Queridos compañeros
del 4º. D, promoción 1973 del Instituto Nacional:
Cuarenta
años no es nada, eso es lo que venimos a testimoniar aquí, al reunirnos una vez
más, como ya es costumbre, tal como hicimos tanto tiempo atrás, a las ocho en
punto de la mañana, para ingresar por la puerta de San Diego tratando de
disimular el largo infractor del cabello con toda clase de artimañas, en las
que Sescovich descollaba muy por lejos. Algunos llegaban mucho más temprano,
una hora antes de la campanada fatal, como Flores, a quien jamás logré superar
en lo madrugador, aun cuando me lo propuse. Otros llegaban a la interrogación
matutina de francés con don Osvaldo Arenas, que parecía dormir en el Instituto,
como si jamás lo abandonara. Pienso que así era: que jamás abandonó ese
edificio maravilloso que nos acogió con cariño y sobriedad, con exigencia y con
luz, para configurar algunos de los mejores momentos de nuestras vidas. Jamás
se deja de ser institutano, y esa es una bendición. Yo imagino que don Osvaldo
Arenas y don Ignacio Guzmán caminan por las noches en los corredores que nos
acogieron, murmurando lecciones de sabiduría eterna.
En una entidad con tanta historia y
tanto prestigio como el Instituto Nacional, uno solo puede aprender. Aprender
de los profesores, del ambiente que se respira, de tus compañeros, de los demás
estudiantes. Saber que uno se encuentra entre los mejores es muy estimulante,
porque te conduce a no conformarte con lo que te entregan en clases, a ir mucho
más allá de los planes y programas de
enseñanza. Compartir tus impresiones sobre un libro o una película con gente
ansiosa por saber más es una fuente maravillosa e inagotable. Yo aprendí mucho
de ustedes, no solamente de nuestros profesores. Y se los agradezco
infinitamente. Es más, sigo haciéndolo.
Pero
hablemos de nuestros maestros, sobre algunos de ellos. Inolvidables, destinados
a transformarse en leyenda. Primero entre los primeros, don Osvaldo Arenas, el
querido “Chancho Arenas”, denominado así por su condición gruesa y redonda, sus
pequeños y vivos ojos de marrano al fondo de los anteojos, los mofletes
abundantes. Nos prodigaba coscachos –ora imaginarios, leves como caricias, ora dolorosos
y bien reales- mientras nos motejaba de “jetoncitos” con evidente picardía.
Mucho más allá de su condición de profesor de francés, nos enseñó lecciones de
vida, tolerancia, esfuerzo, persistencia, humanidad. El francés seguramente lo
habremos ido perdiendo en este mundo dominado por la lengua sajona, idioma de
los negocios y los grandes imperios; pero esas otras lecciones se han asentado definitivamente
en nuestras almas: trabajo, estudio, pensamiento, solidaridad, libertad. Me encantaba
verlo con su traje café aquellas mañanas cuando nos citaba de alba para
tomarnos la lección oral de francés. No dejaba de asombrarme la entrega de un
hombre que cargaba ya un saco de años, ese compromiso que conducía a estar allí
a esa hora, haciendo algo que nadie le exigía, menos aún, nadie le pagaba, ni
le reconocía en aquel momento. Después, ahora, podemos darnos cuenta de lo que
hizo con nosotros. Es una lección moral tremenda e inolvidable: hacer por amor
algo sin esperar otra recompensa distinta al hecho mismo de prodigarse al otro.
Si
pudiéramos clonar a mil hombres como Osvaldo Arenas, el mundo sería otro, muy
diferente. Distinto y maravilloso. O clonar a un maestro tan imponente como don
Ignacio Guzmán, el temible “Perro Guzmán”. Hay muchas formas de grabar una
impronta indeleble en la semilla fértil que representa un joven estudiante.
Todavía recuerdo como si hubiera
sido ayer el primer día de clases con Ignacio Guzmán. Entró a nuestra sala –por
única vez- con esa forma de caminar tan suya, una especie de bamboleo elegante, majestuoso y proboscídeo, vestido
con riguroso traje gris y corbata, y coronado por esa faz de bull-dog de
ojillos vivaces y feroces. ¿Cómo adivinar que tras esa apariencia terrorífica
se ocultaba un ser de inmensa bondad? Eso era difícil de adivinar. Eso lo
supimos mucho después. Sus hijos lo adoraban, jamás los castigó ni les tocó un pelo; no obstante lo respetaban por esa especie de
aureola de poder que circulaba en torno suyo.
No había posibilidad de
distraerse un segundo en sus clases, realizadas en su propia sala; nosotros
teníamos que desplazarnos hacia allá, con los pies pesados, inquietos, trémulos,
como si nos dirigiéramos a una jornada de trabajos forzados. Si te distraías
perdías tiempo valioso para resolver los dilemas que nos planteaba, el
argumento que le permitía recorrer, fila por fila, el curso completo a la caza
de una respuesta imposible. Así desarrolló el ingenio de los sobrevivientes y
alimentó las peores pesadillas de Zipper, que prefería desaparecer de sus
clases para evitar el extremo sufrimiento sicológico que le representaban. No
era el único que sufría nuestro compañero. Todos lo hacíamos. También otros
institutanos.
Oscar Castro, gran actor y
director del mítico grupo de teatro Aleph, cuyo excelente trabajo dramático se
desarrolló en el exilio, cuenta en una entrevista como lo afectó la impronta
del Perro Guzmán. Tanto fue el impacto de una de sus preguntas “Cuántas ruedas
tiene un trineo”, que tituló así una de las primeras obras de la compañía.
Si no me tergiverso mis
recuerdos, fue a Fuchs que le preguntó de zopetón: “Dime tú, por quéee los
trineos no se tiran con elefantes, en vez de perros”. No es fácil contestar a
esa pregunta, pero más difícil es acallar a nuestro simpático y entusiasta
amigo. Esto lograba el Perro con sus preguntas inolvidables. Después supimos
que aplicaba el método socrático; nada era casual. Se trataba de una argucia,
un elemento destinado a fraguarnos en la búsqueda de la verdad.
Tras el silencio de Fuchs, el
Perro dijo, “el de máaas adelaaante” y así habrá recorrido el curso completo
llenando de unos imaginarios el libro de clases. SI hubiera puesto de verdad
esos unos, jamás habría pasado de curso nadie. Unos pases mágicos bastaban para
arreglar las notas, sin generosidad por cierto, y pasábamos jabonados al
siguiente semestre.
No quiero ni puedo, por razones de tiempo,
hacer una revisión concienzuda del perfil de todos nuestros maestros, pero deseo
convocar a la antesala del recuerdo a Aníbal González, la “mosca”, que con sus
enormes anteojos de grueso marco nos paseó por los misterios más profundos del
álgebra. Cuando descubrió, estupefacto, nuestra supina ignorancia acerca del
dominio de la geometría euclidiana –inevitable materia de la Prueba de Aptitud
Académica- comenzó a hacernos clases especiales, fuera de programa y de
horario. Allí se daba el lujo de oponernos el desafío para demostrar sesudos
teoremas, algo que nos parecía, al comienzo, misión imposible. De a poco,
fuimos adentrándonos en su lógica. Gallardo demostró, en su estilo volado, una
enorme capacidad de abstracción y creatividad. Ruz desplegó notables y envidiables
habilidades para resolver esa clase de dilemas, frente a los cuales la solución
de un problema de la PAA se convertía en un juego de niños.
Justamente, el once de
septiembre, nos encontró en clases con Aníbal González. Quedamos estupefactos
ante el anuncio de lo que estaba aconteciendo en nuestro país. Intuí, ya estaba
en el ambiente, que iba a ser un trauma mayor que dejaría honda y terrible
huella en la historia de Chile. Así fue, por desgracia. Es un hecho que la
dictadura militar llevó a cabo crímenes inaceptables, tortura, desapariciones,
exilios, persecución, cesantía, censura. Estos actos no los considero
susceptibles de justificación, ni en Chile ni en ninguna parte, ni en nombre de
dioses, ni partidos, ni reyes, ni causas nobles o justas, y menos de la patria.
Espero que nunca más ocurra algo así en nuestro país.
Soy un hombre de izquierda desde
aquella lejana época, ustedes lo saben, así como también soy un institutano,
ingeniero, demócrata cabal, padre, pequeño empresario y sobre todo escritor de
novelas y cuentos, que es la más grande pasión de mi vida.
Lo que viene en seguida, ya lo
dije antes en un artículo escrito a propósito de la honda impresión que me
produjeron los jóvenes que corrían alrededor del palacio presidencial con el
lema EDUCACIÓN PÚBLICA GRATUITA Y DE CALIDAD, pero creo que merece repetirse.
“¿Por qué quise estudiar allí?, me pregunto hoy, cuando vengo recién
volviendo de una visita al Instituto –la friolera de cuarenta años después que
di mis primeros trancos en sus pasillos, en marzo de 1971- ahora en toma por
los estudiantes que exigen educación pública gratuita. Y lo que viene a mi
memoria me estremece. Yo quería estudiar allí para servir mejor a mi patria.
Ansiaba convertirme en un profesional o un científico que contribuyera a que mi
país fuera más grande, justo, culto, rico y solidario. Lo que más yo ansiaba a
los catorce años es que Chile fuera un lugar maravilloso… en el lejano año
2000. Y entendía que aquella quimera era una tarea que requería del empeño de
miles, de millones”.
“Miro a mi país y el único deseo que se ha cumplido es el de una nación
con más riquezas. En las demás categorías, por desgracia, hay que reconocerlo,
hemos descendido. La riqueza está en manos de unos pocos; la competencia
sustituyó a la solidaridad; la farándula desplaza a la cultura, en fin, sigue
habiendo mucho por hacer”.
Lo que creo en el fondo de mi
corazón y mi entendimiento, es que más allá de cualquier legítima y bendita diferencia
que tengamos, es que creemos que la formación que recibimos en el Instituto
Nacional nos hizo mejores personas. Eso lo merecen todos los jóvenes chilenos.
Eso es lo que hará nuestra patria más grande y más bella: la igualdad de
oportunidades desde la base fundamental, que es la educación.
“Labor omnia vincit”, queridos
compañeros. Ese lema murmuran esos maravillosos fantasmas que recorren los
pasillos de nuestro colegio republicano, nacido junto con la independencia, por
obra y gracia de ella, como uno de sus actos fundacionales: crear el primer
foco de luz de la nación. Se lo debemos a nuestros padres y a nuestros
maestros. En este singular aniversario, cuando nuestro querido colegio cumple
dos siglos de vida, me permito augurar tiempos mejores, grandes y enormes
esperanzas. Que la cultura, la humanidad, el pensamiento, la tolerancia, la
libertad –los bienes más importantes, aquellos que nos hacen realmente humanos-
prosperen en nuestra patria y se derramen sobre cada ciudadano, sin distingos
ni mezquindades, así como el sol que nos acaricia cada mañana que la vida nos
regala. Un gran abrazo para ustedes, lo digo con toda mi alma, desde el fondo
de este corazón viejo con tanta historia, aunque pleno de jóvenes esperanzas de
un mundo mejor. Cuarenta años no es nada, de eso estoy seguro.
Diego Muñoz Valenzuela, 24 de agosto de
2013
discurso pronunciado en nuestra celebración anual del 4o. D, promoción 1973
2 comentarios:
Estimado Diego
He leído con grata sorpresa tu afición a la literatura y tu amor por el Instituto Nacional a pesar que estuviste allí sólo 3 años. Siempre he pensado que el IN debe contar con literatura propia (aparte de la habitual) en los dos primeros años de formación. Literatura que entregue a los jóvenes que ingresan los valores formativos con que se encontrarán en los próximos años. Un relato que les entregue amistad, respeto, responsabilidad, derechos y deberes, familia, a través de una novela ficticia, pero basada en hechos reales. Pensé en que hubiera un concurso (lo planteé al rector Toro pensando en el Bicentenario), de literatura, abierto para alumnos y ex alumnos, aprovechando que en ese momento teníamos un Premio Nacional que pudo haber sido jurado. Leyendo tus historias, tienes una forma muy agradable para leer y podrías aventurar sobre algo así (recuerdo libros como Aventuras de Tom Sawyer, Corazón). Te felicito y gracias por compartir tus recuerdos que se asemejan mucho a los míos.
Un abrazo
Jorge Bugueño A.
Gracias por tus palabras, estimado Jorge. Hay una novela llamada TODO EL AMOR EN SUS OJOS donde el Instituto aparece como telón de fondo.
Cuesta encontrarla, aunque tiene dos ediciones. Habrá una tercera edición en abril 2014.
Un abrazo para ti,
Diego
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