Ayer en la tarde presentamos el volumen de cuentos sobre la experiencia
y consecuencias de la dictadura que lleva el título de este cuento, publicado
por Simplemente Editores. Estuve en compañía de mis queridos amigos Cristian
Montes Capó, profesor de la Universidad de Chile, y Rene Pozo Cárdenas,
sobreviviente de Villa Grimaldi.
Les comparto este cuento. El libro ya está en la librería del GAM y
llegando a las cadenas y librerías más importantes. Si no lo encuentran, me escriben
por aquí o por Facebook.
El tiempo del ogro
A todos
aquellos que nos extraviamos en la neblina densa y terrible
del
tiempo del ogro, en especial a Remigio y Héctor que permanecerán
en este
texto un tiempo más y ojalá –no pierdo la esperanza- para siempre
Se encontraron a unos escasos metros del fragor de la
avenida Irarrázaval a fines de aquel año tan intenso en tristezas y terrores.
De ese modo, constituía una inmensa alegría cruzarse con alguien conocido allí,
constatar que la vida seguía irradiándolo con su milagro. Remigio le dejó caer
sus ojos achinados y pícaros, destilando la felicidad de verlo y Héctor le
devolvió la mirada desesperanzada de un muerto en vida. Aquello puso en alerta
a Remigio: algo no andaba bien. Venían
caminando en sentido opuesto y por mero instinto aminoraron el paso
imperceptiblemente, como si quisieran despistar a un observador invisible.
A partir de ese momento, todo transcurrió en cámara lenta y
comenzó a grabarse de manera indeleble en la memoria de Remigio. Imágenes que
iban a acompañarlo durante su vida, a insertarse en sus sueños, regresar
súbitamente a su rutina en los momentos felices, como para resquebrajarlos.
Héctor dio un paso y le ofreció sus grandes y cansados ojos
de borrego triste. Estaba exhausto de sufrir: eso le dijeron aquellos ojos a
Remigio y no fue necesario que describiera los espantos a los que había sido
sometido. Aquella mirada tenía la elocuencia de un relato extenso y vigoroso.
Héctor denegó con el rostro varias veces mientras elaboraba un nuevo paso,
levantando una pierna que pesaba media tonelada.
Le cuesta caminar, pensó Remigio, como si transportara el
mundo completo sobre sus espaldas. Tan afligido, tan exhausto, tan vencido, eso
concluyó Remigio. Sin embargo, aún se da maña para advertirme. Para salvar mi
vida. Aquello meditó Remigio mientras daba su propio paso hacia Héctor, uno que
acortaba aquella enorme distancia entre ambos, aunque quedaban apenas unos
metros para que se cruzaran por última vez.
Héctor movía los labios y emitía mensajes inaudibles que
Remigio tuvo que descifrar o imaginar, combinando ambas habilidades. Aquellos
movimientos le revelaron el horror oculto detrás de los parabrisas
reflectantes, las ventanas cerradas a machote, los sótanos inaccesibles donde
reinaba la noche eterna.
Ambos dieron sendos pasos para acercarse, aunque la
distancia entre ellos se tornara imposible de transitar. Remigio recordó que
Héctor había cumplido dieciocho años unos días atrás; se llevaban apenas unos
meses. No era una edad para vivir esta clase de cosas –esa idea le vino a la
mente- pero ¿qué más podían hacer? Ellos no habían escogido el camino a seguir.
Y cada vez que la vida les ofreció una disyuntiva nueva en aquellos tres
acelerados años, escogieron en conciencia.
Sólo les quedaba seguir caminando. Eso lo sabían ambos. Lo
tenían perfectamente claro. No había alternativa. Y aspiraron el aire de
aquella mañana fresca para inflar sus pulmones con oxígeno y seguir viviendo la
clase de vida que les correspondió. De modo que avanzaron; ahora estaban apenas
a un par de metros. Podían verse muy bien.
Héctor no se había afeitado en varios días y las ojeras
delataban sus padecimientos. No obstante, le sonrió. Era una sonrisa amarga y
tierna, cargada de amor, pero sobre todo de coraje. A Remigio el corazón le
saltó dentro del pecho: una emoción sorda, ciega y violenta comenzó a nacer en
su interior. No podía ser que las cosas fueran así. Era inaceptable: era
preciso hacer algo.
Sin borrar aquella sonrisa de su rostro, Héctor volvió a
denegar mientras daba otro paso, uno que los dejó a escasos centímetros. A
Remigio le pareció que podía sentir la respiración acezante de su amigo;
entonces vinieron las palabras susurradas.
“Me siguen, me tienen, me usan como cebo. Salen a pasearme,
pero van de cacería. Vete del país en cuanto puedas. Mañana mismo”. Eso escuchó
Remigio, alelado, con la piel de gallina, mientras daba el paso final, aquel
que terminaba ese encuentro fortuito.
No osó darse vuelta para observar a su amigo alejarse
camino de la muerte. No fue capaz, porque una suma de miedos se apoderó de él:
que Héctor fuera a correr y lo mataran en ese mismo instante, que de la
camioneta de vidrios oscuros que avanzaba a vuelta de rueda se bajaran los
agentes para apresarlo, que a él le diera por ponerse a gritar que alguien los
salvara, a gritar sus nombres para que se supiera qué había pasado. Pero nada
podía cambiar la condena que pesaba sobre Héctor. Y lloró mientras caminaba
alejándose de su amigo. Sus lágrimas caían en gruesos chorros mientras se aproximaba
a la avenida, los ojos se le iban poniendo muy rojos y el sollozo le
convulsionaba el tórax. Por suerte los hombres del furgón de inteligencia no
percibieron su estado, ocupados como estaban de no perder de vista a Héctor.
Remigio caminó y caminó y caminó, hasta que salió del país,
huyendo de aquella muerte implacable, hasta que llegó a París y luego a Marsella,
donde se estableció y formó una familia. De allí vino de regreso a Chile un día
caluroso de febrero, cuando nos contó esta historia terrible una larga noche,
mientras esperábamos el auto que iba a llevarlo al aeropuerto de vuelta a Marsella.
Dijo que no reconocía al país que abandonó hacía tantos
años atrás. Le respondimos que nosotros tampoco, aunque viviéramos aquí,
mientras bebíamos un vino rojo y espeso. Fue como si el tiempo no hubiese
transcurrido jamás y fuéramos los mismos adolescentes plenos de sueños y largas
cabelleras desplegadas al viento.
Un día alguien contó que, tras vivir un tiempo solo en
París, Remigio se había suicidado, sin dejar explicaciones. Nos quedamos
helados. O más bien congelados por el dolor, súbito, intenso, desesperado. Sin
embargo, seguimos caminando. Dando pasos, adonde sea. No sé si huyendo o
avanzando. Quisiera creer que alejándome del sufrimiento o de la fatalidad o de
la muerte. También quisiera creer que acercándome a ellos: a Héctor y Remigio.
Pero no lo sé. Sólo seguimos, sigo, caminando.
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