El reciente lanzamiento del documental de Osvaldo
Rodríguez sobre la historia de la ACU me ha provocado una muy honda impresión, me ha hecho revivir esa
experiencia, y revalorar (y no es que no tenga una alta valoración, porque la
tuve desde aquellos mismos años, y después sólo ha ido creciendo).
Magnífica realización, son las primeras palabras que
acuden a mi pensamiento a la hora de hablar sobre ACU recuperando el sueño, de Osvaldo Rodríguez. Aunque el
documental sobrepase las dos horas (que apenas se sienten, atrapados por la
poética historia que narra en la voz de los protagonistas y los documentos
históricos). Habría sido muy difícil contar esta historia colectiva sin acudir
a un coro, a la polifonía de las voces, apreciaciones y recuerdos de quienes
construyeron a la ACU, una organización que encarna el espíritu, la esencia,
del quehacer colectivo.
La sigla ACU resulta críptica para cualquiera que no
haya vivido en el espacio universitario o en el entorno artístico en el período
que va de 1977 a 1982. Pero quienes vivieron con intensidad la cultura de esos
años saben muy bien que el acrónimo significa Agrupación Cultural
Universitaria.
La ACU, primero AFU, surgió del
encuentro de los grupos musicales y artísticos que surgieron en la universidad
intervenida por el régimen militar, cuyas primeras manifestaciones estuvieron
destinadas a reunir dinero para aquellos alumnos que comenzaban a sufrir los
rigores de la política de autofinanciamiento. Pronto el sonido de guitarras y charangos
congregó a actores, pintores, dramaturgos, poetas, fotógrafos y cuentistas. A
fines de 1977 se realizó, en la Escuela de Ingeniería de la Universidad de
Chile, el primer Festival del Cantar Universitario, donde es posible conocer el
trabajo de grupos tan importantes como Santiago del Nuevo Extremo, Schwenke y
Nilo, Abril, Aquelarre, Antara, y admirar las coreografías del Ballet Antumapu
y del Conjunto Folclórico de Ingeniería.
Desde esa fecha se gestó un aglutinamiento y una
actividad cultural y artística crecientes, sobre todo en la Universidad de
Chile, pero también con fuerte desarrollo en la Universidad Austral, la
Universidad de Concepción y la Universidad Católica. Se crearon Ramas de
Música, Teatro, Literatura y Plástica, consagradas al desarrollo de actividades
específicas: festivales, concursos, encuentros. Estructura cruzada con las
Sedes: Medicina (Norte), Andrés Bello (Centro), Pedagógico, Ingeniería y
Antumapu, encargadas de organizar y coordinar la actividad territorial de más
de cincuenta talleres artísticos autónomos.
La ACU, debido al enorme caudal y riqueza de su
quehacer cultural, acaparó el interés de estudiantes, académicos y
funcionarios, así como también el de las autoridades designadas por la
dictadura que veían con inquietud la aparición de un germen de organización de
los alumnos.
Los Festivales de Música llegaron a congregar a
miles de jóvenes en el viejo Teatro Caupolicán, en jornadas que sólo pueden
recordarse con emoción. Los Festivales de Teatro lograron una figuración y un
impacto muy altos también, y unidos a las Muestras Plásticas, los Recitales y
Concursos Literarios, y la inolvidable Revista "La Ciruela" -absoluto
best-seller de la época- conformaron un período brillante por su amplitud,
solidaridad y creatividad.
Esta es la historia, muy difícil de sintetizar, que
narra el excelente documental de Osvaldo Rodríguez, la misma que antes rescató
y sistematizó en el libro ACU Rescatando el asombro el
historiador Víctor Muñoz Tamayo (La Calabaza del Diablo, 2006); un trabajo de
enorme valor. Allí podrán encontrarse detalles significativos de la historia
sorprendente de este movimiento cultural. Por suerte contamos con estos
trabajos de rescate de memoria, porque creo que hay muchos aspectos valiosos
que rescatar, mucho más allá del marco historiográfico.
En la ACU hubo mucho más que un estallido de
rebelión a través de la creatividad artística. Hubo allí, además, una utopía
hecha realidad, por un tiempo breve y considerable a la vez. Todos podían
participar si respetaban unas pocas reglas básicas: solidaridad, autonomía,
franqueza, valor intelectual, originalidad, buen humor, disposición al trabajo,
dignidad y ... valentía.
Inolvidables las interminables y multitudinarias
reuniones que todos los sábados en la tarde se llevaban a cabo en el “Hoyo” de
la Escuela de Ingeniería, realizadas a vista y paciencia de los funcionarios y
soplones, y con la connivencia -si no el apoyo- del Decano Claudio Anguita (a
quien le debemos aún un reconocimiento pleno a la dignidad y coraje con el que
asumió su cargo en un momento tan difícil de la historia).
Si no hallábamos el consenso los cincuenta o sesenta
delegados que asistían religiosamente al Hoyo los sábados, pues la ACU
funcionaba en asamblea, la reunión continuaba en algún bar de las
inmediaciones, hasta lograr pleno acuerdo. No obstante la ACU tenía una
directiva, este comportamiento abierto, transparente, participativo a un nivel
increíble, daba cuenta de la rigurosa democracia interior que gobernaba sus
actos: fuente de su fuerza y energía notables. Era Fuenteovejuna de pie ante la
dictadura: ¿cómo hacerle frente? ¿cómo detenerla? ¿cómo aplastar esa iniciativa
creativa multiforme que aparecía por todas las facultades, en los más
insospechados rincones y con los métodos más heterodoxos?
La ACU en consecuencia, adquirió vida plena,
pensamiento y propósito propios, que escapaban a cualquier intento de control o
manipulación, no sólo de las autoridades y los organismos represores, sino
también de los partidos políticos que actuaban en la total clandestinidad. El
nivel de autonomía de la ACU fue la clave de su éxito y enorme capacidad de
trabajo. Sin duda es una experiencia de la cual puede aprenderse mucho en
materia de organización social: participación, transparencia, democracia interna,
total pluralismo dentro de la multiplicidad de corrientes que rechazaban el
imperio de la dictadura militar. Poco podían sacar con perseguir, prohibir,
amenazar o sancionar a los dirigentes: los talleres seguían funcionando, pese a
todas las medidas que tomaran los represores.
Este sentimiento que conozco de primera mano por mi
participación en la historia de la ACU, el documental me lo ha hecho vivir de
manera notablemente condensada. Es un mérito tremendo. Lo que aprendí en esa
época, me ha servido -me sirve- hoy en día. En la ACU aprendí a luchar junto a
otros, notablemente distintos, en pos de un ideal democrático común; aprendí a
escuchar, respetar, meditar, argumentar, convencer o dejarme convencer. A valorar
al otro por encima de cualquier restricción externa o interna, menos aún
prejuicios o mera ignorancia.
Cuando cada día miro, consternado, a mi país
arrasado por los intereses económicos, la codicia, la ambición extrema, el
egoísmo abierto o solapado, el consumismo, el arribismo y el desprecio por toda
auténtica manifestación de pensamiento y creación, concluyo que en esa época
terrible, dominada por un terrorismo de estado sin límites, supimos ser dignos
creadores, luchadores verdaderos, honestos con nuestros sueños, libres en
plenitud. Felices, habría que agregar. Como cuando hicimos esa ronda gigante en
Isla Negra (maravillosa imagen que muestra este documental) celebrando a
Neruda: estábamos felices. Lo recuerdo y el corazón quieres subírseme a la
boca.
Y quisiera soñar que podamos hacerlo de nuevo. Gracias,
Osvaldo Rodríguez.
Diego Muñoz
Valenzuela
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