El día menos pensado, tal vez aburrido
de su condición de asesino en serie, el tanatólogo asesino derivó hacia la
necrofilia. En consecuencia, sus crímenes se orientaron a mujeres hermosas y distinguidas,
aquellas que jamás habría podido convencer en vida para entregarse a él como
objeto de lujuria y placer. Condesas, senadoras, millonarias, gerentes,
artistas famosas fueron integrándose a su lista.
Una vez muertas, desnudas y
expuestas sobre la mesa de autopsias a la acción de sus instintos más bajos, el
tanatólogo asesino se consagraba a la diversión de poseerlas en las formas más
variadas, desde las más triviales a otras refinadas y alambicadas, así como
también grotescas, enfermas y repugnantes (por respeto al lector, no
describiremos las oscuras prácticas que llevaba a cabo con partes de los
cadáveres que disecaba).
De cada víctima conservaba algún
trofeo de significancia erótica: un pezón, el clítoris, un trozo de vulva,
lengua o labios. Los rotulaba cuidadosamente. Fue constituyendo un museo en
cuya visita se esmeraba cuando no le era posible alimentar su malsana pasión
con una nueva adquisición. Así acontecen los hechos en nuestro mundo imperfecto.
Ya veo, no debí contárselo. No se decepcione, se lo ruego.
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