Piratas, corsarios y filibusterosSe habla mucho, tal vez demasiado acerca de la piratería del libro, siempre en un tono grandilocuente que exalta la defensa de la propiedad intelectual y los derechos del autor, los mismos que paradójica y raramente son respetados y honrados a carta cabal por algunos de los entes vociferantes.
Desconozco cifras y estadísticas respecto de las dimensiones de la piratería, tampoco es un tema que me resulte especialmente apasionante. Estoy más preocupado –como he expresado antes- por los abismantes guarismos respecto de los increíblemente bajos, misérrimos niveles de lectura que tenemos en Chile. Perdonen la adjetivación excesiva, pero es imprescindible.
Y de entre aquellas exiguas, extravagantes personas que sí leen, contra toda previsión y raciocinio, resulta que sólo una ínfima porción entiende algo del texto; un fenómeno que los técnicos llaman analfabetismo funcional (quizás un eufemismo por idiotez).
Entiendo que los empresarios vinculados a la cadena de producción y venta de los libros cuantifiquen las pérdidas millonarias por la venta callejera pirata; su supervivencia está de por medio. Pero también creo que han sido poco imaginativos para buscar soluciones; no entienden que su negocio ha cambiado. Si su subsistencia depende de que legiones de policías se lancen a las calles a la persecución de los piratas y los filibusteros del libro, creo que van por un camino en lo esencial equivocado (aparte de que detesto los estados policiales, ya sabemos cómo terminan esas anti-utopías).
Al menos se visualiza otra senda alternativa: producir y vender libros baratos; así la piratería fenecerá, ahogada por las inexorables leyes económicas del mercado. ¿Otra opción más? Educar a las personas para que no fomenten la piratería. Como se ve, es cuestión de echarse a pensar (como si no tuviéramos analfabetismo funcional).
Por cierto, es imposible e inaceptable que un escritor acepte la piratería como una opción válida, puesto que se supone que debiéramos vivir a expensas de los derechos de autor, al menos en parte. Pero tampoco me parece que los escritores debamos convertirnos en guardias de seguridad implacables a la caza de los piratas, o en promotores de que tal persecución se convierta en una operación a gran escala, una especie de guerra interna. Así las cosas, hago mi parte –como la mayor parte de los ciudadanos lectores habituales que conozco- no comprando libros piratas, y pidiendo a otras personas que hagan lo mismo.
Por otra parte, es curioso que algunas editoriales, que por cierto blasfeman contra la piratería, demoran y demoran en los pagos de derechos de autor a los escritores de su catálogo. Con frecuencia hay que perseguir a los encargados administrativos de las editoriales para que paguen esos derechos, claro está, de acuerdo a los informes de ventas que ellos mismos generan (inverificables para un simple mortal). Quizás no podamos aplicar el apelativo de pirata a esta conducta, pero convengamos que aplica el de corsarios, más elegantes y distinguidos que los filibusteros que venden en las calles para escapar de la cesantía.
Otras veces, distinguidos corsarios incluyen obras en textos escolares o antologías sin pedir permiso a los autores, como si vender libros para niños o difundir la obra literaria de los escritores chilenos fuese una tarea filantrópica.
Más carne a la parrilla. La piratería no siempre es nefasta. Por ejemplo, cuando ocurrió la censura al Libro negro de la justicia chilena de Alejandra Matus, pudo ser conocido sólo gracias a prácticas ilegales que burlaban la vigilancia policial desatada por una decisión legal incomprensible, vergonzosa.
Los libros resultan ser demasiado caros para muchas personas que deben batallar cotidianamente con la subsistencia (por cierto, este hecho no explica por sí solo el fenómeno de la exigua lectura en Chile, pero lo explica en parte). Los libros son comparativamente caros en Chile; un mismo título en Argentina puede costar la mitad o un tercio del valor que tiene en una librería de nuestro lado de la cordillera. Quizás los libros sufran un mareo de altura y eleven su precio al remontarse sobre los Andes. No estoy seguro de que corresponda responsabilizar únicamente al IVA de este fenómeno (como predica la mayoría de los empresarios).
Pienso que no existiría piratería de libros acaso la brecha entre el precio en librería y el precio de cuneta no fuera tan monstruosa. Esta diferencia insostenible es la raíz del problema; las razones... muchas. Por ejemplo, la necesidad de generar grandes utilidades para satisfacer la demanda de ganancias de los accionistas de los consorcios internacionales del libro. A los accionistas les da lo mismo que se venda queso, teléfonos o libros; sólo exigen una rentabilidad mínima de mercado. También porque es menos complicado vender pocos libros caros que vender muchos libros baratos; no hay que movilizar grandes cantidades de libros, no se necesita demasiado personal, se aprovechan mejor las estanterías, en fin.
Una idea en la que insisto: libros baratos y de buena calidad arrasarán con los piratas y los filibusteros del libro.
Me sentiría protegido si se protegiera a los creadores, si se los cuidara. Estoy más preocupado de esos derechos del autor. Los otros derechos (los monetarios asociados a las ventas) me seguiré entreteniendo en cobrarlos una y otra vez y esperar pacientemente. Me sentiría protegido acaso la lectura fuera algo corriente, cotidiano, normal y no una conducta extraña. Me sentiría protegido si todos nuestros ciudadanos fueran cultos, informados, buenos lectores, más humanos, más autónomos, más críticos y más creativos.
Sin embargo, sospecho que a ciertos corsarios o príncipes –según el cristal con que se les observe- no les interesan sueños como éste; más bien les habrán de aparecer como espantosas pesadillas.