Desperté
convertido en un enorme escarabajo, pero no me importó porque había leído a
Kafka. Deambulé, devoré restos de comida y busqué la oscuridad, no por
ocultarme, sino debido a una fotofobia incipiente. Logré llamar a mi exesposa
tras ingentes esfuerzos para marcar su número con mis patas sarmentosas. Cuando
al fin oí su temida voz en el auricular, emití una mezcla de siseo y zumbido
que la enfureció. Si hubiera podido hablar, también se habría encolerizado; me
consolé. No tenía a nadie a quien llamar, excepto a mi jefe, que estaría
maldiciendo mi casta esclava por los siglos de los siglos. Estaba solo, como
siempre.
Después se me
ocurrió utilizar el correo electrónico. No fue fácil, pero lo hice. Escribí a
los gerentes de producción de los canales de televisión. Expliqué lo que me
había ocurrido, indicando que podría hablar mediante el sistema del físico
Hawking. Adjunté un video mío: francamente horripilante. Me quedé con la mejor
oferta: cuatro millones por hora de transmisión para el primer trimestre.
Después veríamos.
Ahora soy
atracción principal: el talk show del
escarabajo. Todos acuden a mi programa: políticos, empresarios, modelos,
futbolistas. Los interrogo con mi voz sintética y una dosis de ponzoña
consecuencia de la metamorfosis.
Al canal me
llevan y traen en limusina desde mi nueva mansión. Escriben mujeres ofreciendo
acoplarse conmigo, sea lo que sea. También mi excónyuge, melosa, tierna,
complaciente. Yo restriego con regocijo las patas contra mis afiladas
mandíbulas. Me basta con eso.
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