Despierto
convertido en un enorme escarabajo con la nítida sensación de haber vivido esta
situación. Como puedo, con mis patas delanteras provistas de tenazas, me pongo
la camisa blanca y una corbata de nudo hecho (no habría podido formarlo con mis
nuevas extremidades). El pantalón me queda ridículo: las últimas dos patas son
cortas y tengo que arremangar las piernas. Las patas del centro quedan ocultas
debajo de la chaqueta.
Con mi trompa
succiono una caja de leche. Sabe bien, me sorprende. Difícil tarea caminar
erguido hacia el automóvil. Conducirlo es un auténtico desafío. Acomodo el
asiento y el volante a mi condición de artrópodo. Salgo con lentitud y tomo la
autopista. Algunas personas me miran con
curiosidad: Pensarán que se trata de una campaña publicitaria. Un tipo
enfurece, baja el vidrio de la ventana para insultarme. Echa el auto encima y
me impacta. Mis patas son ineficaces y pierdo el control. Choco contra la pared
del túnel.
“Qué horror”.
“Se estrelló a toda velocidad”. Escucho las palabras como si estuviera
sumergido: lejanas, lentas y distorsionadas. “Está destrozado”.
“Irreconocible”. Me hundo en una
confortable oscuridad. “Se reventó como un insecto”. Vienen la paz y el
silencio.
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