Cuando tras una serie de
frenéticos golpes abrí la puerta, vi que la Muerte portaba en una mano un
esqueleto decorado y en la otra la guadaña con siniestro y acerado brillo. Sin
vacilar le asesté el hachazo cuando trataba de cerrar la consabida frase “dulce
o travesura”. No alcanzó a terminar la última palabra. Lo impidió el golpe que
segó su vida (si es que aplica tal concepto a este caso) y separó el cráneo del
resto de su cuerpo.
Se acabó la fiesta y vino un gran
silencio. Desde entonces nadie ha muerto. Quizás cometí un error.
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