10 septiembre, 2005

Bajo el bosque

para Héctor Garay, detenido desaparecido, compañero de curso, amigo y hermano para siempre


Caminas silencioso por el bosque de pinos y eucaliptus haciendo crujir con suavidad una capa de agujas y de hojas lanceoladas, en medio de una fragancia que te engaña y te acaricia y te habla más de montaña que de océano mientras asciendes la dura pendiente y escuchas el rozar de las ramas tan arriba, por donde apenas asoma entre las copas un trozo de cielo azul azul azul. Cierras un instante los ojos para volver atrás, y es como si en cualquier momento pudiese aparecer un gnomo, un ogro, una hechicera, un templo abandonado, una caverna amenazante y repleta de tesoros, una Venus derruida, un ciervo de ojos brillantes, una enigmática mujer vestida de negro. Es la magia de los bosques que susurran, crujen y sueñan como gigantes dormidos y se agitan inquietos al sentir tus pasos. Pero eres demasiado pequeño, demasiado insignificante para despertarlos, porque tus pies se deslizan tenues sobre la alfombra perfumada a pino y eucaliptus inventando crujidos sobre las hojas secas, a tu espalda, como si alguien invisible estuviera siguiendo tus pasos. De repente las sombras comienzan a esfumarse, el bosque va abriéndose para ceder paso al sol que te ciega casi después de caminar en medio de la penumbra de los árboles, sientes un aroma inconfundible a sal, yodo, especies marinas, adivinas que el océano está tan próximo lamiendo la arena negra azotada por el viento que arrastra la espuma hecha a fuerza de olas reventando en los roqueríos oscuros. Se abre el bosque y te muestra la luz que anuncia el fin de tus temores, quedan atrás fantasmas y espíritus malignos, estiran sus dedos finos como hilos de araña para arrastrarte hacia las tinieblas insondables donde quieren dejarte prisionero para siempre, sientes un frío estremecimiento deslizarse por tu espalda que es el blanco preferido de la avidez de las garras de las Parcas que te siguen y por eso te pones a correr hacia la arena quemante, oscura, inundada de sol. Caes, corres, ruedas riendo por la duna interminable que termina en el mismo océano que te espera allá tan abajo, lamiendo con feroces olas los arrecifes que cubre y descubre, reventando destructor contra las rocas de la costa, acariciando con ternura las arenas oscuras sembradas de conchillas, caracoles, piedras negras, algas, pequeños peces muertos, cuerpos de moluscos. Caes riendo por la arena porque has vencido de nuevo a los espectros del bosque y has llegado hasta el sol que calcina la arena que quema tu cuerpo que rueda feliz hacia el océano que te espera enloquecido y amoroso más abajo. Al fin te detienes y tu rostro queda vuelto hacia el sol que te ciega y te llena de destellos los ojos alucinados mientras sientes los labios cubiertos de arena que está en todo tu cuerpo con su sabor salado porque el viento se ha levantado para levantarla y descargarla como un furioso látigo sobre tu espalda, para que te des vuelta y te ocultes como un caracol hasta que pase la ráfaga y puedas ver el cielo que se abre allá arriba, donde un alcatraz flota estático, sostenido en las corrientes invisibles, sin aletear siquiera, mudo e inmóvil como un astro milagroso. Levantas la vista y lo ves flotar majestuoso, lejano, inconmovible, eterno. Más allá se aproxima una escuadrilla lenta lenta lenta, en tanto el aroma del océano te inunda los pulmones con su fragancia fuerte y salobre de cochayuyo, de piure fuerte y rojo, de macha fresca. Ahí delante tuyo el mar estalla en mil fragmentos blancos y verdes que ocupan todas tus pupilas, y es como si todo el océano reventara dentro de ti, como si estuvieras lleno de furioso oleaje arrastrado por huracanes. Entonces corres, asciendes, saltas por entre las rocas para llegar a lo más alto, podrás ver la Piedra de los Lobos donde retozan los machos soberbios como cachorros al lado de las hembras, o las toninas saltando sobre el agua con frescura de niños traviesos, o simplemente las gaviotas patrullando el aire para súbitamente dejarse caer en medio de las aguas sobre la presa que se debate en su pico mientras emprende el vuelo, o la finura de los cormoranes en vuelo en el cielo tan azul que te hiere los ojos por donde el sol entra a raudales en olas que estallan tan allá adentro de tu alma. Vas hacia lo alto de la roca donde el viento te golpea en ráfagas terribles, hincha de aire tu camisa, revuelve tu cabello con sus dedos invisibles. Y tú cierras los ojos porque estás buscando el tesoro que se encuentra más allá del abismo oscuro e insondable de la Cueva del Ermitaño; sueltas una piedra que rebota infinitamente contra las paredes de la grieta hasta que pueden escuchar como penetra en el agua marina, porque allá abajo gime, respira el océano entre seres monstruosos al acecho de visitantes imprevistos. Cierras los párpados y estás navegando hacia la desembocadura del Maule en un lanchón de esos que llegaban a las costas de San Francisco, navegaban hacia el misterio de Nueva York atrapado en esas pinturas naives de un patrón de alta mar que ya no existe. Cubres tus pupilas para caminar entre Las Ventanas muy cerca de La Poza, para cruzar el túnel entre Calabocillos y Potrerillos huyendo del furibundo mar a la salida, para pasar bajo el Arco de los Enamorados, para caminar por la Vega de los Patos con la vista puesta sobre la Piedra de la Iglesia, para subir al Mutrún justo cuando el sol comienza a incendiar el horizonte y te regala un secreto rayo verde que trae consigo todo el misterio del océano que te ama y te canta como una sirena con la voz del alcatraz suspendido en el viento, con el rugido del lobo de mar satisfecho, con la carcajada del Ermitaño entre las penumbras y las olas resonando muy dentro tuyo, en ese trozo de mar que has robado para siempre. Has venido aquí después de tantos años, justo ahora que cumples diecisiete, el cumpleaños más solo y más triste de tu vida porque así lo quisiste tú mismo, porque no podías más, muerto de pena, con esas escenas de incendios, de gritos, de ametralladoras retumbando en la noche con ese tableteo siniestro que eriza la piel, con ese frío que viene al pensar que alguien estará mordiéndose la lengua para soportar la corriente que le muele los testículos o la brasa que se hunde en los pezones. Eso es lo que dejaste atrás, el horror, la pesadilla donde el rostro desfigurado de Héctor se aparece diez, cien, mil veces ante tus ojos para que veas sus pupilas tristísimas donde cabe todo el dolor que puedas imaginar, un sufrimiento a raudales que sube por tu garganta amargo y terrible, y estalla en lágrimas por entre las cuales, a pesar de todo, ves los alcatraces volando en bandada, impávidos, eternos, inalcanzables. Entonces escuchas el propio sollozo que nace como una bestia herida desde lo más hondo de tu alma, una criatura terrible y ciega avanzando hacia la luz desde las tormentosas tinieblas, y es el sufrimiento puro lo que surge y estalla furioso contra la roca salpicando espuma y agua salada que cae por tus mejillas y se pulveriza muy fina para que la aspires con deleite y sientas la vida invadiéndote a raudales, explota esa angustia contra el acantilado y vuelve a reventar una y otra vez, sin descanso, hasta la eternidad, y en medio del estruendo crees escuchar su voz recitando esos poemas adolescentes, ingenuos, obstinados, insólitos, misteriosos, dulces, pasionales, desolados, exultantes, trémulos que tanto te gustaban, que de tanto en tanto le pedías te los leyera el mismo, con esa voz en sordina pero llena de acentos tiernos, tan imposible en ese rostro demasiado anguloso y duro para ser de un poeta. A veces también leías tus cuentos, tus prosas extrañas, herméticas, crípticas casi, que sin embargo siempre tenían para Héctor un significado diáfano, desnudado en unas pocas frases simples y agudas que - aunque nunca te lo dijo ni menos lo pensó, lo sabes- espoleaban duramente lo que tú mismo asumías como subjetivismo, tu maldita mezquindad, tu execrable tendencia a complicarlo todo más de la cuenta poniendo el mundo patas arriba mientras media humanidad se reventaba a diario por continuar una existencia miserable, y tú dale con esas fabulaciones perdidas en el terreno de la imaginación, hundiéndote en el fango del individualismo. Nada de esto te dijo jamás Héctor, pero era lo que tú pensabas, lo que tal vez deseabas escuchar de él, un llamado de conciencia que nunca habría hecho, porque las cosas se hacen por amor y no por mera convicción o por buenas razones, en la vida todo se hace por inmenso amor - te dijo una vez- eso es lo único que interesa, no importa lo que hagas, lo que importa es que lo hagas por amor, porque crees desde el fondo de tu alma que es lo mejor, lo más justo, lo más puro, eso es lo único que engrandece al ser humano. Ahora te escuchas cantando en medio del oleaje y los graznidos, oyes esa canción que ponían despacito en el tornamesa para que nadie escuchara en las noches de toque de queda, la cantas muy fuerte a ver si te escuchan en todo el pueblo, a ver si te escuchan los que acechan en la oscuridad y acaban de una vez con este mal sueño que no quiere terminar, corres por la arena enloquecido mientras cantas con una potencia y una pasión que desconoces en ti mismo, gritas hacia el cielo pidiendo que te devuelvan el país tal cual lo conociste hace apenas unos meses cuando tomabas cerveza con tus amigos en la fuente de soda de la esquina, y hablaban de la última película del festival búlgaro, y de lo que sentiría Gregorio Samsa al despertar transformado en una horrenda cucaracha, y de la chica de ojos azules que conociste en la fiesta del sábado, y de la salida política más probable, y de los cuentos de Skármeta y de Carlos Olivárez, y del último long play del Inti Illimani, y tantas cosas que quisieras olvidar, pero no puedes. Por eso estás aquí, solo, caminando por bosques, cerros y playas interminables, volviendo al origen, buscando algo que crees haber perdido aquí, tratando de recuperar una sustancia misteriosa que te ilumine otra vez por dentro, te haga olvidar esas pesadillas que no sueñas, esas atroces pesadillas que hace unas pocas semanas pasaron a buscar a Héctor a la casa de sus padres que no han podido verlo desde entonces, que lo buscan en comisarías, hospitales, campos de concentración, morgues, cementerios, casas de amigos, que no encuentran rastro alguno, ni encontrarán jamás parece soplarte al oído una voz que prefieres no escuchar tapándote los oídos con las manos, mientras el viento y la arena negra te azotan el rostro cruzado de huellas salobres acariciadas por el aroma del océano que escucha tu canto desde el alcatraz tan arriba, sentado en el viento como un velero majestuoso, el océano que con la voz de las gaviotas quiere decirte que ahora tú ocupas su lugar, que tienes ahora el amor de los dos juntos para seguir viviendo, que como dice el poeta Alvaro Ruiz eres el dueño de todo lo que está ante tus ojos tristes y maravillados: el sol, el mar, el cielo, las nubes, los pájaros, todo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Hermoso tu cuento Diego. Se siente al "amigo" desde tu descripción-viaje en prosa poética casi... Se siente el dolor, ese que mantiene las heridas abiertas y no nos permite conciliar el sueño muchas veces... Esa historia que nos llena de tristeza y desazón para siempre...
Un saludo afectuoso y solidario desde el corazón.
Te doy mis URL por si quieres darte una vuelta de vez en cuando:
http://www.lagazeta.blogspot.com/
http://miarroba.com/libros/leer.php?id=143608 http://cuento.blogcindario.com/2005/07/00001.html#comentarios
http://duckfeet.blogcindario.com/, http://www.livejournal.com/users/abaluba/
http://www.loscuentos.net/ (nickname: Duckfeet)

mll

Pamela Bram dijo...

http://www.esatelier.blogspot.com/

prometo volver...

Anónimo dijo...

Encontré muy hermosa esta prosa poética. Tiene magia, misterio, dolor, pena y gloria. Que grandiosa es la magia de las palabras cuando escudriñan los acontecimientos creando a partir de ellos verdaderos tesoros que solo pueden ser apreciados por quienes tienen la capacidad de sintonizar esa señal que palpita a caudales en cada segundo de la existencia. Creo que la creación literaria es un universo de santidad infranqueable para lo que actualmente gobierna el mundo.
Me considero afortunado por tener la sensibilidad para poder apreciar la belleza y la magia de las palabras. Que suerte que existan personas como Diego y otros tantos que por ahí levantan su voz con la pluma.

 
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