Cuando sus padres le regalaron el tren eléctrico le brillaron los ojitos, apareció una sonrisa más larga en sus labios, daba saltos de felicidad. El tren subía y bajaba unas lomas, atravesaba desvíos, puentes, pequeñas estaciones.
Fue muy grande el precio de este tren; tendrás que cuidarlo mucho. Sólo podrás armarlo en ocasiones especiales. Esto le advirtió el padre.
Entonces ya no vio tan hermoso el ferrocarril en miniatura. Sin embargo, para sus cumpleaños y para navidad ensamblaba las piezas religiosamente, como si fuera un rito. Así hasta que cumplió doce años. El juguete quedó por allí, impecablemente almacenado en su caja con palabras en inglés. Mucho tiempo después, cuando el hijo ya tenía su propia familia y no visitaba más que una o dos veces al año a sus viejos padres (para ocasiones especiales), la anciana encontró el trencito. Estaba como recién salido de la juguetería.
- ¡Viejo, ven!‑ llamó al padre que acudió rengueando‑. Mira el tren del niño, lo encontré recién. Mira, está casi nuevo.
‑ Bueno, yo y tú le enseñamos a cuidarlo. Por eso está como nuevo.
‑ Lo echo de menos a veces, sería bueno que nos visitara más seguido.
Se quedaron silenciosos. La anciana se arrodilló en el piso y se dispuso a montar las líneas férreas. El padre dudó un instante antes de hacer lo mismo.
Ahora el tren está en funciones la mayor parte del tiempo. Los viejos lo echan a caminar y el tren recorre la llanura, los puentes, los pequeños poblados.
‑ ¡Qué suerte que el niño lo haya cuidado tan bien!‑ repite alguno de los dos, de vez en cuando.
Y sueltan algunas risitas de felicidad, brincan de alegría. En ciertas oportunidades alguna lágrima les torna borrosa la visión. ‑Será la edad ‑ dicen ‑qué otra cosa, si somos tan felices.
12 diciembre, 2007
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