OJOS DE METAL es la tercera novela de la serie del cyborg de Diego Muñoz Valenzuela, que comenzó con FLORES PARA UN CYBORG (publicada en Chile en 1997, 2003 y 2011; España en 2008, Italia en 2013 y Croacia en 2014), seguida por LAS CRIATURAS DEL CYBORG (2011). La presentará el estudioso y editor de ciencia ficción Marcelo Novoa, en Valparaíso el viernes 25 de Julio de 2014, 19:30 hrs., Castillo Wulf
1.
Calles en la gran manzana
Eddie Amarales se detiene entre la
ansiosa muchedumbre de asiáticos y latinos para extraer un papel arrugado del
bolsillo de su chaqueta. Lo estira con torpeza y extiende sus brazos al máximo,
sosteniéndolo por los extremos con el pulgar y el índice de ambas manos.
Entorna los ojos para convertir los jeroglíficos en caracteres reconocibles,
pero el esfuerzo resulta inútil. Atardece en la Gran Manzana y las ventanas de
los rascacielos comienzan a iluminarse una tras otra en loca secuencia, como un
rompecabezas interminable; sin embargo el alumbrado público todavía permanece
apagado. Alguien lo maldice por estorbar el camino: “hijo de su chingada madre”
lo llama en español, conminándolo a poner los cojones sobre un yunque para
darles de martillazos hasta convertirlos en papilla. La sugerencia le hace gracia a Eddie, pues conforma una
línea curva con sus labios delgados. “Buena idea para aplicarla con un deudor
moroso, debiera anotarla”, murmura como si sus palabras fueran a registrarse en
una grabadora invisible. Después continúa hablando solo mientras se acerca a
una vitrina iluminada: “a este pinche alcalde sus electores deberían reventarlo
a patadas por cicatero, recién prende las farolas cuando la noche está bien
cerrada”. Busca un ángulo que refleje la luz y que le permita mantener el papel
a la distancia necesaria para ver los caracteres. “112 Mulberry Street”
deletrea satisfecho antes de emprender la marcha. “Estos pinches chinos están
apoderándose de todo”, susurra, “China Town está devorando a Little Italy;
apenas sobrevive un par de cuadras. Eso tiene medio locos a los pinches
neonazis que andan predicando que para acabar con las chinches hay que
quemar el petate. Están chiflados los cabrones de cabezas rapadas”. A su
alrededor cuelgan letreros con jeroglíficos asiáticos que anuncian toda clase
de productos insólitos para un latino como Eddie. Aromas fuertes y pesados
escapan de las cocinerías y restoranes que hierven de clientes hablando en su
jerga incomprensible, negociando precios y condiciones, haciendo ofertas
ventajosas y rechazando intentos de timo con esas raras inflexiones de voz que
a veces semejan gruñidos y otras notas musicales. Al llegar a la esquina de
Canal con Mulberry dobla hacia la izquierda. Se detiene unos segundos ante una
vitrina-acuario donde un grotesco bogavante deambula en cámara lenta, sin saber
que lo exhiben como exquisitez, sereno cual si vagara por tranquilos jardines
ubicados en las profundidades del océano, lejos de cualquier amenaza. Su
armadura de nada le servirá a la hora del juicio final, piensa, lo arrojarán a
un caldero cuya temperatura irá subiendo hasta alcanzar el punto de ebullición.
“Se cocerá vivo el cabrón antes que pueda darse cuenta”, acota Eddie Amarales.
“Igual que yo, si persisto en meter la nariz donde no debo”, agrega después de
un breve silencio que precede el reinicio de la marcha. “El cocodrilo que desea
comer no enturbia el agua, decía la abuela Xóchitl
procurando desasnarme”.
Esquiva transeúntes amarillos de ojos
rasgados, negros de todos los tintes, mulatas centroamericanas, chicanos de
miradas torvas, eslavos cargados de amargura. Es un mundo que no pertenece a
los gringos puritanos, aquí todos venimos de otras partes, hablamos otro
idioma, adoramos a otros dioses, conocemos los dolores y la dureza de la vida,
reflexiona Eddie. “Aquí a un pinche gringo lo hacen mondongo si se atreve a
caminar solo después de las seis de la tarde”, acota para el registro invisible
con una sonrisa dibujada en el pálido rostro de vampiro: ojeroso, inexpresivo,
pelo peinado hacia atrás, negro como ala de cuervo, engominado y brillante. Un
negro rasta con los ojos extraviados se le cruza y le da un encontrón;
trastabilla, se lleva la mano a la cartera para comprobar que sigue allí, luego palpa el revólver de la sobaquera.
“Todo normal”, concluye después del rápido examen, “pinche yonqui, tan
endrogado que anda a punta de encontronazos, no sabe dónde está parado”.
Descubre un anuncio de spaghetti y se detiene para observar con calma; ya está en la zona de los restoranes
italianos que han logrado resistir el avance impetuoso de China Town. El
letrero del Luna´s aclara que es
un sitio de Neopolitan Cuisine y reproduce el Vesubio; una luna en
cuarto creciente completa los distintivos del local ubicado en el 112 de
Mulberry. Lo reconoce, ha estado allí una vez. Ingresa confiado a ese mundo de
aromas penetrantes y placenteros que aprendió a
asociar al Little Italy en sus primeras incursiones en la ciudad,
“tantos años atrás” suspira. Queso parmesano, orégano, ajo, chiles de todas
clases, albahaca, callampas secas, jitomate, pesto, anchoas, pimentón. Camina
entre las mesas cubiertas con papel rústico, áspero, aquel que llaman craft; nada de manteles blancos que se
manchen con salsas coloradas o vinos oscuros. Se desplaza dribleando a través
del laberinto formado por las mesas, las sillas y los parroquianos que ríen,
beben, blasfeman y devoran lasagnas, spaghetti pomodoro,
fetuccini a la puttanesca, ravioli di funghi, linguini,
gnocchi al pesto. La atmósfera es pesada pero sabrosa, cargada de olores
exquisitos; es como sumergirse en un mar de fragancias nutritivas. La luz es mediana,
allí se vive en el justo límite entre la penumbra y el resplandor; un atardecer
eterno o una madrugada que jamás se desarrolla para convertirse en día. En las
paredes no queda un mísero espacio libre: hasta el último milímetro cuadrado
está ocupado por una foto, una carta, una postal vetusta, el banderín de un
club deportivo, un recuerdo de algo o alguien perteneciente a un mundo que ya
no existe. Eddie Amarales da un giro a la izquierda para entrar en otra ala del
boliche, ahí donde está el mesón donde la Nonna vigila el comportamiento
de los asiduos al Luna’s. Eddie le hace una venia y la anciana se la
retribuye con una sonrisa desdentada, amarillenta, señalándole con brazo
tembloroso una mesa recién desocupada. Sobre su chorreada cubierta de papel hay
dos platos sucios, dos copas vacías y migas
de pan esparcidas. Toma asiento mientras la anciana da voces de mando en un
dialecto indescifrable, abundante en siseos y probablemente en denuestos. Una
muchacha acude resoplando, al trote, espetándole un “escusi signore” y
algo más que Eddie no entiende. Aunque ella no lo esté mirando, Eddie le sonríe
a la muchacha de ojos negros que equilibra platos y copas en su mano izquierda
en tanto enrolla el inmundo mantel con la derecha para escapar en dirección a la
cocina. Descubre que la signorina le dejó una hoja envuelta en plástico
con la lista de las especialidades de la casa escrita a máquina, borroneada una
y otra vez para modificar los precios o eliminar platos fuera de temporada.
“Deberían tener la pendeja lista en computadora los pinches bachichas”, observa
en voz baja mientras recorre el menú buscando un nombre que le despierte el
apetito. “Pero qué van a saber de computadoras los chingados, apenas sabrán
leer, escribir y sumar para sacar las cuentas. Y aún así nadarán en billetes
los cabrones, explotarán a sus propios compatriotas recién llegados, y
esclavizarán latinos muertos de hambre”. Sus murmuraciones se interrumpen
cuando la muchacha de ojos negros retorna a la mesa y lo enfrenta con una
libreta y un lápiz en las manos. Amarales le dirige una mirada inexpresiva de
misógino; sacerdote del Opus Dei con su traje oscuro y la camisa blanca bien
cerrada sobre el cuello, los anteojos gruesos de marco negro y los cabellos
bien estirados hacia atrás gracias a la magia del gel. Y cuando pareciera que
está a punto de arrojarle una invectiva religiosa, amenazándola con las penas
del infierno por llevar la blusa demasiado abierta para descubrir el nacimiento
de sus pechos soberbios, y peor aún, por el coqueto baile de sus ojos
almendrados, le sonríe atolondrado y obsequioso.
-Apetezco un spaghetti
calamari, bella signorina. ¿Llegó usted hace poco a Nueva York?
-Spaghetti calamari, mmmm –saca
la lengua por la comisura mientras anota trabajosamente con un lápiz a mina tan
corto que apenas puede sujetar-, presto, dos meses, pero estudié dos
años el inglese antes de viajar. ¿Vino o gaseosa?
-Agua con gas, pequeña. Y una botella de
vino de la casa, rosso.
-Va benne. Escogeré el mejor
para usted –sonríe con un mohín gracioso que contiene una calculada dosis de
seducción, y se retira contoneando sus caderas de adolescente, haciendo bailar
las pupilas de Eddie al mismo ritmo.
“Qué culo de diosa”, susurra Eddie
para el registro, refocilándose en la contemplación de las nalgas que pendulan
para jactarse de su turgencia, de su elasticidad, de la firmeza de sus carnes,
de la suavidad que se adivina bajo la tela, y despiertan en su interior la
añoranza de una pasión desbordada. “Debes preguntarle el nombre cuando vuelva,
Amarales, no vayas a olvidarte. Es un bombón, vale la pena el riesgo de meterse
con los bachichas vengativos y peleones. Aunque bien sabemos a estas alturas
que las mujeres y el vino, hacen errar el camino”. Menea la cabeza
desesperanzado y enfoca la pared atiborrada de adornos. Encuentra una foto en
sepia del Vesubio, frente a cuya silueta sonríen dos campesinas maduras y
gruesas, abuelas de algún inmigrante de comienzos del siglo veinte. Un programa
de la fiesta de San Gennaro de 1928, impreso en papel rosado de papalote. El
puerto de Hamburgo en una postal desteñida prendida de un chinche. Lo aburre su
investigación infructuosa. Desliza la lengua sobre los labios para
humedecerlos. Entonces su derredor se torna un poco más oscuro y levanta la
vista justo cuando un hombre alto y robusto se acomoda en la silla enfrente de
él.
-Hola,
Eddie –lo saluda y le extiende la mano sonriendo-, Omar Escobedo, tu compañero
de primaria. Apuesto a que en la calle no me habrías reconocido.
-Pues no, para ser francos, no; para
qué vamos a decir una cosa por otra –responde serio, pero luego abre paso a una
alegría genuina y se entrega-. No te habría reconocido, buey, estás muy
chingón, carajo, más elegante que la yegua del payaso –replica Eddie
estrechando la mano que le ofrece: vigorosa, nervuda, le hace crujir los
dedos-, híjole que aprietas fuerte cabrón, ¿hiciste el curso de Charles Atlas por
correspondencia? Suelta de una vez, que voy a tener que entablillarme, mira que
sigo siendo el mismo alfeñique.
-¿No estás bebiendo? Me extraña que
pierdas el tiempo, Eddie, no te reconozco, cabrón. ¿Estarás ablandándote con
los años?
-Acabo de llegar no más buey,
reciencito pedí una botella... de vino. No te rías, cabrón, no mames –increpa
con picardía al recién llegado-, hace daño burlarse de la desgracia ajena. Los
tiempos del trago fuerte y duro terminaron, sin vuelta. Me queda hígado para
una década de dieta, con suerte. De modo que debo predicar eso de que más vale
gota que dure y no chorro que pare. Me convertí en un buen ciudadano, pago
impuestos, bebo con moderación y fornico
solamente en domingos y festivos no religiosos.
La signorina se acerca
silenciosamente para disponer otro par de cubiertos, suponiendo que el recién
llegado también cenará. Deja al centro una panera repleta de bollos, unos
platos pequeños con bolas de mantequilla de distintos colores, la botella de
vino, una copa y la mineral de Eddie, y unas servilletas de género agujereadas
por años de refriegas y lavados. Los dos hombres admiran la destreza de los
movimientos de la mesera, atisban el temblor de los senos bajo el delantal y
cada vez que ella se inclina para acomodar algo sobre la mesa, vigilan el borde
inferior para advertir el nacimiento de los muslos blancos y vigorosos. Cuando nada
queda por hacer, apoya sus manos en el espacio de la mesa entre los dos
clientes. Sus dedos son largos, finos, no lleva anillos, y las uñas están
cortas y sin barniz. Busca los ojos de Escobedo que andan extraviados en la
observación de sus piernas y carraspea un par de veces antes de dirigirle la
palabra.
-¿Al signore se le ha
extraviado alguna cosa allá abajo o no tiene apetito? ¿Qué posso
ofrecerle? ¿Desea spaghetti, caneloni, lasagna? ¿Le sirvo
vino, gaseosa, un café?
Amarales se enfurruña pues advierte en
la camarera un tono travieso, un flirteo
que evidencia interés por Escobedo. Quizás ha perdido su chance en una partida
que recién comienza.
-¿Tiene gnocchis al pesto?
-Ah, es la especialidad de la casa. Buena
decisión. ¿Vino rosso, como su amigo?
-Está bien, vino rosso. En mi país
lo llamamos vino tinto.
-¿Tinto? Qué gracioso, parece que
bebiera pintura –deja escapar una risa llena de coquetería. Una voz de mando
proveniente de la Nonna la trae de vuelta a tierra-. Ahora le traigo una copa,
los platos tomarán unos minutos, porque se preparan al momento de pedirlos. Les
dejé unos appetizer para acortar la espera. Bonna sera.
-Grazie signorina –Amarales
sigue con gula el cadencioso andar de la muchacha y suspira-. Es una maravilla,
está de comérsela. ¡Que me lleve la chingada! Jalan más dos chiches de mujer
que una yunta de bueyes, decía la finada abuela Xóchitl –se queda callado unos segundos y frunce el ceño-. Pues
ahora cuéntame. No habrás volado miles de millas para atracarle a unos pinches tallarines
con este servidor.
Escobedo lo mira a los ojos
asintiendo, dándole razones sin pronunciar palabra. Esas pupilas le dicen
muchas cosas a Eddie Amarales. Primero que no se trata de un simple viaje, como
sospechaba, y que el asunto es serio. Segundo: de involucrarse, su
participación implicará peligros considerables. Tercero, que hay mucha
urgencia. Lo que falta son valientes, no hazañas, dijo su interlocutor la
última vez que estuvieron juntos, un par de años atrás. Eddie sabe que quien
tiene al frente no le teme a nada, ni siquiera a la muerte. Que su nombre no es
Omar Escobedo, sino Tomás Arancibia, y que eso implica que entró bajo una
identidad falsa, o que cruzó ilegal desde México. Y que se viene una operación
de proporciones.
-Cántame la canción que traes, cabrón;
tú sabes que eres mi jefecito y que puedes confiar en mí a todo dar. Dime cuál
es el pedo, pero más te vale que andes con un chingo de lana, porque cuesta
caro jugar con muñecas de porcelana –esto último lo dice exhibiendo sus perfectos
dientes en una sonrisa discordante con
su apariencia de fraile.
La camarera aparece para escanciar una
copa de vino frente a Escobedo, que le regala una sonrisa encantadora,
irresistible, de machote bueno, Clark Gable haciendo de Rhett Butler. Ella
percibe el mensaje, se sonroja un poco y le retribuye con una venia ridícula
antes de retirarse cimbreando sus nalgas.
-¡Signorina! –la llama Omar
Escobedo- Venga por favor –ella gira como si un resorte la hubiera accionado,
todavía sonrojada, con el rostro iluminado por una sonrisa de Cenicienta-.
Dígame, ¿cuál es su gracia? –esta última palabra la dice en español.
-¿Mi “gracia”,
signore? Non capisco niente.
-Él quiere saber su nombre, señorita.
Pasa que el señor viene de un pinche país del tamaño de un guisante donde
hablan un dialecto de pendejos que suena a pelea de macacos.
-¿Il mio nome? Emilia Marvulli
–responde con una voz encantadora, con las mejillas encendidas, sin dar
importancia a los intentos humorísticos de Eddie, y escapa hacia la cocina en
nerviosa carrera bajo la severa vigilancia de la Nonna.
-Bueno, lo primero es lo primero
–acota Escobedo-, no hay mejor manera de iniciar un negocio que brindando con
un viejo amigo
-Dulce
licor, suave tormento, ¿qué haces afuera?, vamos pa' dentro –retruca Eddie y
alza su copa.
Escobedo hace lo propio y estrella su
copa contra la de él. En la semipenumbra del local el vino adquiere una
tonalidad rubí y por un instante el cristal refleja las luces tenues. Ambos se
desean salud; beben un sorbo sin soltarse la mirada, como adversarios a punto
de batirse a duelo. Dejan las copas sobre la mesa al unísono y se abandonan al
ruido de fondo: fritangas, voces en italiano, una botella descorchándose,
líquidos que escurren, risas, brindis, el llanto lejano de una cría, sillas
arrastrándose, la Nonna apresurando a una doncella a punta de
blasfemias.
-Quiero saber si estás disponible para
un trabajo difícil. Espero que no te hayas acomodado, Eddie, que no vivas para
el partido béisbol de la tarde, ¿entiendes?
-Como quien dice “el miedo guarda la
vida”. Ni tengo pinche vieja ni escuincles que esperen en una bonita casa con
antejardín, si es la pregunta. Todavía no me canso de arriesgar los huevos cada
noche. Y no le he entregado ni la oreja ni el alma a las grandes bandas;
mantengo mi libertad para vagar donde quiera, esa viene a ser mi única riqueza
hermano –se yergue en su silla y apoya las manos abiertas en su pecho-. Sabes
que te hablo con el corazón abierto, sin dobleces.
-¡No te has aburguesado, Eddie! Estoy
frente a un héroe de la modernidad. ¡Salud cabrón! ¡Por el ejército de chavalas
buenas mozas que estarás manejando!
-Nada de ejércitos de muñecas buey, soy
hombre tranquilo. ¡Salud por los viejos tiempos! –choca de nuevo su copa con la
de Escobedo y bebe un largo trago- Así bebemos los mexicanos, ¡hasta ver el
fondo de la copa! –Eddie vigila a Escobedo para verificar que cumpla el ritual:
no dejar vino en el vaso y entregarse a la liturgia del reencuentro- Hoy
beberemos amigo, mañana será otro día. Puedes confiar en este cuate. Conoces mi
divisa: si es difícil, lo hago luego; y si es imposible, me esperan tantito.
-Está bien Eddie, bebamos y comamos
como guerreros, pero platiquemos de negocios unos minutos antes de que el
alcohol nos revuelva los pensamientos. ¿Por mera casualidad conoces a este
hombre? –Escobedo le extiende la fotografía de un hombre maduro, rubio, de ojos
azules, con bigote y barba rojiza, de apariencia astuta y atlética- Mira bien
la foto, puede haberse teñido el cabello, rasurado, usar lentes de
contacto, qué sé yo…
Amarales queda pensativo, con la foto
sostenida por una esquina entre pulgar e índice, arrugado el entrecejo,
concentrándose antes de dar respuesta a su amigo, calculando sus palabras, las
consecuencias que se le vendrán encima como arpías: despiadadas, feroces. No
puede mentirle, no puede abandonarlo en medio de la jungla. ¿Pero está obligado
a decir todo lo que sabe? ¿Tiene que involucrarse con él, posee la locura y los
huevos que se requieren?, sabiendo de adelantadas que van a madrearlo sin
remedio, que lo más probable es terminar tirado con un par de plomos en el
cuerpo y uno en mitad del cráneo. Levanta la mirada para encontrarse con la de
Omar Escobedo. Él lo mira directo al fondo de sus ojos, percibe un cosquilleo
en lo más profundo, como si penetrara en sus pensamientos. Al final se rinde a
sus emociones: vergüenza, lealtad, entrega. Los brazos le cuelgan a los lados
convertidos en peso muerto, se ruboriza un poco y la barbilla le tiembla antes
de hablar.
-Tomasito... Omar, como quieras
llamarte, eres el único ser humano que aprecio en este mundo. Mi último amigo,
cuate. Los otros dos compadres que tuve duermen bajo tierra, con sus
antepasados. Aunque nos encontremos a las perdidas, como ahora, eres mi cuate.
Bebo con otros, salgo de juerga, hago negocios, pero sabemos que para esos
afanes bueyes siempre sobran –se queda en silencio, masticando sus
pensamientos, algunos de ellos duros, amargos, difíciles de tragar-. Ya ves, un
telefonazo y estoy aquí, a tus órdenes. Así
doy testimonio de mi amor, cabrón, esto te lo platico desde la mismísima
alma. No vayas a pensar que soy un pinche puto por lo que te declaro ahorita,
esto del amor que siento por ti. Soy bien macho, por eso te lo digo –una
lágrima brilla en su ojo derecho y la enjuga rápidamente, azorado-. Lo digo
porque te quiero jefecito. Mira, toma el primer avión y regrésate a tu patria,
no esperes ni un jodido segundo. No mames, no te metas en este pedo, que es el
asunto más peligroso que puedas escoger. Saber vivir en este mundo es la mejor
hazaña, mira quién te lo dice.
Escobedo lo oye sin pronunciar
palabra, tranquilo, inalterable, como si no corriera sangre por sus venas. El
miedo que Amarales trata de infundirle no lo alcanza; una aureola invisible,
una coraza lo envuelve y lo torna invulnerable. En sus pupilas brilla una
determinación que espanta a Eddie: no hay escapatoria, su amigo enfrentará al
hombre de la fotografía y no habrá fuerza humana capaz de contenerlo. Él conoce
el temperamento de su cuate Tomás. No retrocederá un milímetro. Se desplazará
como un tanque hacia su objetivo: frío,
mortal si es preciso.
-Eddie, yo sé que tú sabes –pregunta
Escobedo con un tono que solo deja espacio a una confirmación. Y lo queda mirando.
Amarales inclina la cabeza para huir
de aquella mirada que parece taladrarle el cerebro, hurgar en sus pensamientos
y convertirlo en un juguete a control remoto. El hombre que tiene al frente, su
único amigo, explota el ascendiente que posee.
Esa historia de aventuras donde
se fraguó una confianza total y recíproca, ese sentimiento que hace
indestructible la amistad. “A la hora de enfrentar dilemas complejos, actúa
según tus principios”, piensa Eddie, y después sonríe con alivio.
-Sabes que cuentas conmigo cabrón,
cuando quieras y donde quieras –la voz de Eddie contiene trazas de emoción, una
especie de dolor o llanto contenido, y al mismo tiempo afecto-, imagino que has
calculado bien el terreno que vas a pisar... que vamos a pisar, quiero decir...
así que platiquemos acerca de tus razones para buscar a ese hombre. O de lo que
quieras platicar.
-No puedo contarte menos que todo,
Eddie, somos amigos y no hay ni habrá secretos entre nosotros. Al sujeto de la
foto lo conozco por William. Es un individuo peligroso, ligado a grupos de
enorme poder que actúan en secreto, con gran discreción.
-Agrega a la lista que tienen toda la
lana del mundo. Un ejército de guaruras armados hasta los dientes, dispuestos a
destripar a sus madres si lo ordenan sus jefes. Influencias políticas
diseminadas por el mundo, agentes emboscados, empresas enormes, relaciones con
grandes consorcios. ¡Una chingadera mano! Es como caminar aliñado con cilantro
y hepazote hacia la boca del lobo...
-Lo sé hermanito, no te pongas
nervioso. Bebe un trago a mi salud –Tomás llena de vino las copas para brindar
con su amigo-. Eso es, ¡salud cabrón!
Estrellan los cristales en la
semipenumbra del Luna`s, sumergidos en el murmullo impreciso que produce la
superposición de las parejas que conversan de amor, las familias que ríen para
celebrar el ingenio de los chistosos, los amigos que comparten confidencias,
los socios que planifican negocios. La Nonna escruta el ambiente con su
arrugada cara de tortuga, atenta a una señal misteriosa de los dioses, una
catástrofe o un milagro que podría acaecer en cualquier momento. Por fin, después
de tomar aire como para una larga inmersión, Escobedo comienza a hablar.
-Creo que las cosas ocurrieron de este
modo, pero no pasa de ser un cúmulo de suposiciones. William secuestró a mi
padre, Eddie… bien, supongo que sus esbirros lo hicieron. Él no mancha sus
manos con trabajo sucio –afirma Escobedo después de saborear el vino de la
casa. Su rostro adquiere una expresión en la cual Eddie reconoce las señas de
la angustia-. Deben estar haciéndolo pedazos en una cárcel secreta. William es
un pájaro de cuentas que escapó de Chile para venirse a Nueva York hace un año,
escapando de... Bueno, a ti te lo puedo decir, huyendo de nosotros. Sabíamos
que se había refugiado acá, Rubén tuvo que asistir a un congreso y supongo que
se cruzó con William... que trató de seguirle el rastro, una imprudencia
terrible. Desapareció sin dejar huella. Hace una semana que no sabemos de él.
Amarales se queda estático mirando a
su amigo, sin saber qué decir. A él, que es de palabra fácil ahora se le
atraganta hasta la frase más trivial; un torniquete en la garganta se lo
impide, lo asfixia. Le falta el aire, tal vez por efecto de la atmósfera
encerrada del Luna`s, del humo que expelen los fumadores empedernidos. O quizás
sea miedo, una serpiente helada deslizándose por su espina dorsal mientras
evoca el rostro de Rubén e imagina los tormentos que estará padeciendo,
comprende la angustia de su amigo y
aquilata el terror que anida tras los acontecimientos que Tomás le ha expuesto.
Traga saliva antes de hacer una inspiración profunda, se sumerge en una noche
de espectros horribles. Cuando niño soñaba con pavorosos seres que lo raptaban
para devorarlo; se despertaba gritando y llorando para que su abuela Xóchitl lo consolara apapachándolo,
entonando antiguas canciones en náhuatl.
Siempre intuyó que llegaría a un punto como este, un cruce ineluctable donde
deberá escoger el camino más difícil: entrar a la boca del lobo por voluntad
propia, por lealtad, por amistad, por locura, y cumplir con aquello que el
destino le ha tenido reservado desde el comienzo. Y que su abuela Xóchitl ya no estaría allí para
confortarlo.
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