14 marzo, 2010

La quinta rueda


Quien escribe estas líneas no tiene dudas de que los homínidos comenzaron a convertirse en seres humanos con el nacimiento del lenguaje, la materia prima de nuestras mayores realizaciones, que van desde el diseño de herramientas y técnicas para la caza y la agricultura, de utensilios de cocina, hasta las pinturas rupestres, la música y el canto, y la narración de historias para espantar los temores nocturnos alrededor del fuego.
Somos el resultado de toda aquella compleja suma de invenciones y creaciones que resultan de la imaginación colectiva y su transmisión y acumulación a través del lenguaje. Así se constituye el patrimonio cultural y artístico de la humanidad, que es muy diverso, e imposible de reducir a lo meramente físico o arquitectónico.
El patrimonio cultural es mucho más que una suma de monumentos y museos, y es mayormente inmaterial o al menos independiente de un soporte material específico. Por ejemplo, ¿dónde reside la creación literaria? ¿En una biblioteca pública, en la memoria de las personas, en las casas de los ciudadanos, en la mente del creador que la construye, en la copia que reside en el disco duro de su computador o en la última impresión que revisa con rigor?
En una de sus últimas intervenciones públicas como Directora de la DIBAM, Nivia Palma ha sostenido –a punto de dejar su cargo a la nueva administración (El Mercurio, 10 de marzo, 2010) - que “habría que redestinar recursos de Cultura. Es ético plantear que de los miles de millones, que estaban disponibles para los fondos concursables para que los creadores hicieran sus proyectos artísticos, al menos un 70% de esos recursos se redestinen a colaborar con municipios, con la iglesia católica y con muchas personas que tenían monumentos nacionales o vivían en zonas típicas que hoy día están en el suelo”.
No puedo sino estar en completo desacuerdo con lo planteado por Nivia Palma, pues me parece altamente regresivo, dañino y peligroso. Casi una incitación a las nuevas autoridades para retroceder. Acabo de plantear en un artículo que a las gravísimas grietas físicas del terremoto era preciso agregar la evidencia de serias fisuras en nuestra alma nacional. Se coincide en que la tragedia ha develado lo peor y lo mejor de nuestro país: de un lado la generosidad y el altruismo, la heroicidad y la capacidad de sacrificio; de otro, el pillaje, el egoísmo, los intentos de aprovechar una crisis para obtener beneficios personales o institucionales.
La fisura del alma no se repara con cemento, fierro o dinero. Se repara con educación, con cultura, con fomento de la creación y el pensamiento. De ese modo nos convertiremos en un país auténticamente desarrollado, no sólo por la vía del aumento del Producto Geográfica Bruto o del Ingreso Per Cápita, sino por la redistribución del ingreso y el aumento de la calidad de vida. No sólo por la vía de la explotación o depredación de los recursos naturales, sino por la de agregar valor a nuestras exportaciones y servicios. Y eso sólo puede lograrse elevando nuestro nivel educacional: los conocimientos, las capacidades intelectuales, la tolerancia, la solidaridad. Y eso no lo obtendremos cambiando la mera infraestructura educacional del estado, las leyes que la rigen, las exigencias a los profesores, la actualización de los programas. Es mucho más complejo que eso, porque nos involucra a todos; artistas, científicos, maestros, profesionales, trabajadores.
Una parte muy especial de esta alma nacional, está constituida por el producto del trabajo de los creadores artísticos. De un modo muy intenso el arte se conecta con estas cualidades donde se ha percibido la existencia de una brecha tan grande como indeseable.
Con el retorno de la democracia se crearon estímulos para el desarrollo de proyectos culturales y artísticos. Se creó, por ejemplo, el Consejo Nacional del Libro bajo la directiva de promover la lectura y difundir la literatura en una clara visión de progreso humano y social que debía alentarse junto con el desarrollo económico. Y me correspondió participar –desde la Sociedad de Escritores- y junto con varios colegas (recuerdo a Jaime Hales y Antonio Ostornol entre los más activos) en las extensas discusiones que configuraron la Ley del Libro.
Si bien no se logró todo –hablo desde la perspectiva de los creadores literarios- lo que se deseaba, hubo logros extraordinarios y de alto impacto como el Premio Mejores Obras Literarias, las becas de escritores (que han experimentado sucesivas transformaciones, pero que están reflejadas en la Ley igual que el premio), los concursos de adquisición de libros, y los diversos estímulos que apuntan al financiamiento de proyectos específicos de gestión cultural.
Muchas necesidades del país en este ámbito han quedado en el camino, postergadas por las preferencias asistencialistas. La mayor brecha se manifiesta en el ámbito de la ausencia de mecanismos que permitan financiar en forma sostenida en el tiempo proyectos de alto impacto dirigidos a fomentar la lectura y las capacidades creativas de personas pertenecientes a los segmentos más desfavorecidos económica y socialmente. Esto es justamente –por ejemplo- lo que ha venido llevando a cabo con creciente volumen la corporación Letras de Chile con Programas tales como Tenemos Tanto que Contar (abuelos cuentacuentos en centros de acogida del Hogar de Cristo y trabajo con niños en campamentos de Un Techo para Chile) y Letras en el Liceo (lecturas y visitas de escritores en colegios municipales).
A inicios de febrero Jorge Edwards se refirió con duda a las becas de escritores, sugiriendo que no ha sido un programa muy efectivo respecto de su impacto, sin mayor respaldo de sus dichos. ¿Y cómo determinar ese impacto? No es tarea fácil. Lo que sí me parece más sencillo es concluir que un país pequeño como el nuestro –un mercado cultural muy restringido, diría un economista- es casi imposible que puedan surgir espontáneamente las obras creativas sin alguna clase de subsidio público o privado. Desgraciadamente, programas privados de apoyo a la creación o difusión literarias brillan por su ausencia, como norma. Sólo existe -con todas sus falencias- el apoyo estatal.
En Chile no hay trabajo para los escritores; por ejemplo, ya sea por falta de iniciativa, claridad o de recursos, no hay presupuesto para que los escritores visiten colegios, escuelas, liceos, universidades, centros de apoyo a adultos mayores, campamentos, comunas rurales. Y existe avidez por este tipo de trabajo: lo hemos constatado en terreno. Y sería una fuente de trabajo muy importante para los escritores, que podrían obtener recursos para vivir dignamente, apoyar el desarrollo cultural del país, y por ende fomentar el desarrollo económico.
Pero ni aún así sería justo y conveniente eliminar o restringir las becas de escritores o programas similares. Me parece altamente tecnocrático, regresivo e insensible, quizás más bien reduccionista y torpe, sostener la eliminación o rebaja drástica de estas líneas de apoyo estatal cuyo impacto sólo puede medirse en el mediano y largo plazo, y en el contexto de una política de desarrollo nacional que nos lleve al progreso efectivo.
Eliminar el único apoyo que la literatura chilena tiene equivale a proclamar que el conocimiento y el ejercicio del lenguaje carecen de relación con el progreso. O que la creatividad y la imaginación son capacidades prescindibles para el avance de un pueblo.
Chile saltará definitivamente al desarrollo sólo mediante la ejecución de políticas y programas de gobierno que apunten a mejorar el nivel educacional de las personas, asegurando una formación sólida no sólo en los dominios de conocimiento científico o técnico, sino que también –y con importante acento- en las áreas humanistas, las artes y la cultura.
La imprescindible creatividad es la fuente de la innovación, clave en cualquier proceso de desarrollo. Tan claves al menos como la justicia, la solidaridad y la democracia, con que los intelectuales y artistas siempre hemos defendido con dignidad, tenacidad y consecuencia.
La cultura no debe ser considerada como una quinta rueda. Es un error monumental. Mientras nuestros dirigentes así lo conciban, estaremos condenados como país a un destino mediocre, gris y materialista. Ninguna determinación irrevocable se ha tomado aún, hasta aquí sólo palabras amenazantes. Es de esperar que no se agraven las consecuencias del cataclismo físico con decisiones erróneas que se deriven de este ominoso concepto que reduce a la cultura al nivel de quinta rueda, sin comprender que forma parte del motor de una nación.

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