18 julio, 2014

OJOS DE METAL: el primer capítulo de la novela

OJOS DE METAL es la tercera novela de la serie del cyborg de Diego Muñoz Valenzuela, que comenzó con FLORES PARA UN CYBORG (publicada en Chile en 1997, 2003 y 2011; España en 2008, Italia en 2013 y Croacia en 2014), seguida por LAS CRIATURAS DEL CYBORG (2011). La presentará el estudioso y editor de ciencia ficción Marcelo Novoa,  en Valparaíso el viernes 25 de Julio de 2014, 19:30 hrs., Castillo Wulf


1.   Calles en la gran manzana



Eddie Amarales se detiene entre la ansiosa muchedumbre de asiáticos y latinos para extraer un papel arrugado del bolsillo de su chaqueta. Lo estira con torpeza y extiende sus brazos al máximo, sosteniéndolo por los extremos con el pulgar y el índice de ambas manos. Entorna los ojos para convertir los jeroglíficos en caracteres reconocibles, pero el esfuerzo resulta inútil. Atardece en la Gran Manzana y las ventanas de los rascacielos comienzan a iluminarse una tras otra en loca secuencia, como un rompecabezas interminable; sin embargo el alumbrado público todavía permanece apagado. Alguien lo maldice por estorbar el camino: “hijo de su chingada madre” lo llama en español, conminándolo a poner los cojones sobre un yunque para darles de martillazos hasta convertirlos en papilla. La sugerencia  le hace gracia a Eddie, pues conforma una línea curva con sus labios delgados. “Buena idea para aplicarla con un deudor moroso, debiera anotarla”, murmura como si sus palabras fueran a registrarse en una grabadora invisible. Después continúa hablando solo mientras se acerca a una vitrina iluminada: “a este pinche alcalde sus electores deberían reventarlo a patadas por cicatero, recién prende las farolas cuando la noche está bien cerrada”. Busca un ángulo que refleje la luz y que le permita mantener el papel a la distancia necesaria para ver los caracteres. “112 Mulberry Street” deletrea satisfecho antes de emprender la marcha. “Estos pinches chinos están apoderándose de todo”, susurra, “China Town está devorando a Little Italy; apenas sobrevive un par de cuadras. Eso tiene medio locos a los pinches neonazis que andan predicando que para acabar con las chinches hay que quemar el petate. Están chiflados los cabrones de cabezas rapadas”. A su alrededor cuelgan letreros con jeroglíficos asiáticos que anuncian toda clase de productos insólitos para un latino como Eddie. Aromas fuertes y pesados escapan de las cocinerías y restoranes que hierven de clientes hablando en su jerga incomprensible, negociando precios y condiciones, haciendo ofertas ventajosas y rechazando intentos de timo con esas raras inflexiones de voz que a veces semejan gruñidos y otras notas musicales. Al llegar a la esquina de Canal con Mulberry dobla hacia la izquierda. Se detiene unos segundos ante una vitrina-acuario donde un grotesco bogavante deambula en cámara lenta, sin saber que lo exhiben como exquisitez, sereno cual si vagara por tranquilos jardines ubicados en las profundidades del océano, lejos de cualquier amenaza. Su armadura de nada le servirá a la hora del juicio final, piensa, lo arrojarán a un caldero cuya temperatura irá subiendo hasta alcanzar el punto de ebullición. “Se cocerá vivo el cabrón antes que pueda darse cuenta”, acota Eddie Amarales. “Igual que yo, si persisto en meter la nariz donde no debo”, agrega después de un breve silencio que precede el reinicio de la marcha. “El cocodrilo que desea comer no enturbia el agua, decía la abuela Xóchitl procurando desasnarme”.
Esquiva transeúntes amarillos de ojos rasgados, negros de todos los tintes, mulatas centroamericanas, chicanos de miradas torvas, eslavos cargados de amargura. Es un mundo que no pertenece a los gringos puritanos, aquí todos venimos de otras partes, hablamos otro idioma, adoramos a otros dioses, conocemos los dolores y la dureza de la vida, reflexiona Eddie. “Aquí a un pinche gringo lo hacen mondongo si se atreve a caminar solo después de las seis de la tarde”, acota para el registro invisible con una sonrisa dibujada en el pálido rostro de vampiro: ojeroso, inexpresivo, pelo peinado hacia atrás, negro como ala de cuervo, engominado y brillante. Un negro rasta con los ojos extraviados se le cruza y le da un encontrón; trastabilla, se lleva la mano a la cartera para comprobar que sigue allí,  luego palpa el revólver de la sobaquera. “Todo normal”, concluye después del rápido examen, “pinche yonqui, tan endrogado que anda a punta de encontronazos, no sabe dónde está parado”. Descubre un anuncio de spaghetti y se detiene para observar con calma;  ya está en la zona de los restoranes italianos que han logrado resistir el avance impetuoso de China Town. El letrero del Luna´s  aclara que es un sitio de Neopolitan Cuisine y reproduce el Vesubio; una luna en cuarto creciente completa los distintivos del local ubicado en el 112 de Mulberry. Lo reconoce, ha estado allí una vez. Ingresa confiado a ese mundo de aromas penetrantes y placenteros que aprendió a  asociar al Little Italy en sus primeras incursiones en la ciudad, “tantos años atrás” suspira. Queso parmesano, orégano, ajo, chiles de todas clases, albahaca, callampas secas, jitomate, pesto, anchoas, pimentón. Camina entre las mesas cubiertas con papel rústico, áspero, aquel que llaman craft; nada de manteles blancos que se manchen con salsas coloradas o vinos oscuros. Se desplaza dribleando a través del laberinto formado por las mesas, las sillas y los parroquianos que ríen, beben, blasfeman y devoran lasagnas, spaghetti pomodoro, fetuccini a la puttanesca, ravioli di funghi, linguini, gnocchi al pesto. La atmósfera es pesada pero sabrosa, cargada de olores exquisitos; es como sumergirse en un mar de fragancias nutritivas. La luz es mediana, allí se vive en el justo límite entre la penumbra y el resplandor; un atardecer eterno o una madrugada que jamás se desarrolla para convertirse en día. En las paredes no queda un mísero espacio libre: hasta el último milímetro cuadrado está ocupado por una foto, una carta, una postal vetusta, el banderín de un club deportivo, un recuerdo de algo o alguien perteneciente a un mundo que ya no existe. Eddie Amarales da un giro a la izquierda para entrar en otra ala del boliche, ahí donde está el mesón donde la Nonna vigila el comportamiento de los asiduos al Luna’s. Eddie le hace una venia y la anciana se la retribuye con una sonrisa desdentada, amarillenta, señalándole con brazo tembloroso una mesa recién desocupada. Sobre su chorreada cubierta de papel hay dos platos sucios,  dos copas vacías y migas de pan esparcidas. Toma asiento mientras la anciana da voces de mando en un dialecto indescifrable, abundante en siseos y probablemente en denuestos. Una muchacha acude resoplando, al trote, espetándole un “escusi signore” y algo más que Eddie no entiende. Aunque ella no lo esté mirando, Eddie le sonríe a la muchacha de ojos negros que equilibra platos y copas en su mano izquierda en tanto enrolla el inmundo mantel con la derecha para escapar en dirección a la cocina. Descubre que la signorina le dejó una hoja envuelta en plástico con la lista de las especialidades de la casa escrita a máquina, borroneada una y otra vez para modificar los precios o eliminar platos fuera de temporada. “Deberían tener la pendeja lista en computadora los pinches bachichas”, observa en voz baja mientras recorre el menú buscando un nombre que le despierte el apetito. “Pero qué van a saber de computadoras los chingados, apenas sabrán leer, escribir y sumar para sacar las cuentas. Y aún así nadarán en billetes los cabrones, explotarán a sus propios compatriotas recién llegados, y esclavizarán latinos muertos de hambre”. Sus murmuraciones se interrumpen cuando la muchacha de ojos negros retorna a la mesa y lo enfrenta con una libreta y un lápiz en las manos. Amarales le dirige una mirada inexpresiva de misógino; sacerdote del Opus Dei con su traje oscuro y la camisa blanca bien cerrada sobre el cuello, los anteojos gruesos de marco negro y los cabellos bien estirados hacia atrás gracias a la magia del gel. Y cuando pareciera que está a punto de arrojarle una invectiva religiosa, amenazándola con las penas del infierno por llevar la blusa demasiado abierta para descubrir el nacimiento de sus pechos soberbios, y peor aún, por el coqueto baile de sus ojos almendrados, le sonríe atolondrado y obsequioso.
-Apetezco un spaghetti calamari, bella signorina. ¿Llegó usted hace poco a Nueva York?
-Spaghetti calamari, mmmm –saca la lengua por la comisura mientras anota trabajosamente con un lápiz a mina tan corto que apenas puede sujetar-, presto, dos meses, pero estudié dos años el inglese antes de viajar. ¿Vino o gaseosa?
-Agua con gas, pequeña. Y una botella de vino de la casa, rosso.
-Va benne. Escogeré el mejor para usted –sonríe con un mohín gracioso que contiene una calculada dosis de seducción, y se retira contoneando sus caderas de adolescente, haciendo bailar las pupilas de Eddie al mismo ritmo.
“Qué culo de diosa”, susurra Eddie para el registro, refocilándose en la contemplación de las nalgas que pendulan para jactarse de su turgencia, de su elasticidad, de la firmeza de sus carnes, de la suavidad que se adivina bajo la tela, y despiertan en su interior la añoranza de una pasión desbordada. “Debes preguntarle el nombre cuando vuelva, Amarales, no vayas a olvidarte. Es un bombón, vale la pena el riesgo de meterse con los bachichas vengativos y peleones. Aunque bien sabemos a estas alturas que las mujeres y el vino, hacen errar el camino”. Menea la cabeza desesperanzado y enfoca la pared atiborrada de adornos. Encuentra una foto en sepia del Vesubio, frente a cuya silueta sonríen dos campesinas maduras y gruesas, abuelas de algún inmigrante de comienzos del siglo veinte. Un programa de la fiesta de San Gennaro de 1928, impreso en papel rosado de papalote. El puerto de Hamburgo en una postal desteñida prendida de un chinche. Lo aburre su investigación infructuosa. Desliza la lengua sobre los labios para humedecerlos. Entonces su derredor se torna un poco más oscuro y levanta la vista justo cuando un hombre alto y robusto se acomoda en la silla enfrente de él.
      -Hola, Eddie –lo saluda y le extiende la mano sonriendo-, Omar Escobedo, tu compañero de primaria. Apuesto a que en la calle no me habrías reconocido.
-Pues no, para ser francos, no; para qué vamos a decir una cosa por otra –responde serio, pero luego abre paso a una alegría genuina y se entrega-. No te habría reconocido, buey, estás muy chingón, carajo, más elegante que la yegua del payaso –replica Eddie estrechando la mano que le ofrece: vigorosa, nervuda, le hace crujir los dedos-, híjole que aprietas fuerte cabrón, ¿hiciste el curso de Charles Atlas por correspondencia? Suelta de una vez, que voy a tener que entablillarme, mira que sigo siendo el mismo alfeñique.
-¿No estás bebiendo? Me extraña que pierdas el tiempo, Eddie, no te reconozco, cabrón. ¿Estarás ablandándote con los años?
-Acabo de llegar no más buey, reciencito pedí una botella... de vino. No te rías, cabrón, no mames –increpa con picardía al recién llegado-, hace daño burlarse de la desgracia ajena. Los tiempos del trago fuerte y duro terminaron, sin vuelta. Me queda hígado para una década de dieta, con suerte. De modo que debo predicar eso de que más vale gota que dure y no chorro que pare. Me convertí en un buen ciudadano, pago impuestos, bebo con moderación  y fornico solamente en domingos y festivos no religiosos.
La signorina se acerca silenciosamente para disponer otro par de cubiertos, suponiendo que el recién llegado también cenará. Deja al centro una panera repleta de bollos, unos platos pequeños con bolas de mantequilla de distintos colores, la botella de vino, una copa y la mineral de Eddie, y unas servilletas de género agujereadas por años de refriegas y lavados. Los dos hombres admiran la destreza de los movimientos de la mesera, atisban el temblor de los senos bajo el delantal y cada vez que ella se inclina para acomodar algo sobre la mesa, vigilan el borde inferior para advertir el nacimiento de los muslos blancos y vigorosos. Cuando nada queda por hacer, apoya sus manos en el espacio de la mesa entre los dos clientes. Sus dedos son largos, finos, no lleva anillos, y las uñas están cortas y sin barniz. Busca los ojos de Escobedo que andan extraviados en la observación de sus piernas y carraspea un par de veces antes de dirigirle la palabra.
-¿Al signore se le ha extraviado alguna cosa allá abajo o no tiene apetito? ¿Qué posso ofrecerle? ¿Desea spaghetti, caneloni, lasagna? ¿Le sirvo vino, gaseosa, un café?
Amarales se enfurruña pues advierte en la  camarera un tono travieso, un flirteo que evidencia interés por Escobedo. Quizás ha perdido su chance en una partida que recién comienza.
-¿Tiene gnocchis al pesto?
-Ah, es la especialidad de la casa. Buena decisión. ¿Vino rosso, como su amigo?
-Está bien, vino rosso. En mi país lo llamamos vino tinto.
-¿Tinto? Qué gracioso, parece que bebiera pintura –deja escapar una risa llena de coquetería. Una voz de mando proveniente de la Nonna la trae de vuelta a tierra-. Ahora le traigo una copa, los platos tomarán unos minutos, porque se preparan al momento de pedirlos. Les dejé unos appetizer para acortar la espera. Bonna sera.
-Grazie signorina –Amarales sigue con gula el cadencioso andar de la muchacha y suspira-. Es una maravilla, está de comérsela. ¡Que me lleve la chingada! Jalan más dos chiches de mujer que una yunta de bueyes, decía la finada abuela Xóchitl –se queda callado unos segundos y frunce el ceño-. Pues ahora cuéntame. No habrás volado miles de millas para atracarle a unos pinches tallarines con este servidor.
Escobedo lo mira a los ojos asintiendo, dándole razones sin pronunciar palabra. Esas pupilas le dicen muchas cosas a Eddie Amarales. Primero que no se trata de un simple viaje, como sospechaba, y que el asunto es serio. Segundo: de involucrarse, su participación implicará peligros considerables. Tercero, que hay mucha urgencia. Lo que falta son valientes, no hazañas, dijo su interlocutor la última vez que estuvieron juntos, un par de años atrás. Eddie sabe que quien tiene al frente no le teme a nada, ni siquiera a la muerte. Que su nombre no es Omar Escobedo, sino Tomás Arancibia, y que eso implica que entró bajo una identidad falsa, o que cruzó ilegal desde México. Y que se viene una operación de proporciones.
-Cántame la canción que traes, cabrón; tú sabes que eres mi jefecito y que puedes confiar en mí a todo dar. Dime cuál es el pedo, pero más te vale que andes con un chingo de lana, porque cuesta caro jugar con muñecas de porcelana –esto último lo dice exhibiendo sus perfectos dientes en una  sonrisa discordante con su apariencia de fraile.
La camarera aparece para escanciar una copa de vino frente a Escobedo, que le regala una sonrisa encantadora, irresistible, de machote bueno, Clark Gable haciendo de Rhett Butler. Ella percibe el mensaje, se sonroja un poco y le retribuye con una venia ridícula antes de retirarse cimbreando sus nalgas.
Signorina! –la llama Omar Escobedo- Venga por favor –ella gira como si un resorte la hubiera accionado, todavía sonrojada, con el rostro iluminado por una sonrisa de Cenicienta-. Dígame, ¿cuál es su gracia? –esta última palabra la dice en español.
-¿Mi “gracia”, signore? Non capisco niente.
-Él quiere saber su nombre, señorita. Pasa que el señor viene de un pinche país del tamaño de un guisante donde hablan un dialecto de pendejos que suena a pelea de macacos.
-¿Il mio nome? Emilia Marvulli –responde con una voz encantadora, con las mejillas encendidas, sin dar importancia a los intentos humorísticos de Eddie, y escapa hacia la cocina en nerviosa carrera bajo la severa vigilancia de la Nonna.
-Bueno, lo primero es lo primero –acota Escobedo-, no hay mejor manera de iniciar un negocio que brindando con un viejo amigo
      -Dulce licor, suave tormento, ¿qué haces afuera?, vamos pa' dentro –retruca Eddie y alza su copa.
Escobedo hace lo propio y estrella su copa contra la de él. En la semipenumbra del local el vino adquiere una tonalidad rubí y por un instante el cristal refleja las luces tenues. Ambos se desean salud; beben un sorbo sin soltarse la mirada, como adversarios a punto de batirse a duelo. Dejan las copas sobre la mesa al unísono y se abandonan al ruido de fondo: fritangas, voces en italiano, una botella descorchándose, líquidos que escurren, risas, brindis, el llanto lejano de una cría, sillas arrastrándose, la Nonna apresurando a una doncella a punta de blasfemias.
-Quiero saber si estás disponible para un trabajo difícil. Espero que no te hayas acomodado, Eddie, que no vivas para el partido béisbol de la tarde, ¿entiendes?
-Como quien dice “el miedo guarda la vida”. Ni tengo pinche vieja ni escuincles que esperen en una bonita casa con antejardín, si es la pregunta. Todavía no me canso de arriesgar los huevos cada noche. Y no le he entregado ni la oreja ni el alma a las grandes bandas; mantengo mi libertad para vagar donde quiera, esa viene a ser mi única riqueza hermano –se yergue en su silla y apoya las manos abiertas en su pecho-. Sabes que te hablo con el corazón abierto, sin dobleces.
-¡No te has aburguesado, Eddie! Estoy frente a un héroe de la modernidad. ¡Salud cabrón! ¡Por el ejército de chavalas buenas mozas que estarás manejando!
-Nada de ejércitos de muñecas buey, soy hombre tranquilo. ¡Salud por los viejos tiempos! –choca de nuevo su copa con la de Escobedo y bebe un largo trago- Así bebemos los mexicanos, ¡hasta ver el fondo de la copa! –Eddie vigila a Escobedo para verificar que cumpla el ritual: no dejar vino en el vaso y entregarse a la liturgia del reencuentro- Hoy beberemos amigo, mañana será otro día. Puedes confiar en este cuate. Conoces mi divisa: si es difícil, lo hago luego; y si es imposible, me esperan tantito.
-Está bien Eddie, bebamos y comamos como guerreros, pero platiquemos de negocios unos minutos antes de que el alcohol nos revuelva los pensamientos. ¿Por mera casualidad conoces a este hombre? –Escobedo le extiende la fotografía de un hombre maduro, rubio, de ojos azules, con bigote y barba rojiza, de apariencia astuta y atlética- Mira bien la foto, puede haberse teñido el cabello, rasurado, usar lentes de contacto,  qué sé yo…
Amarales queda pensativo, con la foto sostenida por una esquina entre pulgar e índice, arrugado el entrecejo, concentrándose antes de dar respuesta a su amigo, calculando sus palabras, las consecuencias que se le vendrán encima como arpías: despiadadas, feroces. No puede mentirle, no puede abandonarlo en medio de la jungla. ¿Pero está obligado a decir todo lo que sabe? ¿Tiene que involucrarse con él, posee la locura y los huevos que se requieren?, sabiendo de adelantadas que van a madrearlo sin remedio, que lo más probable es terminar tirado con un par de plomos en el cuerpo y uno en mitad del cráneo. Levanta la mirada para encontrarse con la de Omar Escobedo. Él lo mira directo al fondo de sus ojos, percibe un cosquilleo en lo más profundo, como si penetrara en sus pensamientos. Al final se rinde a sus emociones: vergüenza, lealtad, entrega. Los brazos le cuelgan a los lados convertidos en peso muerto, se ruboriza un poco y la barbilla le tiembla antes de hablar.
-Tomasito... Omar, como quieras llamarte, eres el único ser humano que aprecio en este mundo. Mi último amigo, cuate. Los otros dos compadres que tuve duermen bajo tierra, con sus antepasados. Aunque nos encontremos a las perdidas, como ahora, eres mi cuate. Bebo con otros, salgo de juerga, hago negocios, pero sabemos que para esos afanes bueyes siempre sobran –se queda en silencio, masticando sus pensamientos, algunos de ellos duros, amargos, difíciles de tragar-. Ya ves, un telefonazo y estoy aquí, a tus órdenes. Así  doy testimonio de mi amor, cabrón, esto te lo platico desde la mismísima alma. No vayas a pensar que soy un pinche puto por lo que te declaro ahorita, esto del amor que siento por ti. Soy bien macho, por eso te lo digo –una lágrima brilla en su ojo derecho y la enjuga rápidamente, azorado-. Lo digo porque te quiero jefecito. Mira, toma el primer avión y regrésate a tu patria, no esperes ni un jodido segundo. No mames, no te metas en este pedo, que es el asunto más peligroso que puedas escoger. Saber vivir en este mundo es la mejor hazaña, mira quién te lo dice.
Escobedo lo oye sin pronunciar palabra, tranquilo, inalterable, como si no corriera sangre por sus venas. El miedo que Amarales trata de infundirle no lo alcanza; una aureola invisible, una coraza lo envuelve y lo torna invulnerable. En sus pupilas brilla una determinación que espanta a Eddie: no hay escapatoria, su amigo enfrentará al hombre de la fotografía y no habrá fuerza humana capaz de contenerlo. Él conoce el temperamento de su cuate Tomás. No retrocederá un milímetro. Se desplazará como un tanque hacia su objetivo: frío,  mortal si es preciso.
-Eddie, yo sé que tú sabes –pregunta Escobedo con un tono que solo deja espacio a una confirmación. Y lo queda mirando.
Amarales inclina la cabeza para huir de aquella mirada que parece taladrarle el cerebro, hurgar en sus pensamientos y convertirlo en un juguete a control remoto. El hombre que tiene al frente, su único amigo, explota el ascendiente que posee.  Esa historia de  aventuras donde se fraguó una confianza total y recíproca, ese sentimiento que hace indestructible la amistad. “A la hora de enfrentar dilemas complejos, actúa según tus principios”, piensa Eddie, y después sonríe con  alivio.
-Sabes que cuentas conmigo cabrón, cuando quieras y donde quieras –la voz de Eddie contiene trazas de emoción, una especie de dolor o llanto contenido, y al mismo tiempo afecto-, imagino que has calculado bien el terreno que vas a pisar... que vamos a pisar, quiero decir... así que platiquemos acerca de tus razones para buscar a ese hombre. O de lo que quieras platicar.
-No puedo contarte menos que todo, Eddie, somos amigos y no hay ni habrá secretos entre nosotros. Al sujeto de la foto lo conozco por William. Es un individuo peligroso, ligado a grupos de enorme poder que actúan en secreto, con gran discreción.  
-Agrega a la lista que tienen toda la lana del mundo. Un ejército de guaruras armados hasta los dientes, dispuestos a destripar a sus madres si lo ordenan sus jefes. Influencias políticas diseminadas por el mundo, agentes emboscados, empresas enormes, relaciones con grandes consorcios. ¡Una chingadera mano! Es como caminar aliñado con cilantro y hepazote hacia la boca del lobo...
-Lo sé hermanito, no te pongas nervioso. Bebe un trago a mi salud –Tomás llena de vino las copas para brindar con su amigo-. Eso es, ¡salud cabrón!
Estrellan los cristales en la semipenumbra del Luna`s, sumergidos en el murmullo impreciso que produce la superposición de las parejas que conversan de amor, las familias que ríen para celebrar el ingenio de los chistosos, los amigos que comparten confidencias, los socios que planifican negocios. La Nonna escruta el ambiente con su arrugada cara de tortuga, atenta a una señal misteriosa de los dioses, una catástrofe o un milagro que podría acaecer en cualquier momento. Por fin, después de tomar aire como para una larga inmersión, Escobedo comienza a hablar.
-Creo que las cosas ocurrieron de este modo, pero no pasa de ser un cúmulo de suposiciones. William secuestró a mi padre, Eddie… bien, supongo que sus esbirros lo hicieron. Él no mancha sus manos con trabajo sucio –afirma Escobedo después de saborear el vino de la casa. Su rostro adquiere una expresión en la cual Eddie reconoce las señas de la angustia-. Deben estar haciéndolo pedazos en una cárcel secreta. William es un pájaro de cuentas que escapó de Chile para venirse a Nueva York hace un año, escapando de... Bueno, a ti te lo puedo decir, huyendo de nosotros. Sabíamos que se había refugiado acá, Rubén tuvo que asistir a un congreso y supongo que se cruzó con William... que trató de seguirle el rastro, una imprudencia terrible. Desapareció sin dejar huella. Hace una semana que no sabemos de él.

Amarales se queda estático mirando a su amigo, sin saber qué decir. A él, que es de palabra fácil ahora se le atraganta hasta la frase más trivial; un torniquete en la garganta se lo impide, lo asfixia. Le falta el aire, tal vez por efecto de la atmósfera encerrada del Luna`s, del humo que expelen los fumadores empedernidos. O quizás sea miedo, una serpiente helada deslizándose por su espina dorsal mientras evoca el rostro de Rubén e imagina los tormentos que estará padeciendo, comprende la angustia  de su amigo y aquilata el terror que anida tras los acontecimientos que Tomás le ha expuesto. Traga saliva antes de hacer una inspiración profunda, se sumerge en una noche de espectros horribles. Cuando niño soñaba con pavorosos seres que lo raptaban para devorarlo; se despertaba gritando y llorando para que su abuela Xóchitl lo consolara apapachándolo, entonando antiguas canciones en náhuatl. Siempre intuyó que llegaría a un punto como este, un cruce ineluctable donde deberá escoger el camino más difícil: entrar a la boca del lobo por voluntad propia, por lealtad, por amistad, por locura, y cumplir con aquello que el destino le ha tenido reservado desde el comienzo. Y que su abuela Xóchitl ya no estaría allí para confortarlo.

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