Como suele ocurrir con los
cambios más perturbadores, éste comenzó de manera inocente, inocua,
aparentemente intrascendente. Un día un poco, al día siguiente algo más, y así.
Por fin evolucionó a una situación que rondaba el límite de lo imposible.
Impedido de dedicar más tiempo
a sus ejercicios, comenzó a integrarlos en otras actividades. Aquí transgredió el límite de la
razonabilidad de manera flagrante. Comía con una mano y con la otra movía una
mancuerna. Leía sus apuntes corriendo sobre la trotadora. Incluso al baño
entraba provisto de pesas, resortes o
cintas elásticas. El computador o el televisor los observaba desde la bicicleta
gracias una enorme pantalla de cristal líquido.
Fue convirtiéndose en una
compacta masa de músculos que hacía caso omiso de razones. Su cerebro se
convirtió en un músculo cuyo único pensamiento era la necesidad de convertir su
cuerpo en acero puro.
Al
final dormía ejercitándose. El descanso se redujo a la nada. Sus padres se resignaron
y lo conectaron a una máquina generadora de electricidad. Gracias a la venta de
energía se convirtieron en millonarios. Viajaban por el mundo mientras su
obsesionado vástago producía megavatios para mover miles de industrias. Y
fueron felices, aunque no para siempre.
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