
Don Zenón estaba dichoso porque su cumpleaños número sesenta y cinco se acercaba vertiginosamente junto con el momento de la jubilación. Incluso alcanzó a organizar una magna celebración con parientes y amigos. Sin embargo, unos días antes de que el plazo se cumpliera, el gobierno promulgó la ley que extendía el retiro hasta los setenta años. Se deprimió intensamente. ¡Cinco años más!, se quejaba amargamente. Finalmente se resignó.
Arrastrando los pies y una sarta de enfermedades crónicas, Zenón logró mantenerse activo y acercarse a la condición de septuagenario. Su empleador tuvo a bien mantenerlo en su puesto. Esta vez –viendo acercarse la fecha del aniversario- se abstuvo de organizar celebraciones a pesar de la alegría que lo embargaba. Se había convertido en un supersticioso.
Argumentando razones fundadas en la crisis mundial de las finanzas y el espectacular alargamiento de la vida humana, el gobierno anunció una nueva extensión del plazo. Setenta y cinco fue la nueva meta. ¿Quién iba a emplear a un viejo hasta aquella edad? Nadie, se respondía.
Así fue. Su empleador le dijo que hasta allí no más llegaban, y Zenón lo comprendió. Su rendimiento era precario en extremo. Resolvió gastar sus ahorros en un quiosco de bebidas y golosinas y se instaló allí a esperar el nuevo vencimiento.
Allí está, esperando. Lo veo cada día cuando llego a mi trabajo. Paga religiosamente las imposiciones con sus menguadas ganancias. Eso me ha contado don Zenón. ¡Qué paradoja! -suele decirme con voz cascada cuando le compro galleticas- Cualquier día ponen la jubilación a los ochenta. ¡Pero no van a derrotarme!
Nunca le contesto. Arrastro mis piernas en dirección a mi trabajo sumido en profundas reflexiones filosóficas. Por las noches sueño que soy un conejo corriendo contra una tortuga que me lleva una ínfima ventaja. Jamás la alcanzo, por más que corra. La tortuga tiene el rostro de don Zenón. Idioteces que sueño.