El esqueleto estaba sentado sobre
un sofá, muy erguido y con el cuello estirado para mirar por la ventana. Sus
huesos eran firmes, gruesos y marfilados; tenía la apariencia de una estructura
sólida, invulnerable. Afuera brillaba el sol con intensidad y la primavera
dejaba caer su impronta cálida. El esqueleto deseó que los rayos amarillos
acariciaran sus osamentas para espantar el frío que las trasminaba. No
obstante, permaneció allí. No osó moverse. Es sabido que los esqueletos son
considerados: no salen de sus escondites por temor a infundirnos pánico. Se
quedan allí, atisban silenciosos desde sus refugios y reprimen su ansiedad de
calor con singular firmeza.
26 julio, 2014
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