30 junio, 2010

Astracán


Le imploró que regresara. Tuvo que jurarle por celular que estaba de rodillas, vencido, humillado, suplicante. Lo que fuese con tal que volviera al hogar. Sin condiciones: con sus medias caladas, sus glamorosos vestidos de lunares, sus zapatos de tacón, su cepillo de dientes, su cabellera furibunda.
De alguna insospechada manera, ella sintió piedad, aunque no había razones. Empacó sus cosas y emprendió el largo camino. Una noche helada y ventosa tocó a su puerta, envuelta en su abrigo de astracán.
Él abrió trémulo, obnubilado por una pasión irracional. Ella estaba rutilante, envuelta en la lustrosa piel azabache. En la mesa una cena de candelabros esperaba su momento.
Le ofreció tomar su abrigo. Ella lo dejó hacer. Una sonrisa lóbrega se dibujó en el rostro del hombre. Se colocó tras ella, se embriagó de perfume, de ilusiones y deseo. La piel del astracán era suave, deliciosa.
Cuando tuvo el abrigo en sus manos, sintió que las mangas negras aferraban firmemente su cuello, asfixiándolo. La piel oscura envolvió su cabeza para sofocarlo. Rodó por el piso tratando de librarse del letal abrazo. Tras una breve lucha, sobrevino el silencio. Después la carcajada.
Ella recuperó su abrigo y se marchó. Esta vez para siempre.

1 comentario:

Víctor dijo...

Me esperaba de todo, Diego, menos ese final, que me dejó helado. Buen micro.

Un saludo.

 
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