Aquel señor tenía cabeza de
tzanza. Difícil de creer, pensará usted, pero así era. En todos los demás
aspectos era completamente normal, excepto de la cerviz hacia arriba. Sobre el
albo cuello de la camisa se instalaba aquella versión jibarizada de una cabeza
humana, pequeña, ridícula y grotesca. Imposible de disfrazar… o disimular.
Tenía los ojos entrecerrados,
como si habitara un sueño grato. Gruesos labios, pelo tieso y oscuro.
Me examinó desafiante. Sostuve su
mirada. Los labios de la tzanza se estremecieron. Pensé que iba a dirigirme la
palabra para maldecirme o predecir el futuro. Algo dijo, pero me resultó
ininteligible. Se fue con gran priesa y desapareció entre los miles, millones
de ciudadanos que recorren la ciudad en todas direcciones. El refugio perfecto.
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