let it be aullando let it be con la voz de Hendrix, de Jan, de Elvis, de un hombre con el rostro nebuloso frente a la barra de un bar en penumbras, viéndola irse con todo el océano que cabe en sus ojos infinitos.

* este cuento pertenece al volumen LUGARES SECRETOS (Mosquito Comunicaciones, 1994), Premio Consejo del Libro al Mejor Libro de Cuentos publicado ese año.

16 febrero, 2007

ESTÁS CAYENDO


Recuerdas aquellos caracoles tornasolados que disponías en filas geométricas que el sol iba desperezando, desordenando, esos obstinados seres encerrados en sus caparazones espirales, aguardando el momento preciso para emerger desde la obscuridad, desplegar sus filamentos sensibles, antenas, ojos que tactan la tierra ‑caracol, caracol, saca tus cachitos al sol‑. Más arriba los geranios, los floripondios gigantes ante tus iris infantiles, tus pupilas inundadas de verdes, de rojos, de amarillos; las manos ordenando los bicharracos que se animan con el calorcito y van en busca de los tallos, de las hojas tiernas. Entonces tu mente salta a otros recuerdos, subes por entre cerros cubiertos de pinos y eucaliptus, los pies haciendo crujir las agujas del suelo y las hojas lanceoladas y fragantes, las ramas en lo alto rozándose, frotándose, llevando a tu oído sonidos inquietantes por donde se deslizan las imágenes de los ogros, las hechiceras, los gnomos de los cuentos, vas de la mano de alguien que puede ser tu hermana, pero el rostro de ella está cubierto por una especie de neblina que te impide reconocerla; de pronto el bosque se rompe y aparece una duna interminable, atrás el mar se materializa llenando tus ojos hasta la saciedad con su extensión inmensa. Muy arriba un alcatraz flota estático en el viento con las alas desplegadas. Un lobo marino retoza cerca de las toninas que observas fascinado. Todo se esfuma y estás en la básica con tu overall beige inclinado en el escritorio desde donde te vigila el orificio destinado a un tintero extinguido por donde arrojas la goma que recuperas por abajo, entre los cuadernos se deslizan tus dedos, una y otra vez repites la misma operación mientras la maestra habla de esto y lo otro. Estás cayendo, estás cayendo. Sujetas torpemente, con unos chinches opacos, el editorial del Diario Mural sobre la superficie de corcho mil veces pinchada por tus manos; tu caligrafía se deja a duras penas entender, hablas ahí de las pruebas nucleares de los franceses en el atolón de Mururoa, la nube radiactiva cerniéndose sobre el continente con su carga de peligros genéticos; más allá unos recortes de diario sobre lo mismo, una composición también tuya sobre el día de los trabajadores "la matanza de obreros en Chicago fue un crimen puesto que ellos solamente buscaban un poco de justicia elemental, un poco de pan para sus hijos", esa frase que te salió de no sé dónde junto a más de una lágrima, ese nudo en la garganta que te ha perseguido siempre que algo no te gusta y hiere tu alma allá por el fondo ese que nunca alcanza a verse. El mismo nudo que se te hizo cuando dramatizabas ante el curso el final del cuento "Lucero" de Oscar Castro, ese instante en que el arriero ‑empujado por las circunstancias‑ debe lanzar su caballo, que es su amigo, su compañero; Rubén Olmos envía a la bestia de un solo empellón inmenso al abismo y se te quiebra la voz y los ojos se te nublan en tanto la sala de clases se ha convertido en un bloque de silencio donde casi nadie respira, mientras tú vuelves a tu puesto con los ojos medio cerrados para contener esa agua en el límite de los párpados, no ves los ojos enrojecidos de tus compañeros que te palmotean la espalda a la salida. Estás cayendo y oyes el burlitzer de la fuente de soda a la entrada del Liceo: Santana, Favio, Piero, The Beatles; estás tan apegado al cuerpo de una adolescente demasiado pintada, con un perfume que puedes sentir mejor si inclinas tu rostro sobre el hombro de ella, la aprietas con suavidad, ella te mira tierna a los ojos sonriendo, la invitas al patio, algún compañero te hace una señal con la mano empuñada y el pulgar hacia arriba, sientes que te sonrojas, por suerte la penumbra te salva, pero el corazón salta enloquecido ante la inminencia del beso que viene, los labios que se desatan en mensajes húmedos, en mordeduras sutiles que ella ‑sin duda más experta‑ va enseñándote a ti que nunca antes has besado a nadie y ya ni puedes escuchar los acordes de "Let It Be" porque la tibieza de una lengua te recorre labios, paladar, dientes, porque ella te abraza fuerte, fuerte y ya nada, nada importa lo que ocurre afuera de los dos. Caes y llevas puesto un pañuelo que cubre la mitad de tu rostro, sal bajo los ojos y alrededor de la boca, succionas un limón para amortiguar el efecto de los gases lacrimógenos; las bombas caen por todas partes del liceo tomado, arrojas piedras casi a ciegas desde el techo del tercer piso, al lado de tus compañeros estás combatiendo, con rabia tremenda, la rabia que te hace arder cuando recuerdas el callejón oscuro que te obligaron a cruzar en la micro de los carabineros, aún sientes los puñetazos y las patadas bestiales del Grupo Móvil sobre tus trece años; entonces ya no sientes el ardor en los ojos ni el gas que te ahoga y arrojas con furia las piedras que vuelan hacia el blanco. ‑¡Ganaste, ganaste, compañero!‑ gritas solo en tu pieza al escuchar los escrutinios finales, solo, porque estás agripado en cama y tus padres y hermanos estarán celebrando en otra parte sin ver las lágrimas que salen ahora de tus ojos sin vergüenza, ríes y lloras enloquecido de alegría. Caes, vas cayendo. Los tanques se desplazan por la ciudad con su lenguaje de fuego y muerte. Los aviones de guerra bombardean el palacio presidencial. Tú, junto a los demás, esperando en un sótano las armas y lo soldados patriotas que nunca llegaron; tuviste que irte finalmente, comenzar el peregrinaje por cien calles, esos días llenos de pólvora en que no podías regresar a tu casa, en que no supiste nada de tu familia, esos días que se llevaron tantos amigos, ese amigohermanocompañero que se fue entre tus brazos, ese poema que empezarías escribir desde ese mismo momento, esos versos por los cuales más de alguien te dijo "deberías dedicar más tiempo a escribir", pero tú no, dale con que es más importante la libertad que un millón de poemas, por hermosos que estos fuesen. Vas cayendo y está Cristina frente a ti, Cristina con su mirada llena de dulzura, Cristina acurrucándote como un niño cuando te viene la pena y te besa los ojos cerrados y te hace cariño en el cabello. Cristina que te muerde los labios, que te deja marcas en el cuello, en los hombros después de hacer el amor, que se desnuda con esa ternura enorme que se trasluce en todos sus movimientos tan únicos, tan suyos. Cristina y ese salvajismo de ambos que va creciendo hasta quedarse quietitos, extenuados, aún besándose, queriéndose más que antes. Caes, hermano, y puedes ver las copias a mimeógrafo que van saltando en cada vuelta del rodillo, tus manos escribiendo las paredes de la ciudad, tu voz (que no parece la tuya) en el centro de un mitín callejero. Caes, hermano, y aún no hace un minuto que alguien gritaba: " Cuidado, cuidado, que andan agentes de civil! ". No hace un minuto todavía que estabas en la barricada junto a otros cantando, con el rostro iluminado por las llamas ondulantes, feliz de estar ahí, peleando con tu gente. No hace nada casi que se sintieron los estampidos y comenzaste esta caída lenta lenta lenta lenta donde recuerdas tantas cosas y no sabes por qué, sólo sabes que estás cayendo, no tienes por qué saber la razón de estos recuerdos, compañero, estás cayendo, compañero, sólo eso, cayendo.


* este cuento pertenece al volumen LUGARES SECRETOS (Mosquito Comunicaciones, 1994), Premio Consejo del Libro al Mejor Libro de Cuentos publicado ese año.

07 enero, 2007

CRUZAR LA CALLE


Me encanta visitar a Roberto cuando está internado. Es un maldito bastardo loquísimo, pero me gusta ir a verlo. Lo pasamos fantástico. Yo siempre le llevo un par de botellas de fuerte bien ocultas debajo del abrigo. Los enfermeros jamás se han atrevido a revisarme. Tal vez no lo hagan por mi aspecto de ejecutivo exitoso, de terno oscuro y corbata impecable. O simplemente porque saben de mi amistad con el subdirector del hospital, el Negro Méndez, que está más loco que las arañas. Nadie imagina cómo pudo terminar Medicina. Estaba total, absolutamente chalado. Quizás por eso se especializó en psiquiatría. Además, esos enfermeros tienen tal aspecto de corruptos que estoy seguro de que soltándoles unos pesos me dejarían entrar con una bomba de hidrógeno y un ejército de prostitutas.

Roberto es de los que va a internarse por sus propios pies y por su propia voluntad. Cuando siente que algo anda mal en su sesera, hace la maleta y cruza la calle. Vive justo enfrente del manicomio desde muy pequeño. Suele contarme terribles historias de maníacos criminales que cruzaban el patio de su casa en plena tarde de domingo balando, con un enorme cuchillo carnicero sangrante entre las manos. "Tipos que se fugaban después de alguna atrocidad indescriptible", dice con el rostro más serio del mundo. "Yo estaba acostumbrado, igual que mis padres. El problema eran las visitas. Con el tiempo nadie se atrevió a venir a la casa". Todas estas cosas te las cuenta con la naturalidad del que las estuviera viendo ahora mismo, con una certeza de noticiario de televisión que a veces logra despertarme dudas.

A mí siempre me han gustado los locos, desde que era muy chico. Sobre todo los predicadores locos, como ése que salta todo el día con la Biblia en la mano. "Sécase la yerba. Cáese la flor..." anuncia y amenaza con los ojos azules y llameantes del autorretrato de Van Gogh enloquecido mientras salta incansable en una esquina del centro como si estuviese viendo el mundo pecador derrumbarse ante su vista incendiada. Una vez yo dije que quería ser como ese predicador cuando grande. Mi padre enfureció, se puso rojísimo para aullarme qué ideas estúpidas eran ésas, "¡como si para locos no bastara con mi suegro en la familia!". Y ahí mismo se agarraron con la mamá. Tuve que irme al patio hasta que pasó la ventolera. No sé por qué mi mamá se enfureció tanto. Todos sabíamos que el abuelo estaba tan chiflado como un piño de cabras. Y un piño bastante considerable. Cada vez que venía a la casa nos agarraba a los chicos para sus conferencias sobre viajes astrales y congresos mixtos de espíritus y extraterrestres. Nosotros le avivábamos la cueca como podíamos. El viejo era bastante normal si no le mencionabas ovnis, incas o aparecidos. Pero bastaba pronunciar la palabra mágica y el show comenzaba ahí mismo. Era bastante divertido. Mi hermana mayor era experta en provocarlo, pero requería un poco de estímulo.

A Roberto no lo conocí por loco. Lo vi tocar maravillosamente el saxo una noche de club de jazz. Cuando terminó lo invité a la mesa y echamos unos tragos. Muy rápido me di cuenta que algo andaba malísimo dentro de su cráneo. Loco como un jabalí con sobredosis de heroína, pero así de simpático. Uno advertía ipso facto que sus ojos miraban a otro mundo bastante mejor que el nuestro. Yo creo que los ataques le bajaban cuando se daba cuenta que en realidad vivimos en esa selva que llamamos civilización. Tipos reptando por entre el lodo nauseabundo de viejas gárgolas protectoras de las artes con sus apergaminadas garras cubiertas de anillos que valen tu presupuesto de varios años. Sesiones de tecito para admirar las horripilantes creaciones de damas demasiado estiradas por la cirugía estética. Tipejos capaces de vender a su madre por una beca de arte en los States. En medio de todo esto se mueve Roberto, sin contaminarse. Jamás toma un bastardo peso ni pide un favor de nadie. A lo más te pide una cajetilla de cigarrillos cuando anda en la última miseria. Ni siquiera un par de monedas para la micro.

He aprendido a conocerlo bien. Ya sé cuando está a punto de cruzar la calle. Es cuando ves lucidez en sus ojos escondidos detrás de unos lentes gruesos como poto de botella donde puedes ver el miserable reflejo del mundo. Es cuando te mira con el rostro vencido y te dice "ya he tenido bastante de esta mierda, estoy harto, harto, harto". Se queda mirándote con cara de "y tú, que piensas". ¿Qué le voy a decir yo desde mi aspecto de pequeño burgués próspero? Lo invito a tomar café, le compro cigarrillos y charlamos hasta tarde, acaso es fin de semana. Después me cuenta que puteó al jefe de prensa del canal donde estaba grabando un programa, que le dijo varias verdades al subdirector de la revista donde escribía sobre jazz, que acusó de miserable al dueño del restorán donde cantaba por las noches.

Cuando parto al manicomio, repleto mis bolsillos de cigarrillos, chocolates y botellas de fuerte. ¿Sabes lo que les gusta el chocolate a los tipos con una teja corrida? Los enloquece. Llévales chocolates alguna vez a los chalados y vas a hacerlos completamente felices. Van a adorarte como si fueses el propio Osiris. Te vas a convertir en una especie de divinidad de los locos. Se alborotarán sólo con percibir tu aroma al poner un pie dentro del manicomio.

La última vez les llevé pisco de 45 grados, de ese amarillo que quema la garganta, y tres o cuatro barras de chocolate con nueces o almendras, no me acuerdo. A mí no me gusta el chocolate. El pisco sí, bastante más de lo conveniente. Los orates me estaban esperando en la puerta del patio. Me recibieron con vítores y llamados a Roberto. "¡Llegó el Gerente! ¡Llegó el Gerente!" gritaban como enajenados. Nadie les saca de la agujereada cabeza que soy el Gerente de la Ford o de la Cocacola por lo menos. No entienden que soy un tipejo más de esos que ofician de engranajes bien vestidos. Pues me levantaron en andas para llevarme a uno de los patios interiores donde estaba Roberto sentado en una silla de playa, a pleno sol, releyendo El Club de los Parricidas de Ambrose Bierce. En el estrado me esperaba de pie Fidel Castro, vestido de riguroso uniforme verde oliva y gorra de combate. Comenzó uno de sus improvisados discursos de bienvenida, donde hablaba más de licores que de revoluciones, más de rameras que de imperialismo, y más de sexo que de rectificaciones al socialismo.

Roberto se puso de pie para abrazarme y recibirme en "este santuario de lucidez, donde reside toda la esperanza del universo". "Bienvenido al territorio libre" me dijo Fidel indagando mi abrigo con mirada de rayos X, con los ojos dilatados por una sed milenaria e insaciable. Cuando saqué el licor desde las catacumbas de mi abrigo de business man hubo un delirante estallido de júbilo que debe haberse escuchado claramente en la China. Ninguno de los enfermeros se dio por aludido. Seguro que veían un match de box, una película pornográfica, un partido de fútbol lo más cerca posible de una garrafa de vino barato de la peor especie.

Esos fulanos tienen tanto gusto como una rana ebria, me ha dicho más de una vez Descartes en medio de sus sesiones de análisis filosófico. "Cojo, luego existo" es su máxima preferida. Es un tipo de temer. Le dicen Descartes por esa proposición apócrifa. Más bien es una mezcla de Sartre, Marcuse y Ché Guevara capaz de inquietar a una locomotora con sus teorías. Yo sé como se llama, que era profesor de filosofía en el Pedagógico. Lo veía husmeando en los cuasi clandestinos recitales de jazz a fines de los setenta. No hablaba con nadie. Se decía que había quedado chalado con la tortura. Fumaba incansablemente, como si cumpliera una penitencia. "Lo peor es que no veo alternativa" me dice a veces "veo todo tan corrupto, tan contaminado como un callejón sin salida y sinceramente prefiero estar aquí adentro que revolcarme en la mierda, sabes". Yo tal vez lo mire en silencio, con los ojos asustados. O quizás parezca indiferente, pétreo, distante. No sé. Pero a veces se me hace un nudo en la garganta al escucharlo. Juro que es cierto. Pareciera que llevase todo el dolor del mundo ahí dentro de su cerebro bullente de ideas. "Cuando no puedo más le pido a Roberto que toque el saxo un rato. Es increíble. Todos los milagros me parecen posibles entonces. El saxo es como una luz en las tinieblas. Y vuelvo a creer, aunque sea por un instante". Me mira desde el abismo de su alma para confesarme lo terrible que es la ausencia de Roberto, pero no dice nada. Y es fácil imaginarlo aullando y arañando las paredes de un mundo demasiado erizado de espinas.

Roberto, Descartes y yo brindamos con unos vasos de plástico que Fidel sacó de un escondrijo. Todos se unieron a nuestro brindis en un coro terrorífico en tanto devoraban pedazos de chocolate y abrían paquetes de cigarrillos como dementes. Sandokán propuso otro brindis por sus feroces tigrecillos. Nureyev danzaba rebosante de gracia en medio de la trifulca de enajenados que no podía escuchar la maravillosa música que lleva siempre dentro. Proudhon preparaba una enjundiosa bomba mezclando nuestro pisco con quizás qué licores misteriosos sacados del barretín de Fidel. Hicimos un segundo brindis en pleno crescendo de la batahola. Y los enfermeros, nada, no se oye padre. Nureyev saltó peligrosamente cerca de la bandeja donde Sandokán ofrecía las bombas preparadas por el satisfecho anarquista mesando sus barbas a buena distancia. El Tigre de la Malasia rugió un par de insultos que el bailarín tomó a beneficio de inventario mientras le arrebataba un par de tragos que bajó sin demora por su garganta para continuar su danza.

Recién en ese momento lo vi, solo y silencioso en una esquina. Apenas saltaba con la Biblia sujeta por sus maravillosas y enormes manos de boxeador bondadoso. Sus ojos estaban llenos de lágrimas y apenas podía escucharse la voz que asomaba débilmente entre los labios secos y partidos. Pude ver que su mirada estaba llena de girasoles amarillos, de soles furiosos y de grandes estrellas refulgentes, de miserias, de amores frustrados, de miedos, de hombres cavando en las tinieblas, de dioses lejanos y crueles. No he podido sacarme su imagen desde entonces. Me acerqué a él. Le pregunté por qué no venía con nosotros. Los demás guardaban silencio, como si presenciaran algo sagrado. Van Gogh susurraba palabras secretas e incomprensibles. Yo le pregunté cuándo había llegado por ahí, pero no dijo nada que pudiera comprender. Estaba hermoso y loco, con los ojos llenos de fuego y de agua. Igual que ese maravilloso autorretrato suyo. Lo abracé y pude sentir su corazón latiendo como el de un pajarillo atrapado entre tus dedos. Tiritaba entero. Era en ese instante el ser más frágil del universo. Yo pensé que podía deshacerse entre mis brazos y tuve miedo de hacerle daño. Apenas me atreví a besarlo en la mejilla hirsuta de barbas rojizas. Ahí fue que levantó su dedo y me señaló algo que estaba a mi espalda, algo maravilloso que yo no podía ver.

Cuando me di la vuelta encontré a Roberto a punto de soplar su saxo. No volaba una mosca en el patio. El sonido salió limpio, puro, tierno, rebelde, trémulo, bello, terrible, furioso, relampagueante, lleno de amor. Esa música tenía un sabor a divinidad y a demonio que parecía inundarlo todo con su sabor agridulce, con su verdad indescifrable, con su respuesta enigmática. Hay quienes esperan toda una noche a que Roberto se ponga a tocar así el saxo un par de minutos. Pero esa tarde él tocó sin descanso para nosotros. No hubo comerciales, ni tragos ni silencios. Sólo la música de lágrima y viento que parecía surgir más desde uno mismo que del instrumento destellando con los reflejos llameantes de un cuadro de Van Gogh.

No he ido de nuevo a ver a Roberto. Cada mañana, cuando me afeito, veo la cabellera rojiza de Van Gogh mirándome desde el espejo en llamas. Cuando trato de concentrarme escucho la música de saxo viniendo de muy adentro, de una zona en penumbras que apenas me atrevo a vislumbrar. Entonces pienso cada vez con más fuerza en esa idea que me obsesiona. Cruzar la calle. Hacia los girasoles amarillos, hacia las locas mezclas de licores, hacia una danza silenciosa, hacia las certezas y las dudas que me aterran. Hacia ese gigantesco imán o girasol o música que me estremece. Eso. Cruzar la calle.

* este cuento pertenece al volumen LUGARES SECRETOS (Mosquito Comunicaciones, 1994), Premio Consejo del Libro al Mejor Libro de Cuentos publicado ese año.

17 diciembre, 2006

BAILARINA DE TOPLESS

Te acercaste con ese mechón encima del ojo izquierdo, tan gracioso, con esos pantaloncitos que dejaban al descubierto tus muslos blancos y la blusa tras la cual se adivinaban los pechos; me dijiste qué quería; yo te dije ‑qué‑ en medio de una canción de Michael Jackson que bailaba apenas una gorda de ojos insinuantes y tal vez demasiado recargados de pintura, pero la verdad es que a pesar del ruido te había entendido perfectamente, lo que quería es que te acercaras a mi oído para preguntarme de nuevo ‑ qué es lo que vas a servirte‑ , ‑qué es lo que hay‑ pregunto yo ahora, respirando el perfume que sale de tu rostro o tu cuello tan cercanos; ‑café, bebidas‑ contestas, mientras la gorda muestra sus senos enormes de pezones rosados que va erectando con sus propias caricias y se acuesta en el piso abriendo las piernas, con la pelvis aún cubierta por unos cuadros negros brevísimos por donde asoman los vellos y, a veces, las contorsiones esquizofrénicas de la danza descubren parte de la vulva, yo te contesto ‑café‑ , y vas hacia el mesón para ordenarlo; veo muy mal entre las luces rojas, azules y las lámparas ultravioletas, estroboscópicas y las esferas poligonales que proyectan miles de agujeros luminosos que corren por los muros, me instalo junto a una estufa de gas, haya allí un sillón grande donde me siento y donde tú llegas y puedo ver mejor tus ojos negros, tus muslos suaves y tus pechos detrás de la polera roja con no sé qué frase en inglés que trato de adivinar en la penumbra ruidosa mientras me tomas la mano para descubrir que ‑ hace frío afuera, porque tu mano está helada‑ me dices y estornudas para que yo te diga si estás resfriada, te ofrezca un café en el momento en que el barman homosexual se aproxima solícito para invitarme a presenciar el espectáculo sentado en un banquillo alto al borde de la T donde se mueven las bailarinas; allí voy, tú detrás, reclamando que estoy dejándote sola; ‑venga corazón ‑ contesto; ‑me consigo una silla y vuelvo, espérame‑ respondes con una sonrisa; tardas mucho y me aburro con la gorda que se está bajando el calzón acostada de frente al público que somos cuatro o cinco ociosos, todos mayores que yo, escuchando a Jackson desnudar la gorda en una escena digna de Fellini, entonces se acerca una flaca espantosa de nariz ganchuda para pedirme un cafe con una expresión que quiere ser seductora, pero en verdad es horrorosa, patética, ‑ te insisto, flaca, que no tengo dinero, ‑qué‑ me gritas al unísono con el mestizo Jackson, ‑¡no tengo plata!‑ grito y entiendes porque te vas, flaca horripilante, y llegas tú al fin con una silla larga, poniéndola a mi costado, apegando tu cuerpo al mío, tomando mi mano, confesando tu frío tremendo, es verdad, tiritas, y te abrazo envolviéndote con mi abrigo nuevo, pones cara de agradecimiento y no sé si creerte pues me parece sincera tu expresión; ‑no te enojarás‑ dices tímidamente; ‑qué pasa, no tengo razones para enojarme‑ te contesto; ‑me puedes convidar un café, sólo si quieres‑, me estás mirando; ‑claro, corazón‑, chasqueas el dedo y viene el maricón solícito a recibir un cuchicheo tuyo para después volver con un café que bebes ahora con las dos manos mirándome de reojo, sonriendo mientras yo también bebo el mío y también te miro de reojo; la gorda está desnuda arrastrándose por el piso alfombrado, por fin desaparece entre las cortinas y las luces fantasmales; aparece una morena alta, deliciosa, con un sombrero tipo far‑west y una combinación azul, translúcida, que logra despertarnos a todos del sopor producido por la gordita, el cabello ensortijado alcanza justo el nacimiento de sus senos prodigiosos donde residen ahora nuestros ojos, ‑es linda, no es cierto‑ dices a mi oído; ‑tú me gustas más, tienes algo especial‑ tengo que repetirte todo, porque la música ensordece de nuevo la pieza en penumbras y entra en oleadas en los cuerpos de los que estamos allí, entra junto con los movimientos insinuantes de la morena que comienza a pasearse por el mesón, se encuclilla en frente de mí para que sienta el temblor de su piel cercana, la suavidad tan cerca; tú ríes y apegas la cara a mi hombro casi con ternura, me inclino hacia ti de modo que nuestros labios quedan a punto de unirse, me enredas el pelo, la morena se alejó desencantada mientras nos miramos; ‑tal vez debiera enojarme como las otras, cuando uno molesta al que está con ellas‑ ¡mueves la boca tan cerca de la mía! ‑no importa, ¿ a qué hora bailas?‑ te interrogo; ‑luego, luego, después de esta niña y la otra‑ respondes; ‑tienes algo especial, no sé ese pelo tuyo, peinado al lado, como la Emma Peel de "Los Vengadores", la viste alguna vez en la tele‑; ‑claro, ¿me lo dices en serio?‑; ‑eres bonita‑; gracias‑ ; ‑cierto, me gustas mucho‑; te ríes y tomas el último trago de café en el vaso desechable, me tomas la mano, yo te tomo la otra, te vas apegando más aún, me miras de pronto y haces unos mohines graciosos dirigidos como sobre mis ojos, como si te diera vergüenza o inquietud al menos, como si fuésemos pololos adolescentes y no un tipo solo arrancado de su mundo y una bailarina de top‑less que debe hacer consumir a los clientes para ganar un porcentaje, no me haces sentir la verdad, permites que yo olvide al amigo muerto que me trajo a este lugar en busca de algo de consuelo, horas antes caminaba sin saber por dónde hasta que encontré las fotos y pensé por qué no, no tengo donde más ir hasta la hora del cóctel, la fanfarria y los discursos propios del segundo libro de un poeta joven, si faltan dos horas aún, ¿por qué no? y me introduje en ese mundo de luces y sombras tan parecido a lo que llevamos dentro nosotros mismos, así va pasando el tiempo, mirándonos, riendo; la siguiente bailarina tiene una especie de traje de fantasía como de Can‑Can, recuerdo de alguna abuela artista, parece gallina ‑ te digo‑ tiene muchas plumas; estás llorando de risa hasta que el pajarraco sin plumas huye por las cortinas, y al incorporarte me lanzas un ‑ espérame‑ corres; yo me dedico a analizar el local, descubro la cabina desde donde un individuo de rostro borroso manipula los controles de las luces y de la música, más abajo el bar con el mariconcito atrás, varias mujeres solas y unas parejas más o menos atracadas según el carácter del cliente, se me aproxima la gorda a pedir un cafe, le digo que no tengo plata y se va con cierta prisa, seguramente advertida por la flaca horrible; entonces sales, sales con la música desde atrás de las cortinas, tu cuerpo es mejor de lo que esperaba, sonríes, juegan nuestros ojos, estás con un bikini muy poco revelador, observas raras veces al público, bailas frente al espejo, a veces me miras y yo te hago alguna seña graciosa que te hace reír y mirar hacia otra parte hasta que vuelves a mirarme, así con timidez notoria, con ese aire tuyo de pulcritud, ese rostro tuyo aún no contaminado por este ambiente, o quizás es ese tu juego, simular la gatita vergonzosa, regalona, de pronto estás desnuda y yo mirándote a ti y a tu reflejo, alternativa, rápidamente, lo que te hace reír tapándote la boca y salir medio asfixiada por la risa hacia el camarín allá atrás de las cortinas verdes y las luces que relumbran en tus caderas deliciosas, cimbreantes, tus muslos de reflejos rojos y violetas, tu pelo cayendo sobre la espalda suave, tu cabellera negra y dividida al lado. Cuando vuelves a mi lado tienes frío, llevas puesto un abrigo bajo el cual te estremeces, se me ocurre entonces preguntarte cuánto dinero ganas allí ‑trescientos, por trabajar desde las once de la mañana hasta las nueve y media, más un porcentaje por los consumos, unos cien pesos más‑ ; ‑tan poco‑ te replico; ‑bueno, en la municipalidad ganaba cuatro mil, ahora como ocho, claro que a nadie le gusta este trabajo, mira, estamos todas resfriadas‑; ‑es que usan muy poca ropa‑ te digo, nos largamos a reír, escondes la cabeza, alguien baila en el escenario y se acerca, nosotros ahogados de risa, de repente unas piernas sobre mí, unos muslos que bajan y se acercan, ‑mira para abajo‑ me dices; yo inclino la vista al suelo, la bailarina se va indignada seguramente, no me atrevo a levantar la cara, tú me abrazas riendo todavía, acaricio tu cabello suave, la sonrisa huye de tu rostro y te pones un poco seria, como si recordaras que eres bailarina de top‑less y que no estás haciendo lo que corresponde, yo te ofrezco un café o un trago y deslizo aún mis dedos por tu pelo con un cariño enorme que de pronto siento, ‑no quiero nada más‑ contestas tan bajo que no puedo haberte escuchado, sólo sé que me estás diciendo que no con tus ojos llenos de ternura, ‑vivo en un campamento donde hay que acarrear agua todas las mañanas y colgarse de la luz y todo eso‑; ahora esa misma agua sale de tus párpados y me abrazas fuerte, fuerte, los demás pensarán que lo estamos pasando bien y la mano que debiera estar en tus pechos te seca las lágrimas, y tu mano que debiera deslizarse en mis muslos me revuelve el cabello, y viene a mí el rostro del amigo muerto y un par de lágrimas que van no sé a dónde, nos quedamos así un tiempo que parece infinito, abrazados uno al otro, ahora te beso en la mejilla, te digo que se me ha hecho tarde, te acercas con ese mechón tan gracioso sobre tu ojo izquierdo y siento crecer tu aroma, más aún ahora que me estás besando, más aún ahora que nuestros labios se tactan y se muerden y me cuesta tanto tener que irme, dejarte sola, sin comprender nada de lo que ha ocurrido, huyendo de algo mío enorme que se queda allá adentro mientras yo vuelvo a la ciudad inmensa y hambrienta y corro oculto entre los miles de peatones para no llegar tarde a mi cita, al menos eso quiero creer cuando todavía parece sentir nuestras bocas que se juntan, bailarina de top‑less, cuando aún llevo una de tus lágrimas enredada en la mano izquierda, cuando comienzo a pensar que tal vez lo mejor era quedarse, quedarse, aunque ya sea demasiado tarde.

* este cuento pertenece al volumen LUGARES SECRETOS (Mosquito Comunicaciones, 1994), Premio Consejo del Libro al Mejor Libro de Cuentos publicado ese año.

23 octubre, 2006

Escritores en dictadura

Pertenezco a una generación que salía de la adolescencia cuando el golpe militar de 1973 llevó al poder a Augusto Pinochet y se inició su dictadura a sangre y fuego. Esta experiencia –por muchos vivida intensamente debido al exilio, la persecución o la lucha abierta o clandestina- actuó como un crisol y dejó –quiérase o no- una impronta imborrable. Quienes en aquellos años descubrimos y asumimos nuestra pasión por la literatura, lo hicimos en un entorno signado no sólo por la censura y la falta de medios de comunicación libres, sino que por realidades bastante más atroces. La desaparición, la tortura y la muerte no eran un susurro o una posibilidad teórica, sino que una realidad próxima, horriblemente cercana, imposible de advertir y menos aún de negar.

Aunque resulte terrible reconocerlo, la dictadura militar viene a ser un hecho trascendental en las vidas de quienes dedicaron una porción fundamental de sus energías a luchar por el retorno a la democracia. La generación del 80, huérfana de mentores, se desarrolló literariamente en estas condiciones de emergencia, lejos de quienes debieron ser sus maestros, debido al exilio en el extranjero o dentro del propio Chile, sometidos a censura, vigilancia, cesantía y persecución.

En esos días ominosos y terribles, sobre todo en los primeros años, la Sociedad de Escritores de Chile, presidida por Luis Sánchez Latorre, jugó un rol libertario que debe reconocerse en todo su espléndido valor. En aquella época de emergencia, la SECH convocaba a una amplia variedad de escritores de valía en torno de la lucha antidictatorial. Esto requirió gran osadía y capacidad para articular los esfuerzos de escritores de las más diversas posiciones ideológicas.

Bajo el alero de la SECH, a mediados de los 70, se formó la Unión de Escritores Jóvenes (UEJ) gran protagonista de las Semanas por la Cultura y La Paz, una de las primeras manifestaciones culturales de resistencia contra la dictadura, en las que participaron, entre otros valores emergentes, Gregory Cohen, la siempre extrañada Bárbara Délano, Antonio Gil, Luis Alberto Tamayo. En paralelo surgió la actividad de los talleres literarios universitarios, ligados a la Agrupación Cultural Universitaria (ACU), donde trabé amistad con Sonia González y Esteban Navarro. Luego, en los 80, vino el turno del Colectivo de Escritores Jóvenes (CEJ), donde conocí a Ramón Díaz Eterovic, Pía Barros, José Paredes, Teresa Calderón, Jorge Montealegre, Carmen Berenguer, Pedro Lemebel, Aristóteles España, Eduardo Llanos, José María Memet, además de muchos de los mencionados, entre varias decenas de poetas y narradores. Una lista larga a la cual hay que agregar narradores como Jorge Calvo, Antonio Ostornol, Lilian Elphick, , Juan Mihovilovich.

La experiencia del CEJ fue múltiple, activa y centrada en lo literario, pero también integrada a la lucha por las libertades civiles, lo que fue un elemento dinamizador de la SECH, donde finalmente confluyeron múltiples iniciativas y experiencias que establecieron puentes que hicieron posible el encuentro de diferentes generaciones, opciones estéticas e ideológicas. Lecturas públicas de gran resonancia, como los encuentros Chile Francia o Todavía Escribimos, liderados por Fernando Jerez, Poli Délano y Carlos Olivárez son excelentes ejemplos de esta amplia confluencia de generaciones, estilos, estéticas y temáticas, bajo un claro signo de oposición a la dictadura militar.

De esa confluencia surgieron encuentros, talleres, revistas artesanales, antologías, hojas de poesía, recitales. Varias veces, en pleno imperio del toque de queda y de la plena acción de los servicios de inteligencia, efectuamos vigilias artísticas en la Casa del Escritor, desafiando abiertamente a la tiranía. Decenas de escritores sostuvieron una posición digna y firme en la lucha por la defensa de la libertad y afrontaron los riesgos que esto significaba en los primeros años, donde muy pocos se atrevían a alzar su palabra cuando el imperio de la barbarie carecía de contrapartidas. Mencionar a aquellos que ya no están con nosotros es de toda justicia: Juvencio Valle, Diego Muñoz (mi padre), Humberto Díaz Casanueva, Jorge Teillier, Rolando Cárdenas, Martín Cerda, Enrique Lihn, Mila Oyarzún, Mario Ferrero, merecen un reconocimiento especial a la hora de los recuentos.

Esta decisión, mostrada en los hechos, aquí en Chile, en los momentos más difíciles, nada tuvo de maniqueo para quienes siempre hemos concebido la literatura como un gran juego muy serio –citando a Cortázar– no como un terreno para el proselitismo bobo o para los balbuceos lingüísticos, ni menos como la autopista apropiada para una carrera de jamelgos en pos del premio de la fama.

Gonzalo Millán, hermano mayor, fue uno de los escritores que destacó en esta lucha, primero fuera de Chile, desde el exilio en Canadá. Luego, a su regreso, mediados de los 80, se integró sin condiciones ni pretensiones al trabajo que poetas y narradores realizábamos en sindicatos, universidades, peñas, agrupaciones de vecinos y ferias libres. No escatimaba tiempo a estas actividades, ni calculaba los riesgos inmanentes (no sobra decir que los había en abundancia): siempre estuvo allí con su poesía cercana, inteligente, profunda, que en mi personal apreciación lo sitúa en una posición de privilegio, de primera línea, entre los más grandes.

La labor del auténtico escritor es una faena silenciosa y solitaria, asentada en sus obsesiones, que requiere autonomía y libertad de pensamiento. Sin embargo, el artista es capaz de salir a la palestra cuando las exigencias de la vida social obligan a establecer un paréntesis en esa relación un poco distante y tensa con el mundo real. Eso hicieron, muchos escritores durante la dictadura, desafiando desde su posición al orden represivo, sin más armas que el conocimiento, el lenguaje y la inteligencia.

Gonzalo Millán fue uno de ellos, un miembro de la resistencia, hasta el último instante: lúcido, crítico, irreverente, sensible. Le asqueaban los juegos políticos y diplomáticos que sacrificaron la ética por bien calculadas conveniencias. Ironizaba con la moda oficialista de los “eventos” culturales que corren en pos de las primeras planas y las cámaras de televisión. Sabía que la figuración mediática (la farándula diría un opinólogo) es poco más que un enorme globo inflado de vanidad perecedera y lamentable. Así lo recordaremos: sólido en sus principios y en el oficio literario, ácido y consecuente, rebelde, sencillo, tenaz y, probablemente, eterno.

09 octubre, 2006

Homenaje al Quijote


un microcuento: Don Quijote 2005, uno

Don Quijote resucita para celebrar sus cuatrocientos años. Recorre el globo dando conferencias que coronan los múltiples homenajes del mundo hispanoamericano. No sabe qué hacer con tantos viáticos y honorarios, y los acumula en los bolsillos de su traje de lino beige. Aburrido del constante acoso de admiradores y estudiosos, escapa por la puerta de servicio del lujoso hotel de turno y entra a una hamburguesería. Con tantos cócteles y cenas de celebración ha engordado visiblemente. Han tenido que confeccionarle sucesivas armaduras que se adapten a la creciente barriga. Con un fajo de dólares apretado entre sus dedos, se ubica en la fila más corta, evaluando doblar las raciones de queso y papas fritas. “La que se ha perdido Sancho por no acompañarme”, murmura y comienza a engullir su italiana especial.

08 octubre, 2006

Premios literarios

El escritor Q demandó al cuentista Ñ por ganar un suculento premio mediante el apoyo de sus amigos el poeta K y el crítico Z.

Ñ reaccionó acusando a Q de envidioso y oportunista, y recordó que el año anterior Q había obtenido el mismo premio a manos del crítico M y el novelista G, quienes le debían señalados favores. Por cierto Ñ puso otra demanda en contra de Q.

Ante la evidente falta de ética de los involucrados, el prestigioso dramaturgo A propuso que todos ellos debían ser eliminados inmediatamente de los registros de jurados y premiados elegibles, de acuerdo a una doctrina vigente dictada por la Corte Mayor. Tal solicitud se acogió con carácter de urgente.

En tanto las demandas siguieron su atrabiliario curso de acuerdo a los códigos viajando entre tribunales, cada vez más obesas e ineluctables.

Al año siguiente, A obtuvo el premio de manos de los únicos jurados habilitados que sobrevivieron a una década de rencillas: su discípulo H y su primo hermano J.

Las demandas de Q y Ñ no se hicieron esperar. Sin embargo, después de breve litigio, Q, Ñ y A, con el apoyo de M, G, K, Z, H y J, y el consenso de las restantes letras del alfabeto, acordaron anular todas las exclusiones y partir de nuevo desde cero. De lo contrario, no habría habido ni jurados ni candidatos al premio, y los certámenes tendrían que haberse eliminado.

Dieron así muestra de juicio y lección de ética. Establecieron un sistema diseñado para ser justo y se prepararon para la nueva era.

30 agosto, 2006

Escritores en Resistencia

Palabras de despedida a nombre de la delegación de escritores chilenos en el XI Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura, Resistencia, Argentina, Agosto 2006

Autoridades presentes, amigas y amigos:

Como muchos de ustedes, en las postrimerías de la década de los sesenta, iluminado por el fulgor de las marchas de mayo en París, con la música de fondo de Carlos Santana, Jimmy Hendrix y los Beatles, me dedicaba a imaginar el mundo del futuro y me parecía que indefectiblemente el distante siglo XXI sería una especie de Shangri-Lá. Allí confluirían una mezcla entre revolución y hipismo, una mixtura sincrética entre anarquismo y ordenada voluntad de transformación, fe y actitud herética se conjugarían en un equilibrio realista e imposible.

Discernía en aquella época, con auxilio de lecturas asistemáticas de Sartre y Marcuse, alentado por las esperanzas utópicas y también por las primeras libaciones alcohólicas, que el remoto año 2000 constituiría un punto de inflexión en la historia. Me aterrorizaba pensar que en aquel hipotético futuro me empinaría bastantes años por sobre la cuarentena, una edad poco fiable, próxima a los avatares de la felicidad senil y su estado de complacencia permanente. Por esa fecha ya me habría transmutado en un conservador de tomo y lomo, digno sólo de ser defenestrado por las nuevas generaciones. En aquellos sueños veíamos flores, armonía, solidaridad, arte, cultura, conocimiento por doquiera. Por sobre todo encontrábamos libertad, libertad de pensar, reír, imaginar, hacer el amor, beber, escribir. El capítulo más oscuro de nuestra historia –la dictadura militar- habría de hacerse cargo de estos sueños en los años siguientes.

Nos quedamos encerrados en la Naranja Mecánica, con los ojos desorbitadamente abiertos, sostenidos por garras metálicas que nos obligaban a ver una y otra vez las hogueras de libros en las cuales se pretendía incinerar el pensamiento y los anhelos de varias generaciones. Y muy pronto fuimos obligados a presenciar una larguísima lista de atrocidades sin nombre.
No obstante, somos herederos de esos sueños obstinados: acercar la literatura a todos ustedes, a los que están aquí y a los que no están, esto es, a nosotros, a todos nosotros que al fin y al cabo constituimos un pueblo. Somos seguidores de Sísifo, pero no tenemos la sensación de estar cumpliendo un castigo. El placer reside en el desafío de arrastrar una y otra vez la piedra hasta la cumbre, en buscar nuevos puentes entre el lector y el autor, en inventar nuevas formas de relación más directas y atractivas.

Mucha agua ha pasado bajo el puente. No creemos en utopías a salto de mata. Construir una mejor sociedad es un acto que excede la simple voluntad y los meros deseos. La historia enseña que la materialización de ese anhelo entraña una complejidad enorme. Pero podemos exigirnos nosotros mismos un comportamiento activo de personas imaginativas, capaces de soñar futuros posibles donde se concilien libertad y cultura, solidaridad y desarrollo, equidad y competencia, progreso y reflexión. Hay algo que cada uno de nosotros puede hacer, aunque poco quede de aquellos adolescentes alucinados que temían perder la rebeldía.

Creo que a pesar de las canas, de las marcas de sabiduría que nos surcan la piel, de esos kilos de más que llevamos cuestas, no nos hemos transformado en esos férreos guardianes del orden y del status quo que poblaron nuestras pesadillas adolescentes. Todavía aquellos sueños de libertad están vigentes, se erigen sobre la uniformidad gris, sobre la inercia de una mole social que privilegia el economicismo y se impone con una vitalidad tan contundente como ciega, exenta de visiones oníricas, ajena al ejercicio de la imaginación artística, afincada en el más acendrado, ambicioso y destructivo pragmatismo.

Hace siete años, en agosto de 1999, tuve el honor de representar a Chile en el IV Foro por el Fomento del Libro y la Lectura organizado por la Fundación Mempo Giardinelli. Y aquí estoy nuevamente, integrando una amplia delegación de escritores chilenos, probablemente la más numerosa y heterogénea que haya viajado hasta Argentina en varias décadas. Es una especie de milagro que resulta del hermanamiento realizado el año 2002 entre la Fundación Mempo Giardinelli y la Corporación Letras de Chile. EL IV Foro en Resistencia fue una experiencia maravillosa y decisiva para mí en muchos aspectos.

Lejos de las urbes postmodernas plenas de luces, plásticos y arquitecturas desafiantes, cercana a la imagen lárica de los pueblos perdidos en el sur del mundo, donde el tiempo transcurre con lentitud y da espacio para todo, Resistencia es una ciudad subyugante, cálida, austera y espaciosa que se permite acoger anualmente este milagro sobrecogedor. Un milagro que consiste en congregar por espacio de tres días a centenares de personas unidas en torno a la literatura.

En el Chaco ocurren milagros. Aquí existe un equipo de fútbol llamado Chaco Forever, que perfectamente podría ser el lema de este Foro. Aquí los visitantes extranjeros nos iluminamos con la luz azul que desprenden las flores de esos árboles increíbles cuyo nombre lánguido aprendimos a deslizar por entre los labios como un susurro, lapachos: palabra sagrada de este mundo chaqueño. En Resistencia las patas de buey son flores, igual que los chivatos. Aquí, hay que decirlo, muchos escritores hemos alcanzado el sueño de estar frente a centenares de personas dispuestas a escuchar la palabra con devoción, con inteligencia, a veces incluso con delirio, es sin duda un hecho extraordinario.

Luchar contra la ignorancia y la incultura, promover la lectura, dar a conocer lo mejor de la literatura latinoamericana, incentivar la creación y la imaginación, todas estas tareas constituyen una utopía posible. Cito a Mempo Giardinelli: “Como trabajo cultural por antonomasia, el de la lectura es un acto de resistencia. Yo me enorgullezco de que esta resistencia se lleve a cabo en esta ciudad. Como para hacerle, además, honor a su nombre”.
Mempo Giardinelli ha dicho más de una vez que la idea del Foro proviene de un Encuentro realizado en Santiago de Chile en noviembre de 1995, en el cual tuvo la gentileza de acompañarnos. Pues bien, ahora que reconocer que la idea de crear Letras de Chile se alentó decisivamente en las primeras versiones del Foro, y eso viene a demostrar que nuestros quehaceres están coordinados desde antes del hermanamiento, por sobre esta cordillera que nos une.

A mis compañeras escritoras chilenas, a los compañeros poetas y narradores chilenos me atrevo a pedirles aquí en Resistencia, al borde de la partida, que renovemos el mismo empeño que nos trajo hasta acá, que lo incrementemos y lo hagamos gigante. Y se los pido también a todos ustedes, junto con darles las gracias a los anfitriones por esta acogida maravillosa que nos han dado, impregnada de aquella solidaridad y generosidad que recogen lo mejor del espíritu humano y lo conducen a su expresión más alta.


Diego Muñoz Valenzuela

24 agosto, 2006

XI Foro Internacional por el Fomento del Libro, Chaco, Argentina, Agosto 2006



La delegación de escritores chilenos en el XI Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura en Resistencia (Chaco Argentino), de izquierda a derecha: Cristián Cottet (poeta), Miguel de Loyola (narrador y crítico), Lilian Elphick (narradora), Virginia Vidal (narradora y periodista), Jaime Valdivieso (poeta y narrador), Diego Muñoz Valenzuela (narrador), Fernando Jerez (narrador), José Osorio (poeta), Alejandra Basualto (poeta y narradora), Pía Barros (narradora), Max Valdés (narrador).

El cuento y la promoción de la lectura

Ponencia presentada en el XI Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura, Resistencia, Argentina, Agosto 2006

Diego Muñoz Valenzuela


El cuento una magia que se escapa

Después de publicar cuatro libros de cuentos y escribir otros dos inéditos y a la caza de editor, el mecanismo de su escritura sigue –por fortuna- pareciéndome enigmático. Esta es la razón que me lleva a efectuar periódicamente un acto que a primera vista podría calificarse de descabellado. A los alumnos de mis talleres en la primera sesión les advierto que no pretendo enseñarles nada, que quiero aprender de ellos algo que me ayude a descifrar su estructura inaprensible, resistente a cualquier tipo de canon. Así no sólo logro dimensionar las expectativas de los talleristas, sino que también logramos (recalco el plural) tomar el asunto como un juego, una búsqueda conjunta, por cierto más entretenida, dinámica y democrática.

El cuento tiene esa clase de magia que escapa a las axiomáticas y las recetas. No hay postulado que valga: todos se derrumban a poco andar con algún ejemplo. Así se confirma la vigencia del género y su poder potencial para cautivar a nuevos lectores y en particular a los adolescentes. La extensión del cuento es propicia para un joven que debe escoger entre una variada gama de entretenciones que suelen tener a salto de mata o hasta más cerca: televisión abierta, vídeos, televisión por cable, internet, juegos electrónicos, música envasada, recitales, atractivas revistas, baile, romance, sexo, en fin. La lista es larga y la pretensión es alta: lograr un espacio importante para la lectura literaria en un adolescente sometido a toda clase de estímulos.

No vamos a entrar aquí en disquisiciones acerca de la conveniencia de que los jóvenes lean narrativa o poesía: partimos desde tal convencimiento. El asunto es cómo lograrlo. Incluso la pregunta podría hacerse en términos muy pesimistas: cuestionarse acaso puede lograrse tal meta en las condiciones actuales más allá de algunas excepciones que confirmen la regla.

La jungla de cemento

En las grandes urbes la vida puede caracterizarse como un acelerado tráfago de afanes que absorben como vampiros la energía física y espiritual de las personas. El mero traslado a los lugares de trabajo o estudio es la barrera primaria que todos deben cruzar para comenzar un nuevo día. Hay que levantarse con los albores para ganar espacio en el atestado transporte público, después de un descanso posiblemente exiguo, recortado por el traslado de retorno al hogar y sus correspondientes afanes. El espacio para confraternizar es mínimo y la tentación de abandonarse a una rutina de aislamiento constituye un peligro perenne. Los jóvenes no escapan a esta lógica, participan de ella igual que los adultos, aunque tengan menos obligaciones. Siempre es posible estar muy ocupado sin producir nada útil. Más bien la pereza se constituiría en la oportunidad para ofrecerle a un adolescente la posibilidad de pasar un buen rato mediante la lectura. El problema real es que los jóvenes suelen estar muy ocupados en cualquier cosa. Y si el objeto de su concentración son la escuela y sus deberes (en mi país a veces francamente abrumadores), sólo queda invocar a George Bernard Shaw cuando afirma: “Mi educación fue muy buena hasta que el colegio me la interrumpió”.

Por cierto que existe una minoría de privilegiados que se mueve fuera de esta zona de celeridad y autismo, pero creo que el anterior esbozo es válido para este análisis. Es en este mundo alterado por los deberes, las exigencias y los continuos desafíos donde debemos insertarnos para cavilar sobre el fomento a la lectura. Tal es el campo de batalla, el escenario que debemos afrontar. Allí es donde debemos buscar tanto aliados como oportunidades. También allí aguardan por nosotros las amenazas, las falsas esperanzas y por qué negarlo, trampas mortales como el facilismo, la sub-literatura. Ocupémonos ahora de las oportunidades para ser positivos. El Chaco es demasiado hermoso para convertirlo en escenografía para un análisis amargo.

El cuento, un arma cargada de futuro

Un buen cuento jamás es lo que aparenta a primera vista. Es oscuro y misterioso, no devela fácilmente sus verdaderas intenciones. Otras voces, otras historias, otros temas anidan bajo la superficie, se deslizan entre medio de las palabras, se insertan en medio de la acción aparentemente regulada por el ritmo de una historia más o menos lineal. El cuentista efectivo actúa como mediador de un mundo más complejo, para cuya descripción el lenguaje no es suficiente como medio de soporte, sino que debe erigirse en el resorte de una sugerencia, una evocación oblicua de algo que queda a medio expresar y por cierto, después de la lectura, a medio comprender en la conciencia de los lectores.

Así las cosas un buen cuento requiere un lector atento, activo, dinámico. No puede ser un lector vaca que va a ir mansamente donde lo llevemos, parafraseando a Julio Cortázar. En el cuento reside un universo completo, atractivo, pleno de sorpresas. Hay que descubrirlo a los ojos de los jóvenes.

La extensión breve se adapta perfectamente a la circunstancia de la vida acelerada. Es decir, nuestra arma tiene la dimensión y el peso perfectos. La extensión es propicia para una lectura en Internet, más aún si nos deslizamos hacia el territorio del cuento breve, las minificciones o el microcuento. Si –como hemos afirmado- hay poco tiempo disponible para la lectura, tenemos que competir con las otras alternativas potenciando variables diferenciadoras como la brevedad, la intensidad y la riqueza de significado.

En Letras de Chile hemos experimentado activamente desde el año 2005 en torno al potencial del microcuento como incentivo a la lectura y la creación literaria. En nuestra página web una de las secciones que ha acaparado el interés de los jóvenes es precisamente aquella consagrada al género de las minificciones. Y dentro de las sesiones de lectura y encuentro directo de escritores con público las más concurridas siempre han sido aquellas consagradas al microcuento. Incluso ha sido posible realizar pequeños talleres multitudinarios de minicuento donde el público ha podido escribir y enseñar sus creaciones personales. Hay antecedentes que sumar, por ejemplo el interés creciente de un público lector para este tipo de narraciones, que se ha visto reflejado por el interés de editoriales chilenas en el género. Un concurso auspiciado por el tren subterráneo de Santiago recibe anualmente miles de microcuentos; los ganadores reciben una suma generosa y se publican en las vitrinas del Metro, donde cada día los leen millares de pasajeros.

Menos es más, podríamos decir. El Pulgarcito de la literatura podría convertirse en un portal de entrada al mundo de la lectura.

Contando el cuento o andar con cuentos

Después de realizar tres antologías del cuento chileno con mi amigo el escritor Ramón Díaz Eterovic, dos de ellas generacionales y otra que abarcan cuatro promociones de narradores, estoy convencido acerca de las virtudes del relato contemporáneo de mi país para entusiasmar a los jóvenes lectores. La lectura de otras antologías consagradas al cuento latinoamericano actual me llevan a idéntica conclusión.

En las periódicas jornadas de lectura que organizamos (varias de las cuales han desembocado en antologías o muestras de narrativa actual), los jóvenes suelen concurrir masivamente y acercarse para declarar su interés en los autores participantes. Estos jóvenes suelen criticar a los programas educacionales o a sus profesores que no han sabido orientarlos en sus búsquedas de un material literario renovado, que toque variables relevantes del mundo en que viven, con un lenguaje que provoque su atención.

Aquí encontramos una raíz que nos conduce a las causas del problema tantas veces diagnosticado. El estado chileno reconoce dificultades en el interés por la lectura, esto desde gerentes y directivos hasta los estudiantes de escuela básica, pasando por profesionales, estudiantes, trabajadores, dueñas de casa. Más aún, entre quienes sí leen, se advierte una precaria comprensión de los textos. Programas de lectura desactualizados, abrumadora lejanía entre escritores y estudiantes, carencia de librerías y canales de distribución, prensa poco interesada en el quehacer literario, ausencia de planes permanentes de incentivo a la lectura .

Por el momento –a la espera de una reacción gubernamental sistémica, dirigida por una estrategia bien digerida y diseñada- hay que confiar en iniciativas privadas como la de Letras de Chile y otras organizaciones que saben aprovechar el tremendo potencial del cuento para acercar a cualquier persona a la lectura, no sólo a los jóvenes. La lección de la experiencia indica que hay que echarse a caminar y confiar en la maravillosa magia del cuento. En otras palabras, es una buena cosa andar con cuentos y contarlos bien.

30 julio, 2006

Breve crónica de un enorme encuentro

La microficción toma por asalto a Buenos Aires

Recientemente, entre el 21 y el 23 de Junio de 2006, tuve la fortuna de asistir al Primer Encuentro Nacional de Microficción en Buenos Aires, cuyos organizadores fueron los escritores Luisa Valenzuela, Raúl Brasca y la profesora Sandra Bianchi. El evento se realizó en el local del Centro Cultural de España en Buenos Aires (CCEBA), a pasos de la avenida Santa Fe y tentadoramente cerca de aquella maravillosa y envidiable librería llamada Ateneo. El Encuentro contó con el auspicio del Fondo Nacional de las Artes (FNA) y la Sociedad de Escritoras y Escritores de Argentina (SEA), y el apoyo de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura de España.

Este encuentro –exitoso en todos los frentes- rebasó con mucho la condición de nacional, no sólo por la asistencia de microcuentistas de todas las regiones de Argentina, incluidas las más extremas, sino que debido a la presencia de escritores, editores y académicos de otras latitudes. Estas características hicieron especialmente interesante al evento, tanto en contenido como en diversidad. En sus tres días se sucedieron mesas redondas y lecturas que recorrieron los múltiples recodos de la microficción, algunos de ellos bastante intrincados por cierto.

El impacto del Pulgarcito de la Literatura

Un creciente interés por los diversos tipos de minificción se propaga en el mundo hispanoamericano (y por cierto más allá también). El microrrelato va acumulando las miradas de los estudiosos en la misma medida que va cautivando la pluma de los escritores. Incluso han surgido editoriales especializadas en este nuevo género literario. En las universidades se advierte la posibilidad única de asistir a la gestación de un género nuevo, cuyas reglas aún están siendo establecidas sobre la base heterogénea de la actividad creativa en curso.

El microrrelato se resiste a las definiciones rigurosas y toma diversas formas que generan dolores de cabeza para los estudiosos. La búsqueda de sus orígenes geográficos, estéticos y temporales tampoco es tarea sencilla, requiere una investigación paciente y prolija.

Una serie de congresos da testimonio de este interés que crece como bola de nieve. EL primero de estos Encuentros Internacionales de Minificción se efectuó en México en 1998 por iniciativa de Lauro Zavala (profesor investigador titular en la Universidad Autónoma Metropolitana de México), uno de los principales estudiosos y antólogos del género, que estuvo presente en el reciente encuentro de Buenos Aires.

El segundo congreso de la serie ocurrió el año 2003 en Salamanca por iniciativa de Francisca Noguerol (profesora titular de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Salamanca)–también activa participante en Buenos Aires- y resultó en un hermoso y consistente volumen llamado Escritos disconformes: nuevos modelos de lectura.

El tercero de la serie de estos encuentros internacionales correspondió a Chile, con la Universidad de Playa Ancha al frente y el profesor chileno Eddie Morales en la coordinación el año 2004 en Valparaíso. También de este evento emanaron actas de sus discusiones y ponencias.

Mención especial merece el Presidente Honorario del encuentro, el profesor emérito de la Universidad de Tucumán, David Lagmanovich, argentino de nacimiento, pero patrimonio de toda Hispanoamérica. Ha sido el primer investigador destacado del microrrelato, maestro de maestros, de fecunda obra académica a la que añade su propia producción en el género.

Presencia heterogénea

A los ya nombrados investigadores Lauro Zavala de México y Francisca Noguerol de España, se añaden Francisco Valls de la Universidad Autónoma de Barcelona, quien además dirige la revista literaria Quimera y la colección de microficción Reloj de arena de la editorial Menoscuarto; y José Díaz, fundador de Thule Editores (Barcelona), un sello dedicado exclusivamente a este género. José Díaz es un gran promotor de la mafia invisible del microrrelato, como él mismo la ha denominado humorísticamente en su ponencia del Encuentro.

En cuanto a los autores extranjeros participantes estaban José María Merino (español, un activo cultor del género), Gabriel Jiménez Emán (venezolano, autor de varios libros de minificciones); Marcial Fernández (minificcionista y editor de Ficticia, otro sello que hada espacio al género). Chile estaba presente a través de Virginia Vidal y el autor de estas líneas.

Los anfitriones tienen una fuerte tradición en el microrrelato y exhiben una vasta galaxia de autores que se hizo presente en el encuentro, aportando diversidad desde todos los rincones de Argentina. Luisa Valenzuela, narradora de extensa e importante obra, cuenta con un amplio reconocimiento manifestado en traducciones, estudios y galardones (BREVS publicado en 2004 reúne su obra en este género, caracterizada por un inquietante despliegue de imaginación, juego con el lenguaje y agudeza intelectual). Luisa integraba el comité organizador junto con Raúl Brasca, un reconocido cultor del género. Brasca ha editado –además de varios interesantísimos libros propios de microficciones- una respetable cantidad de antologías. Ana María Shua –que participó activamente en el evento- completa la trilogía de autores que han cultivado el microrrelato en forma más sostenida y exitosa en Argentina con resonancia en el mundo hispanoamericano.

Entre los autores argentinos –un rico mare mágnum de creaciones desafiantes y atractivas- habría que resaltar a muchos, pero estas breves líneas alcanzan para poco. Un banquete escuchar la lectura de Luisa Valenzuela, Ana María Shua y Raúl Brasca. Orlando Romano aportó su visión profunda y poética; Fabián Vique una lengua certera, mortífera e imaginativa; Eduardo Berti una acidez crítica de gran fuerza; Valeria Nassr una ironía colindante con lo siniestro. María Cristina Ramos nos regaló historias con dulzura; Juan Romagnoli reflexiones y fabulación. La lista podría ser casi interminable.

Algunas ideas a modo de conclusión

En mi modesta interpretación, las microficciones prosiguen resistiéndose a los intentos por someterlas a una taxonomía. Sin embargo no se niegan a ser objeto de estudio, menos aún de publicación.

Y surgen algunas convicciones consensuales acerca de las características del género, más allá de la obvia brevedad (peligrosa si consideramos la advertencia de Borges: “hay que tener cuidado con la verborrea de la brevedad”).

Una de estas características –con relación a la gestación de la microficción- es su condición de vivípara: nace viva, casi no hay incubación (el cuento sería ovíparo, la novela marsupial; no recuerdo quién propuso este esquema).

Otro aspecto es la narratividad: condición de contar una historia en forma sintética, lo cual requiere acción y personajes. Y esto entra en conflicto abierto con la brevedad. Asunto aparte es que las micro historias puedan generar macroponencias: esta es una maravillosa capacidad multiplicatoria.

La hibridez viene a ser otro asunto interesante: a medio camino entre el cuento y la poesía, sus orígenes se remontan tanto a Vicente Huidobro como a Ramón Gómez de la Serna, César Vallejo y Rubén Darío, Borges y Cortázar, Arreola y García Lorca, por nombrar sólo algunos.

Debe resaltarse el conteo del título como parte de la obra. El título puede ser fundamental. Hay microcuentos que no funciona sin el título (incluso algunos que irónicamente son más largos que el desarrollo).

Para que el género prospere no sólo hacen falta editores (que los hay: en España por ejemplo Páginas de Espuma, Thule, Menoscuarto; en México Ficticia, en Chile Mosquito). El género también requiere de críticos competentes, que entiendan sus características específicas y que sean sensibles a este tipo de literatura.

Hay que relevar también un hecho: la microficción es un buen camino de entrada a la literatura; esto reportan los profesores. O sea microficción y fomento de la lectura: un mundo abierto, por descubrir.

También advertimos un peligro: cualquiera puede ser lector. ¿Será una amenaza o una oportunidad? Cualquiera podría ser escritor. ¿Valdrán las mismas preguntas?

En suma, este encuentro en Buenos Aires, bien concebido y bien organizado hasta en sus más mínimos detalles, fue una estupenda ocasión para confraternizar, conocernos más y estrechar lazos, un estímulo formidable para persistir en esta obsesión literaria por la concisión. Una gran comunidad creada en torno al Pulgarcito de la literatura hispanoamericana.

06 junio, 2006

ANTOLOGÍA DE CUENTOS CHILENOS EN ESPAÑA


La editorial Siruela ha publicado la antología Cuentos chilenos con la participación de los siguientes escritores chilenos: Ana María del Río, Poli Délano, Sonia González, Diego Muñoz Valenzuela, Virginia Vidal, Fernando Jerez, Pía Barros y Francisco Rivas. El volumen ha sido preparado por el escritor y crítico italiano Danilo Manera y la editorial Feltrinelli ya ha anunciado su publicación en ese país. El contrato a nombre de los ocho escritores fue realizado por Letras de Chile, y es otro paso más en nuestra búsqueda por expandir las fronteras de la literatura chilena.

Presentación del volumen en el catálogo Siruela: "Una mujer que borda en punto de cruz sobre un tapiz los amores y los odios de su pueblo, dos amigos boxeadores que compiten en el ring y en la vida, unas mujeres que moldean en barro a sus hombres desaparecidos, una mujer que atraviesa un desierto para llevarle a un recluso una sandía, un hombre que persigue un raro espécimen de mariposa por puro afán de perseguir algo, son algunas de las historias con las que pretendemos dibujar otro pequeño pero original mapa literario de este país.

Ana María del Río, Poli Délano, Sonia González, Diego Muñoz Valenzuela, Virginia Vidal, Fernando Jerez, Pía Barros y Francisco Rivas son los autores que integran esta antología preparada por Danilo Manera. Víctimas de la represión tras el golpe militar de 1973, tuvieron que escribir con un lenguaje a menudo sesgado y alusivo, y publicar en revistas de corta vida. Quizá por ello, aunque son muy reconocidos en Chile, casi ninguno había sido publicado hasta ahora en España ni en el resto de Europa.

Danilo Manera (Alba, 1957), escritor y crítico italiano, es profesor de Literatura española en la Universidad de Milán. Ha preparado ediciones italianas de numerosos autores españoles, entre otros de Rafael Sánchez Ferlosio, Álvaro Cunqueiro, Enrique Vila-Matas, Manuel Rivas, Ramón Gómez de la Serna o Emilia Pardo Bazán, así como antologías de cuentos cubanos, canarios, vascos, gallegos, colombianos, haitianos y chilenos. Con Siruela ha publicado Cuentos dominicanos (una antología) en 2002".

04 junio, 2006

Un cuestionario caprichoso

La corporación Letras de Chile (www.letrasdechile.cl) está difundiendo un cuestionario con la solicitud de que sea respondido por los escritores con el propósito de reunir el parecer de los escritores sobre temas caprichosamente planteados por un grupo de personas. Aquí están las respuestas de Diego Muñoz Valenzuela.

1. ¿Por qué escribe usted?

Forma parte de mi existencia, de mi forma de vivir. No puedo evitarlo. Crecí entre escritores (mis padres, sus amigos) y artistas. En consecuencia nunca me pareció un quehacer especial. Después de mucho tiempo comprendí que no era una actividad habitual, sino una manera de vivir, un oficio. Mucho antes de aprender a escribir garabateaba signos en un cuaderno de croquis; después leía esa escritura ideográfica asumiendo la forma de poemas inundados de onomatopeyas (así como al estilo de Maiakovski). Fui colaborador permanente del diario mural en mi escuela básica; allí entregué semanalmente mis primeros cuentos y crónicas. En el liceo gané algunos premios sin darle importancia.

Por fin, para llevarme la contra, estudié ingeniería y a las pocas semanas me encontré a mí mismo escribiendo un cuento fantástico, sentado de la última fila de un curso de cálculo diferencial con doscientos alumnos. En ese instante tomé conciencia de la vocación, pero siempre escribí, desde el principio.

2. ¿Para qué sirve la lectura?

Es un misterio enorme. Creo que lo fundamental es algo que se relaciona con el alma, el espíritu, la mente, la conciencia, como sea que se llame aquello que hace de nosotros personas y no cosas. Si sólo hiciéramos actividades estrictamente “útiles” (en el sentido más productivo y material de esta palabra; dándole la carga más neoliberal que resista) seríamos explicables, fácilmente reductibles a modelos sociológicos, como las colonias de hormigas, las manadas o los cardúmenes.
A mí la lectura me sirve para seguir viviendo; no podría lograrlo de otra forma. Es mi principal estrategia para ser feliz. Soy feliz, pleno, cuando leo y muy intensamente cuando escribo; la recompensa está asociada al acto mismo de escribir, no a sus eventuales efectos. Leer y escribir me producen un goce que nada tiene de hedonismo. Es una actividad, un trabajo que me hace feliz.

Si sirve para algo la lectura es para soñar, imaginar, pensar. Se relaciona con lo más decantado de la naturaleza humana, como otras manifestaciones del arte y de la ciencia. La creación está en el centro. No puede haber justificación mayor para la existencia que la creación de algo donde reside la semilla de la novedad.

3. ¿Con qué libro despertaría el amor de un adolescente a la lectura?

Con una variedad de libros capaces de tocarlos, con temáticas que se relacionen con su vida actual, con la coyuntura que los preocupe. Por ejemplo con microcuentos: cuentos muy cortos, cargados de imaginación y de lenguaje, historias ínfimas que los hagan soñar. Relatos rápidos, fugaces y profundos que se adecuan a su naturaleza de adolescentes en pleno cambio, insertos en un mundo de enorme dinamismo. O historias mágicas, literatura fantástica, por ejemplo EL HOMBRE ILUSTRADO o las CRONICAS MARCIANAS de Ray Bradbury; los inmejorables y escalofriantes cuentos de terror de H. P. Lovecraft; la antología de ciencia ficción chilena AÑOS LUZ que acaba de publicar Marcelo Novoa.

Sin duda cualquier adolescente debiera disfrutar la lectura de una novela maravillosa sobre esa edad como EL CAZADOR OCULTO de Salinger, y los cuentos de Charles Bukowski con el sabor de lo prohibido.

4. ¿Qué escena memorable de la literatura chilena recuerda usted?

Varias, más de una. Fernando Jerez mencionó una escena admirable: el momento en que el arriero Rubén Olmos afronta la fatalidad del destino en el bellísimo cuento LUCERO del rancagüino Óscar Castro. Agrego otras escenas memorables a la lista de honor. El final dramático del cuento EL PADRE de Olegario Lazo Baeza, enfrentado al desprecio de su hijo militar que se avergüenza de su condición de campesino pobre. El patético descenso a los infiernos de MÍSTER JARA, personaje del dominio de Gonzalo Drago, triste imitador de sus amos gringos en el mineral. El triunfo de la solidaridad humana en EL VASO DE LECHE de Manuel Rojas.

5. ¿Qué libro le regalaría a todos los estudiantes chilenos?

Para ser generoso, les regalaría una biblioteca selecta que despierte su amor eterno por la literatura. Algunos volúmenes sugeridos:

Una selección de poemas de Pablo Neruda, donde no pueden faltar algunos poemas: Walking Around, Tango del viudo, Poema XV, Poema XX, Explico algunas cosas.

Una buena selección de poetas chilenos que se les clave en el alma: Enrique Lihn, Jorge Teillier, Gonzalo Millán, Raúl Zurita, Pezoa Véliz, Óscar Hahn, Rolando Cárdenas, Gonzalo Rojas, Nicanor Parra, Manuel Silva Acevedo, Alberto Rubio, Rodrigo Lira, Juan Luis Martínez y más, porque es verdad es que tenemos grandes poetas en este pequeño país con vista al mar…

LA TIA JULIA Y EL ESCRIBIDOR de Mario Vargas Llosa para que aprendan que la buena literatura y la risa pueden caminar juntas. Cualquier libro de cuentos de Julio Cortázar (por ejemplo HISTORIAS DE CRONOPIOS Y FAMAS) y Jorge Luis Borges (por ejemplo EL ALEPH). El LLANO EN LLAMAS de Juan Rulfo para que toquen el cielo de la literatura.
Por último les regalaría CUENTOS EN DICTADURA, selección de relatos de autores chilenos escritos y publicados durante el régimen militar, para que vean las diversas dimensiones humanas de la tragedia que el país vivió, y exorcizar esos demonios para que jamás regresen.

6. Si fuera presidente de la república ¿qué medida tomaría a favor de las letras?

Propondría un “paquete de medidas” como tanto les gusta decir a los periodistas y los políticos:
  1. Otorgaría el Premio Nacional de Literatura en forma anual y por género: Novela, Cuento, Poesía, Ensayo.
  2. Le pediría a un grupo de escritores potentes que imaginaran la forma de motivar a los jóvenes a leer, y haría lo que ellos propongan.
  3. Enviaría escuadrones de escritores por todos los rincones del país a enseñarle a los alumnos de las escuelas por qué debe amarse la literatura tanto como a la vida. Nadie ama la lectura y la literatura como los escritores. Además es bueno darles trabajo a los escritores, pagarles por ello, porque es un oficio como cualquier otro.
  4. Cobraría muy barato para enviar libros por la empresa de Correos de Chile (desayúnense: hoy día es más caro enviar un libro como tal que enviar una carta de igual peso)
  5. Crearía un subsidio a la exportación de literatura chilena a través del fomento a las traducciones a lenguas extranjeras de obras que sean publicadas por editoriales de ultramar.
  6. Aumentaría las becas para escritores en cantidad y monto, para que puedan dedicarse efectivamente a escribir.
  7. Apoyaría las buenas iniciativas de difusión literaria en revistas, páginas web y otros medios, porque forman parte de la libertad de expresión que un estado moderno debe garantizar.
  8. Revisaría los programas de lectura de escuelas y liceos para limpiarlos de lugares comunes, de antiguallas y vestigios de censura.

7. ¿Qué poema interpreta sus sentimientos?

Me rebelo contra la intención exclusivista y unidimensional de la pregunta. Las posibles respuestas son infinitas, como la biblioteca de Borges. Cada día tiene una respuesta posible. Pero hay algunos que se me vienen a la memoria con ímpetu ahora que los estudiantes toman el centro de la atención con su estupendo movimiento: “Aullido” de Ginsberg. “La ciudad” de Gonzalo Millán.

“Autorretrato” de Nicanor Parra, unos pocos versos: “Observad estas manos / Y estas mejillas blancas de cadáver, / Estos escasos pelos que me quedan / ¡Estas negras arrugas infernales! / Sin embargo yo fui tal como ustedes / Joven, lleno de bellos ideales; Soñé fundiendo el cobre / Y limando las caras del diamante: /Aquí me tienen hoy / Detrás de este mesón inconfortable / Embrutecido por el sonsonete / De las quinientas horas semanales”.

Y un fragmento de Pablo Neruda, del Libro de las Preguntas: “Dónde está el niño que yo fui, / sigue adentro de mí o se fue? / Sabe que no lo quise nunca / y que tampoco me quería? / Por qué anduvimos tanto tiempo / creciendo para separarnos / Por qué no morimos los dos / cuando mi infancia se murió? / Y si el alma se me cayó / por qué me sigue el esqueleto?”.

8. Si usted fuera un torturador literario ¿que autor obligaría a su víctima a leer y releer sin fin?

Supongamos que alguien tuviese méritos para merecer una tortura de esta clase: blanca, suave, sutil, incomparable al horror vivido en la dictadura militar. Pensemos en que fuera algunos de aquellos torturadores reales, uno de esos monstruos incomprensibles. O uno de aquellos que impartían las órdenes de la tortura. Como me cuesta creer que no haya siquiera un vestigio de humanidad en esos seres, en un primer año los haría leer los testimonios de la tortura, las obras de los escritores asesinados y perseguidos. Si no hay emoción, si no surge el arrepentimiento, les daría a elegir entre la Guía Telefónica y las obras completas de Paulo Coelho.

9. Confeccione un menú literario: entrada, plato principal y postre

Entrada: un picoteo de poesía universal: Whitman, Miguel Hernández, Esenin, Maiakovski, García Lorca, Neruda, Prevért, César Vallejo, grandes viejos maravillosos y entrañables.

Plato de fondo: “Las mil y una noches”

Postre: “El club de los parricidas” de Ambrose Bierce



10. ¿Qué libro le ha excitado?


Si la intencionalidad de la pregunta es erótica, hay una respuesta primigenia: LAS MIL Y UNA NOCHES. A la altura de la docena de años llegó a mis manos temblorosas una buena edición –quiero decir una edición no pacata– de Las Mil y una Noches, frente a cuyos encantos caí embelesado, embrujado por la fábula de un mundo donde convivían magos, princesas de formas opulentas, ogros brutales, aves gigantescas y demonios carniceros, héroes indomables y hermosos. Me prosterné tempranamente ante ese libro maravilloso donde la sensualidad emergía a cada paso, en una mezcla extraña de realidad y fantasía, magia y materialidad, lucha por la supervivencia y goce carnal. El erotismo es por esencia inteligencia aplicada al cuerpo, y no simple carnalidad desatada; el erotismo sobre todo reside en la imaginación, en la búsqueda de lo nuevo, en la sorpresa más que en el rito. Eso me enseñó ese libro, antes de tiempo en opinión de mis padres que lo requisaron sin explicaciones, obligándome a desarrollar mi primera rebelión y a adoptar mi primer clandestinaje. Mis primeros sueños sexuales fueron con Scherazade, a quien imaginaba como una morena de ojos almendrados, senos despampanantes de aguzados pezones, labios eternamente húmedos, piernas largas y bien formadas, piel suave y tibia, y vulva ansiosa de recibirme a mí y a mis propias historias.

11. A su juicio ¿cuál es la mejor obra literaria adaptada por el cine?

Creo que “Blade Runner” de Ridley Scott va más allá de lo que P. K. Dick puso en su célebre libro –un clásico de la ciencia ficción moderna- “Sueñan las ovejas eléctricas con androides”. Es una película de una estética maravillosa en la fotografía, la actuación, la escenografía; impecable, sugerente, difícil de superar.

12. ¿Qué pregunta agregaría a esta lista?


Una pregunta para el desocupado lector de esta entrevista: ¿Qué leerás mañana?

02 junio, 2006

Literatura y contingencia

Un microcuento: Manifestación

El muchacho es delgado, pálido, ojeroso, casi quebradizo de tan espigado. Si un ventarrón despegara en ese momento se iría al cielo convertido en cometa. En cambio el policía que lo vigila es gigantesco y robusto, rebosa salud a través de sus mejillas coloradas. El muchacho vocifera refugiado a medias tras un lienzo que contiene sus demandas escritas con letra temblorosa. La masa de jóvenes vibra ante el monstruo verde enarbolando cascos, escudos y cachiporras. Viene la carga inevitable, las bombas, las pedradas, las molotov describiendo parábolas de fuego. El policía se abalanza sobre el muchacho, lo derriba, cae sobre él con su corpachón de toro, lo abraza mientras recibe patadas y pisotones. El muchacho se rebela y chilla desesperado. El policía lo moja con sus lágrimas, le besa la frente y continúa protegiéndolo con su corpachón de toro.

15 mayo, 2006

Premio Nacional, al ataque

Una vez más el ambiente de las letras se remece debido a la proximidad de la elección del Premio Nacional de Literatura. Las candidaturas se levantan y comienzan a saltar chispas, se alza la polémica. Así será hasta una semana después de la premiación, cuando sobrevenga el largo espacio silente que se extenderá por otros dos años. Mientras tanto habrá razones para dar un “flavour” farandulesco al ambiente literario chilensis. Y una dosis fuerte de provincianismo.

La competencia despiadada a la que ha llevado el sistema de otorgamiento del Premio, se erige muy por encima del natural imperio de las pretensiones personales que resulta esperable. El reglamento exige la presentación de “candidaturas” con los correspondientes respaldos de instituciones y personas. Así se forman bandos, comandos y tropas de activistas. Toda renuencia es calificada como desviación, ataque o intento de protagonismo. Así puede tildarse a tal o cual de ejercer abominables prejuicios o de tratar de llamar la atención con sus opiniones disidentes. Como si el Premio Nacional –cualquier premio- hubiese sido creado para entregarlo al candidato de la preferencia, en función de los criterios enunciados.

En otras épocas era un jurado ilustrado –compuesto básicamente por escritores y estudiosos de la literatura nacional- quien decidía, con prescindencia de cualquier tipo de candidatura oficial, en función de los méritos de la obra, quienes podían ser merecedores del galardón y después de intensas (y normales) discusiones llegaban a un acuerdo. Este hecho ha sido relegado al olvido, igual que la premiación anual (no cada dos años como ahora).

Con excepción del periodo de la dictadura militar, los Premios Nacionales casi siempre se dieron a escritores con largueza de méritos, que suelen ser más que los premios disponibles. La lista de los premiables no galardonados es tan extensa como aquella donde figuran los laureados. El otorgamiento del Premio cada dos años no hace más que ahondar esta brecha.

Insisto en proclamar –como lo he hecho antes- que en nuestro pequeño país los estímulos para la creación literaria son menguados y cualitativamente pobres, reducidos en lo que se refiere a rango, variedad y alcance. Lo cual no implica reconocer los esfuerzos realizados principalmente por el Consejo del Libro en cuanto a premios, becas y concursos de proyectos. Estamos lejos de ostentar un estado satisfactorio a este respecto, a pesar de la constancia de múltiples logros de autores chilenos fuera del país (que debe considerarse una exportación no tradicional de altísimo valor agregado, puesto que se trata de talento químicamente puro; por ende altamente deseable, aunque no exista ningún incentivo asociado)

Las discusiones que se basan en distinción de géneros (literarios y sexuales), en filiaciones políticas y sociológicas, a favor en contra de alguna de estas categorías, me parecen ociosas y engañosas. El mérito de la obra es el único criterio a discutir en una mesa ilustrada, donde no pueden pesar las cantidades de adherentes ni el peso específico de éstos. Mérito por cierto subjetivo y discutible, ¡qué duda puede caber!, el tiempo (inexorable e implacable) se hace cargo de revelar esta clase de errores y aciertos.

Un país debiera ser algo más que una amorfa suma de individualidades hipertrofiadas. Mientras tanto se ejecutan las campañas de rigor y se yerguen las candidaturas lustres, debiéramos pensar en cómo reconocer tanto talento literario que se manifiesta. Buscar formas nuevas. Alentar a jóvenes y viejos escritores, hombres y mujeres, donde sea que se encuentre. Desterrar el olvido y la soberbia. Estimular el desarrollo de la creatividad y el goce de la lectura. Si un país tiene buenos escritores, se hará cargo de leerlos. Mientras más y mejores escritores tengamos, más ganaremos en lo colectivo.

14 mayo, 2006

Que despierte el leñador

Remembranza de Juvencio Valle


Siempre he sentido que el escritor, y sobre todos los poetas (y no sé muy bien cómo justificar esta intuición), deben vivir en el silencio, en esa zona intermedia entre la luz y la oscuridad, entre la compañía y la soledad, en el interregno donde la lucidez ahuyenta al pragmatismo superficial como si fuese una hiena hambrienta. Y ahora concluyo que quizás esta idea me viene de Juvencio, de esos recuerdos que provienen de las zonas más remotas de la infancia, y que se han afincado tan hondamente en nuestras conciencias que ya resulta difícil volver a descubrir la trayectoria del razonamiento en que se sustentan; imposibles de abandonar porque ya forman parte de nuestra biología humana. Mi sospecha es que Juvencio – en ese entonces el tío Juvencio, el viejo y entrañable amigo de mi padre - se introdujo en mi alma de una manera subrepticia y tenue, de la misma forma en que la poesía penetra al lector sensible, así como sus versos impregnados de follaje, de hierbas, de sueños selváticos, de sabiduría de bosques, cautivaban a quien se entregara a su lectura sin otro afán que ingresar a un mundo donde las únicas monedas aceptables son el lenguaje y la belleza.

Embajador de un mundo paralelo al nuestro, similar pero al mismo tiempo radicalmente opuesto, era Juvencio Valle, así como otros personajes que pueblan la galería de los recuerdos de mi niñez: Pablo Neruda, Rubén Azócar, Homero Arce, Delia del Carril, Gonzalo Drago, Nicasio Tangol, entre otros. Todos ellos embajadores de un reino tan próximo como lejano, tan distante del nuestro como seamos capaces de acercarlo, un mundo donde la utopía se ha hecho realidad. No es un planeta perfecto a la usanza de nuestras creencias occidentales y cristianas, es un territorio donde más bien impera lo dionisíaco, pero donde impera la ley del más sabio, del más alegre, del más humano, del más libre, del más respetuoso, del más sencillo. De ese mundo, Juvencio Valle me parece – hoy que hago esta reflexión – que era el más exacto embajador: lector eximio y voraz, soñador empedernido, terrenal bebedor de los efluvios de la vida, dispuesto en todo instante a que la sonrisa de un niño travieso aflorara a sus labios, labriego de vocación, conversador infinito y fascinante, predicador de las bondades de su tierra lejana de la cual ha sido exiliado en esta labor diplomática incomprensible.

No hay un equivalente a Juvencio Valle en nuestra poesía chilena, es un único roble gigantesco, afianzado en sólidas raíces, y coronado con toda justicia con el Premio Nacional de Literatura en 1966, el que fue precedido de numerosos reconocimientos. Libros como Tratado del Bosque (1932), Nimbo de Piedra (1941), El Hijo del Guardabosque (1951), Del Monte en la Ladera (1960), Estación al Atardecer (1971), por nombras sólo algunos, son obras de un poeta mayor que no requiere de estridencias para imponer su estética, impregnada de un lirismo extraordinario y de un excepcional manejo del lenguaje. En el prólogo a la Antología de Juvencio Valle (1966) elaborada por el escritor Alfonso Calderón, también justamente galardonado con el Premio Nacional de Literatura el año pasado, anota el erudito antologador: “La habilidad de Juvencio Valle consiste en hacer coexistir una nota exótica, procedente de una intemporal mitología, con lo vernáculo, manteniéndose en el nivel de un mesurado romanticismo, avaro de quejas, parvo en las imprecaciones”. Juvencio Valle vendría a ser el precursor poético de los ecologistas, el adalid de la admiración de la defensa de nuestros bosques y hierbas y flores, sin que ostentara más arma que el verso

Las lecturas juveniles que fueron disminuyendo mi indocumentación me hicieron establecer una relación de su poesía campestre con la de Miguel Hernández, el gran poeta español, el que escapaba de las cantinas para recoger hierbas en las afueras de la ciudad, y regresaba a las horas, embriagado de sus aromas, con las manos llenas de manojos que acariciaba como tesoros sublimes. Después descubrí que se habían conocido en la guerra civil, Juvencio me refirió esta costumbre de su hermano Miguel, así como la separación y la pérdida dolorosa, su última aventura juntos. Y hablamos también de Alberti, de León Felipe, de Aleixandre, de Altolaguirre, de García Lorca, en sesiones de vino tinto y de evocaciones que me enseñaron lo que la academia no es capaz de transmitir.

En la época del gran dolor y la gran oscuridad, cuando el terror y la muerte gobernaban con implacables charreteras, el silencioso poeta de la selva del Sur abandonó los límites de su casa de las hierbas y las flores en Eliecer Parada (un perfecto refugio para las únicas labores que un auténtico escritor añora: la lectura y la escritura), y con más de setenta años a cuestas (por más bien llevados que fueran), y sin más escudo que los miles de libros leídos y los miles de versos escritos, salió a las calles ocupadas, con mi padre, Diego Muñoz, y con otros luchadores altivos a proclamar, con una irracional valentía, desafiando a los sangrientos talaveras, que la dignidad aquí no se había acabado, que aquí estaban los embajadores de ese mundo que soñamos y que habrá de imponerse sobre toda atrocidad. Así, ante la expectación de todo el mundo y el silencio de la censura local, ayunaron en una iglesia junto a las madres y esposas de los que habían desaparecido por obra del horror fascista. La Parca no se atrevió a tomar sus vidas: los amenazó con tormentos, los vigiló, escuchó sus conversaciones, cortó los cables de energía de sus micrófonos, pero nada, no pudo doblegar a esos tiernos y firmes hombres hechos de pellín y de alerce, fraguados bajo la interminable lluvia del Sur, con los ojos llenos de cielo y océano interminable.

Nacido con el fin del siglo XIX, Juvencio Valle nos abandonó en las postrimerías de del siglo XX. Concluyo que de alguna manera imposible de revelar para nosotros, porque de existir lo divino ha de estarnos vedado y de ser inextricable para la inteligencia humana, habrá al fin regresado a ese mundo de donde proviene, y se habrá reunido con sus hermanos. Allí hablarán de lluvia, de libros, de sueños, de derrotas, y se reirán del éxito falso y de la precariedad del pragmatismo y del poder. Confío también, Juvencio, en que intercedas por nosotros para no quedar aquí olvidados, ciegos, solos, mudos en esta tierra, y que vengan nuevos embajadores a prodigarnos vuestra luz, vuestra humildad, vuestra sabiduría. Para la espera, contamos con el refugio del follaje de tus libros, y con esa hermosa frase que solías pronunciar: “Todos los días despierto pensando que estoy empezando a vivir”.

08 abril, 2006

A propósito de buenas películas

Buenas noches y buena suerte

Hace unos pocos días fui a ver esta estupenda película dirigida por George Clooney. Se las recomiendo sin reservas. Filmada en blanco y negro, con magnífica fotografía y actuaciones sobresalientes, exenta de cualquier grandilocuencia, y con una banda musical de excepción. Sin perjuicio de estos y otros méritos sobresalientes, como la calidad del guión, la trama jamás deja de inquietarnos, al modo de un thriller, pero utilizando materiales propios del mundo de la política: los oscuros manejos del poder, el manejo de los medios de comunicación (y por ende de las conciencias) por parte de los grandes consorcios. Un tema de absoluta actualidad. Y un goce para los sentidos: actuaciones magníficas, dirección impecable, imágenes atractivas (el retro del blanco y negro tiene potentes efectos expresivos los cuales vale la pena poner atención).

La historia es simple. Un personaje especial la enhebra: el renovador periodista Ed Murrow, cuya fama proviene de sus reportajes de la Segunda Guerra Mundial. Transmitía directamente en onda corta desde el frente y su voz se convirtió en un icono de verdad, bravura y humanismo. Su potencia renovadora lo llevó a convertirse en un forjador de la televisión en sus propios inicios. Allí destacaron sus esfuerzos por plasmar sus ideales en pro de la libertad de expresión. De ese modo llegó a enfrentarse al temido senador Joseph McCarthy, adalid del fascismo norteamericano, fanático perseguidor de comunistas que ensombreció la posguerra en Estados Unidos.

Murrow trabajó en el programa See it now de la CBS desde 1951 a 1957. Allí se desarrolla la acción, cuando Murrow y su equipo deciden enfrentar la maquinaria montada por MacCarthy para perseguir a los presuntos comunistas y sus colaboradores por doquiera, a costa de lo que fuese: intriga, montajes, ejercicio del terror, presiones de todo tipo. Se requerían agallas para hacer frente a esos nuevos inquisidores, alimentados por la ultraderecha y toda clase de sponsors ligados al poder. Este es el episodio que aborda la película y no cuento más para que vayan a ver Good nigh and good luck, la clásica fórmula de cierre del programa que Murrow hizo famosa.

La película propone un tema candente para la actualidad chilena y por cierto mundial: la forma en que los medios de comunicación, y en especial la televisión, han ido convirtiéndose en algo muy distinto a lo que la teoría de la libertad de expresión establece. Esto por obra y gracia del predominio de los intereses de grandes empresas que son quienes financian la televisión (o cualquier medio) a través de la publicidad. ¿Cómo ignorar los efectos de una noticia que afecte negativamente a una persona o entidad ligada a quienes financian el funcionamiento del canal? Las intrincadas redes donde se teje el poder hacen aún más complicado el cálculo de tales impactos.

¿Cómo estar tranquilos y confiados en el futuro en un país democrático si es que los principales medios de comunicación están en manos de grandes consorcios o bien dependen de éstos para subsistir? La libertad de expresión no puede reducirse simplemente a que nadie sufra represión por decir lo que piensa, como ocurrió durante la dictadura; es imprescindible garantizar, asegurar por todos los medios posibles, el imperio del pluralismo, espacio a las diversas opiniones. De esto habla Ed Murrow en el inquietante discurso que pronuncia hacia el final del excelente film. Verlo y reflexionar sobre sus proyecciones es algo que recomiendo sin reservas.
 
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