El hombre ama la libertad, escribe su nombre en las murallas de su ciudad (como Prévert), en hojas de papel pequeñas que deja caer luego desde sus manos, anda dibujándola en los rostros de quienes se atreven a escucharlo. Cuando su compañera no puede estar con él, lo espera inquieta en medio de la noche; acaricia a su hijo mientras duerme. El despierta a veces y pregunta por papá. Ella contesta ‑trabajando‑ y el niño vuelve a dormirse feliz. Mientras cierra los párpados, a los ojos de la madre asoman lágrimas que no la dejan dormir ni moverse del lado de su hijo. Sólo se tranquiliza cuando en la madrugada siente el juego de cerraduras, goznes, pasos acercándose, olor a transpiración, húmedo beso en la boca que la relaja, cuerpo que abraza con fuerza, dedos que la acarician. Así, muchas veces en el mes. Él le dice simplemente ‑volveré tarde esta noche‑ y ella comienza a sufrir por el temor de perderlo, pero no dice nada, pues eso es lo que más ama en él. Ahora lo espera con los dedos enredados en el cabello de su niño durmiendo, lucha contra el cansancio que la va venciendo, se va entregando a un sueño que se abre como un telón de pronto, donde hay cosas que no entiende, carreras, hombres que gesticulan y cuya voz no se escucha, ella desplazándose como cámara de televisión observando todo, en ese instante ve a su hombre cayendo, sin ruido, ametrallado, ve la camisa perforada de manchas rojas que van creciendo en tanto el hombre no deja de caer. Después está su hijo preguntando por papá, ella tratando de explicar, el niño gritando en la noche, el niño orinándose en la cama, el niño preguntando por papá, el niño con la misma risa del padre muerto, el niño con un volante que dice libertad en las manos, el niño tratando de saber lo que significa esa palabra, el niño tan igual a su padre creciendo y leyendo a Brecht y a Prévert, el niño convirtiéndose en un joven de barba rala que le dice ‑llegaré tarde, mamá‑ Entonces la puerta abriéndose la saca de su sueño, aunque no alcanza a abrir los ojos cuando ya unos labios que conoce la muerden, cuando unos brazos la levantan en vilo y la llevan a la cama de ambos, cuando esas mismas manos salpicadas de tinta o de pintura comienzan a desnudarla, a hacerla morir de felicidad y deseo, a olvidar ese sueño negro que va empequeñeciéndose y alejándose hasta desaparecer, hasta pensar en que todo está por delante, en qué tonta ha sido de pensar en esas cosas.
08 febrero, 2008
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2 comentarios:
Me gustó tu cuento. Sobre todo, esa enumeración en la que el niño crece siguiendo el modelo del padre dentro del sueño de la madre. Un sueño que probablemente se cumplirá, ¿no?
Saludos.
Hola Diego:
Me llamo Juan Yanes e incurro en un blog que se llama “Máquina de coser palabras”. Te he “descubierto” a través del de Lilian Elphick, de LetrasdeChile y de tu blog. Después te he encontrado esparcido en por ahí, en el blog de Fernando Valls, en algunas antologías… Me gusta mucho lo que escribes. Me gusta mucho cómo escribes. He colgado algunos cuentos tuyos en mi blog –ese es el motivo de esta carta- y les he puesto por título “Mínimas ferocidades”… que no sé si te gusta. Podría haber seleccionado cuentos más dulces y haberlos titulado quizá, “Breve alacritud” o algo menos redicho. Éste “Esperándolo”, me parece simplemente una maravilla. Un saludo afectuoso.
Juan Yanes
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