
Le encargaron la tarea de despedir a todo el personal, uno tras otro. Y cumplió con diligencia y pertinacia. No fue fácil por cierto, cada día fue una auténtica pesadilla. Pero llegó a acostumbrarse, a constituirlo en una rutina.
No obstante, llegó el día en que no hubo nadie a quien finiquitar. Sólo tuvo en frente suyo la imagen del espejo. Firmó, resignado, y salió de su oficina. Caminó en total silencio hasta la salida. Dio un portazo, tal vez por descuido, tal vez inútil y postrero gesto de rebeldía.
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