Encontré mi auto destrozado. Alguien piadoso dijo que un mamut enloquecido lo había despatarrado. Nadie más se pronunció.
Cuando entré a la oficina del liquidador de seguros di un salto. El funcionario, correctamente vestido de cuello y corbata, tenía la cabeza de un jabalí: peluda, enorme, de larga trompa coronada por dos colmillos formidables. Me miraba con sus ojillos rojos detrás de unos lentes ridículos. Gruñó algo a manera de saludo y me extendió su pezuña con gesto displicente. Siguió emitiendo unos ruidos sordos y grotescos. Por último me informó que la compañía no pensaba cubrir los gastos del accidente y elucubró varios argumentos inaceptables. Lo contradije y aulló de furor enseñándome sus colmillos, profiriendo horribles amenazas.
Me fui de allí a la oficina estatal de reclamos. El perezoso a cargo despertó de su profundo sueño y sin contener un bostezo, me preguntó que deseaba. Mientras yo le narraba mis experiencias con el puerco de la empresa aseguradora, se subió al perchero y volvió a dormirse.
Partí a la policía. A la entrada me detuvo un robusto gorila que me preguntó con cara de pocos amigos adónde iba.
Emprendí rumbo al psiquiatra. La cebra con delantal que me franqueó la puerta relinchó que el doctor me atendería enseguida. No alcancé a sentarme, cuando me hizo pasar al despacho. Allí, tras un escritorio antiguo, me acechaba un inquieto mono araña que apenas se contenía para dar saltos. Le narré mis experiencias del día. De repente saltó sobre mi pecho, aferrándome con sus peludas manos, y me dijo: “Usted tiene problemas ideológicos, ¿me comprende?”.
Pagué y me fui a la casa. Aquí estoy. No me atrevo a salir de nuevo.
1 comentario:
Tal cual describes es la selva en que vivimos.
Abrazos
Pilar Obreque
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